Los niños del Brasil (10 page)

Read Los niños del Brasil Online

Authors: Ira Levin

Tags: #GusiX, Ciencia ficción, Intriga

BOOK: Los niños del Brasil
4.56Mb size Format: txt, pdf, ePub

Señaló la segunda mano que se había levantado en el centro, hacia atrás; otras manos la habían seguido ya.

—Son simpatizantes nazis que no tienen familia —sugirió un joven alto— y que han dejado los ahorros de su vida a los grupos nazis. El asesinato es por dinero. Por alguna razón, en este momento están más necesitados de fondos que hace cinco o diez años.

—Es posible —admitió Liebermann—, aunque parece improbable. Como ya mencioné antes, la Organización de los Camaradas tiene enormes riquezas que sacó de contrabando de Europa antes de que terminara la guerra. —Sacó del bolsillo del pecho su bolígrafo y le oprimió la punta—. Así y todo, es una posibilidad. —Colocó sobre el atril una de sus tarjetas para tomar notas y sobre ella anotó:
¿Dinero?
Levantó el bolígrafo, y con él apuntó hacia la derecha.

Se levantó una joven de gafas y con el pelo largo.

—A mí me parece mucho más probable —declaró— que sean antinazis más bien que pronazis, y es evidente que entre ellos debe de haber algún tipo de conexión. ¿No podrían ser miembros de algún grupo judío internacional que de alguna manera amenaza a la Organización de los Camaradas?

Creo que yo tendría conocimiento de un grupo semejante —señaló Liebermann—, y, además, jamás he oído hablar de
ningún
grupo, de la clase que sea, cuyos miembros tengan todos sesenta y cinco años.

La muchacha siguió de pie.

—Tal vez lo que tenga importancia no sea el hecho de tener sesenta y cinco años —siguió diciendo—. La… conexión podría haber quedado establecida cuando eran jóvenes, cuando tenían todos treinta años, o veinte. Tal vez participaran en alguna acción militar en la guerra, y darles muerte sea un acto de venganza.

—Algunos son alemanes —informó Liebermann— y también hay ingleses y norteamericanos, y algunos son suecos, que fueron neutrales. Pero…

—¡Una patrulla de las Naciones Unidas! —exclamó alguien.

—Habrían sido demasiado viejos —apuntó Liebermann, mientras volvía a mirar a la muchacha de pelo largo, que ya se había sentado—. Pero es una observación interesante la de que tal vez los 65 años no sean la edad significativa, ya que, naturalmente, son hombres que durante toda la vida han tenido la misma edad, de manera que eso nos abre, las puertas a otras posibilidades. Se lo agradezco.

Mientras escribía:
¿Vínculo anterior?
, alguien volvió a hablar:

—¿Son nativos del país en donde viven, o solamente residen allí?

—Otra idea inteligente —señaló Liebermann, levantando la vista—. No lo sé. Tal vez hayan tenido la misma nacionalidad de origen.

¿Dónde nacieron?
, escribió.

—Vamos muy bien, sigan así —los animó.

—Son personas que le ayudan
a usted
, que contribuyen a su movimiento —dijo un joven que estaba sentado en la primera fila con las piernas cruzadas.

—Me halaga usted —sonrió Liebermann—, pero yo no soy tan importante, ni tampoco cuento con noventa y cuatro personas que contribuyan. De la edad que sean.

Señaló otra mano que se levantaba.

—¿Cuándo empieza el período de dos años y medio, señor? —preguntó el muchacho que se parecía a Barry.

—Empezó hace dos días.

Entonces, termina en la primavera de 1977. ¿Hay algún acontecimiento político de importancia que deba tener lugar para entonces? Tal vez las matanzas estén destinadas a ser anunciadas como demostración de fuerza, o como advertencia.

—Pero ¿por qué esos hombres, precisamente? Sin embargo, también su observación es interesante. ¿Sabe alguno de ustedes si hay algún acontecimiento importante, político o de otro orden, que deba producirse en la primavera de 1977? —interrogó Liebermann, y miró a su alrededor.

Se hizo un silencio mientras algunas cabezas se sacudían.

—¡Yo me licenciaré! —anunció alguien, y risas y aplausos lo saludaron.

¿Primavera 1977?
, escribió Liebermann y volvió a señalar con una sonrisa.

De nuevo habló, con su voz aguda, el muchacho del suéter azul:

—Tal vez no sean esos hombres quienes ocupan cargos de importancia, sino sus hijos, que deben andar por los cuarenta años. Entonces los matarían para que los hijos tengan que desatender sus importantes ocupaciones para acudir a los funerales.

Burlas. Clamores y gritos de burla.

—Eso es un poco rebuscado —señaló Liebermann—, pero, así y todo, también nos da algo en qué pensar. Esos hombres, ¿
están
relacionados con gente importante o de alguna manera asociados con ella? —escribió en su anotador:
¿Parientes? ¿Amigos?
y volvió a señalar al público.

El joven rubio de aspecto despierto se puso de pie. Habló con una sonrisa:

—Herr Liebermann, el problema ¿es realmente hipotético?

A este muchacho no hay que volverlo a elegir. Un silencio expectante se adueñó del público.

—Claro que sí —afirmó Liebermann.

—Entonces, debe usted pedirle a su amigo que le dé más información —señaló el muchacho rubio—. Ni siquiera los grandes cerebros de Heidelberg pueden resolver ese problema sin tener por lo menos otro hecho que concierna a los noventa y cuatro hombres. Con la información que tenemos por el momento, nos vemos reducidos a hacer conjeturas a ciegas.

—Tiene usted razón —admitió Liebermann—; necesitamos más información. Pero las conjeturas son una ayuda, en cuanto que sugieren posibilidades —miró a su alrededor—. ¿Se le ocurre a alguien alguna otra conjetura?

Una mano se levantó hacia el fondo, a la izquierda, y Liebermann la señaló.

El que se puso de pie era un hombre mayor, de pelo blanco y aspecto frágil; tal vez un profesor o el abuelo de alguno de los estudiantes. Se apoyó sobre el respaldo del asiento que tenía ante sí y empezó a hablar con voz firme y desdeñosa.

—Ninguna de las sugerencias presentadas hasta el momento ha tenido en cuenta la presencia del
doctor Mengele
en el problema. ¿Por qué interviene él si las matanzas no tienen más que un significado político de orden convencional, cosa que la Organización de los Camaradas podría arbitrar sin su cooperación? Si interviene es, evidentemente, debido a su
formación médica
, y por ende eso me hace pensar que hay un aspecto médico en esas matanzas. Podría ser, por ejemplo, que constituyeran la experimentación encubierta de una nueva
manera
de matar, y que por consiguiente hubieran sido elegidos precisamente
porque
son viejos, porque no tienen importancia y no representan una amenaza para el nazismo. Si se trata de un programa experimental, eso explicaría también la longitud del tiempo que se le dedica. Las matanzas auténticas empezarían entonces en la primavera de 1977. —Terminado su discurso, se sentó.

Liebermann se quedó mirándolo durante un momento y después le dio las gracias. Se volvió hacia el resto del público para decirles:

—Por el bien de ustedes, espero que este caballero sea uno de sus profesores.

—Oh, sí que lo es —le aseguraron amargamente varias voces, y se oyó pronunciar el apellido Geirasch.

¿¿POR QUÉ M.??
, escribió Liebermann y volvió a mirar hacia donde estaba sentado el hombre.

—No creo que un programa experimental se limitara a funcionarios públicos —señaló—, ni tampoco que se prefiriera ponerlo en práctica en esta parte del mundo en vez de en Sudamérica, pero indudablemente tiene usted razón en lo que se refiere a que debe haber una razón específica para la intervención del doctor Mengele. ¿Se le ocurre a alguno de ustedes cuál puede ser esa razón? —miró a su alrededor.

Los jóvenes se mantuvieron en silencio.

—¿Una razón de orden médico para las noventa y cuatro muertes? —miró a la muchacha del pelo largo, que sacudió la cabeza.

Lo mismo hizo el joven que se parecía a Barry, y también el otro, el del suéter azul.

Liebermann vaciló y volvió a mirar al rubio de aspecto despierto, que le sonrió y sacudió la cabeza.

El conferenciante dirigió la vista a la tarjeta que tenía sobre el atril:

¿Dinero?

¿Vínculo anterior?

¿Dónde nacieron?

¿Primavera 1977?

¿Parientes? ¿Amigos?

¿¿POR QUE M.??

Miró otra vez al público.

—Gracias —expresó. Aunque no me han resuelto ustedes el problema, me han dado sugerencias que pueden llevarme a la solución, de manera que les estoy muy agradecido. Ahora volveremos a las preguntas
suyas
.

Las manos volvieron a elevarse, y Liebermann volvió a señalar.

Una joven que estaba próxima al muchacho que se parecía a Barry se levantó para preguntar:

—Herr Liebermann, ¿qué opinión tiene usted de Moshe Gorin y de los Defensores Judíos?

—Como no conozco al Rabbi Gorin —respondió automáticamente Liebermann—, no puedo darle una opinión personal de él. Y en cuanto a sus Jóvenes Defensores Judíos, si realmente son defensores, me parece espléndido. Pero si, como se nos informa en ocasiones, lo que hacen es atacar, entonces ya no es tan estupendo. Las camisas pardas nunca son buenas, no importa quién las lleve.

*

Entretanto el canoso Horst Hessen, sudando bajo la luz del sol, se llevó un par de prismáticos a los ojos azules para observar a un hombre que, con el torso desnudo y un sombrero blanco para el sol, conducía lentamente una segadora mecánica a través de un prado de nítido color verde. En un mástil flameaba una bandera norteamericana; la casa que se distinguía más atrás era un pulcro edificio de un solo piso, de cristal y pino californiano.

Una nube negra de la que emanaban lenguas de color naranja reemplazó súbitamente al hombre y a la segadora, mientras desde la distancia llegaba el ruido de una explosión.

3

Mengele había retirado el retrato del Führer y todas las fotos más pequeñas y los demás recuerdos que conservaba de él y los había colocado en la pared oeste, encima del sofá; eso había significado también retirar sus propios títulos, premios y fotos familiares y colocarlos en el poco espacio disponible entre las dos ventanas que daban al exterior en la pared sur y alrededor de la ventana de observación del laboratorio y de la puerta abierta en la pared este. Después de haber despejado así completamente la pared norte, mandó colocar, a la altura de la cintura, una moldura de madera de siete centímetros de ancho, por encima de la cual se retiró el empapelado de color gris pálido. Luego se aplicaron dos manos de pintura blanca, la primera mate y la segunda semi brillante. La moldura estaba pintada de gris pálido. Cuando toda la pintura se secó, Mengele hizo que le llevaran desde Río, en avión, a un rotulista.

El rotulista trazó unas delgadas líneas negras perfectamente rectas y dibujó estupendamente las letras, pero ya en los primeros bocetos a lápiz se notó su inclinación a copiar o colocar mal los signos de pronunciación que no le eran familiares y a dejarse llevar del brasileño en cuestión de ortografía. De ahí que Mengele se hubiera pasado cuatro días sentado, ante su mesa, observando, advirtiendo, dando instrucciones. Había llegado a tomarle antipatía al dibujante, y ya para el segundo día se alegraba de la decisión previamente tomada de que el idiota hubiera de ser arrojado desde el avión.

Una vez terminado el trabajo, y colocada en su lugar contra la pared la larga mesa con sus pulcros montones de periódicos, Mengele pudo recostarse en su sillón de cuero y acero para admirar el diseño que había ideado. Los noventa y cuatro hombres, cada uno con su país, fecha, y un casillero como para una votación, estaban dispuestos en tres columnas; necesariamente, la del medio tenía un nombre más que las dos de los costados (algo un poco fastidioso, pero a estas fechas ¿qué se podía hacer ya?). Allí estaban todos, desde 1.
Döring — Deutschland —
16/10/74 hasta 94.
Ahearn — Kanada —
23/10/74. ¡Con qué expectación anhelaba llenar cada uno de esos casilleros! Naturalmente, eso lo haría él personalmente, con pintura roja o negra; todavía no había decidido cuál de las dos. Tal vez haría la prueba con tachaduras, y si las primeras no le salían parejas,
entonces
llenaría los casilleros.

Giró en redondo en su silla para sonreír al Führer.
¿No tiene usted inconveniente en que lo pongan a un lado por esto, no es verdad, mi Führer? Claro que no ¿cómo iba a tenerla?

Y después, ay, no había otra cosa que hacer salvo esperar… hasta el primero de noviembre, en que empezarían a llegar las llamadas al cuartel general.

Mengele se había entretenido en el laboratorio, donde estaba intentando, sin mucho entusiasmo, trasplantar cromosomas a núcleos de células de rana.

Incluso había ido un día en avión hasta Asunción para cortarse el pelo y visitar a una prostituta, comprarse un reloj digital y tomarse un buen bistec en «La Calandria» con Franz Schiff.

Finalmente, había llegado el día: un día estupendo, de una luminosidad tan cegadora que había tenido que correr las cortinas del estudio. La radio estaba conectada y sintonizada en la frecuencia del cuartel general, y los audífonos listos junto a un bloc y a un lápiz. A un lado del cristal de la mesa estaba extendida una toalla de hilo blanco; sobre ella, ordenados como para una intervención quirúrgica, una pequeña lata de esmalte rojo sin abrir, un destornillador, un pincel nuevo, delgado y de cerdas cortas, un disco de petri descubierto y una lata de trementina con tapa de rosca. El costado izquierdo de la larga mesa había sido apartado de la pared, y ante la primera columna de nombres y países esperaba una escalera.

Mengele había decidido probar con las tachaduras.

Poco antes del mediodía, cuando ya empezaba a impacientarse, el zumbido de un avión empezó a hacerse oír cada vez con mayor intensidad a través de las cortinas. Era el ruido del avión del
cuartel general
, lo cual quería decir que había noticias, ya fueran muy buenas o muy malas. Salió presurosamente del estudio, atravesó el vestíbulo y se dirigió al porche, donde los hijos de algunos de los sirvientes estaban sentados jugando. Pasó por entre ellos y dio la vuelta por el costado de la casa hacia el fondo, para bajar los pocos escalones. En ese momento el avión descendía tras las copas de los árboles. Se protegió los ojos con la mano y atravesó corriendo el patio, consiguiendo de paso que uno de los sirvientes, que descansaba, al verle empezara de nuevo a trabajar; pasó junto a las viviendas del servicio y a los galpones, y al lado del cobertizo del generador eléctrico. Con un trote lento entró en el pasadizo cubierto de verdor abierto a través del espeso follaje de la selva. Ya se oía aterrizar al avión y Mengele disminuyó el paso, se metió los faldones de la camisa dentro de los pantalones, sacó un pañuelo y se enjugó la frente y las mejillas. ¿Por qué el avión, por qué no la radio? Algo había andado mal, de eso estaba seguro. ¿Liebermann? Ese
cerdo
¿se las habría arreglado de alguna manera para poner término a todo el asunto? En ese caso, ya se encargaría él personalmente de ir a Viena. ¿Le quedaría acaso algún otro motivo para vivir?

Other books

Incubus Dreams by Laurell K. Hamilton
Out of the Blue by Helen Dunmore
Black Rabbit and Other Stories by Salvatore Difalco
Did Not Finish by Simon Wood
The Dead Saint by Marilyn Brown Oden
Self's deception by Bernhard Schlink