—Una historia bastante común —empezó el capitán mientras retiraba el brazo de los hombros de Farnbach—. Yo tenía una hermana casada con un sueco, que vivía en una granja allá por Skane. Después de que me capturaron me escapé del campo, llegué allí por barco… desde Lübeck a Trelleborg fue el viaje que mencioné, y me escondí con ellos. A él la cosa no le hizo mucha gracia. Un verdadero hijo de su madre; era espantosa la forma en que maltrataba a la pobre Eri. Al cabo de un año o cosa así los dos tuvimos una discusión tremenda, y accidentalmente, terminé con él. Bueno, me limité a enterrarlo bien y ocupar su lugar. Como físicamente éramos del mismo tipo, sus papeles me sirvieron, y Eri se alegró de verse libre de él. Cuando llegaba alguien que le conocía, yo me vendaba la cara y Eri les contaba que me había estallado una lámpara y que yo no podía hablar mucho. Después de un par de meses vendimos la granja y nos vinimos aquí al Norte. Primero a Sundsvall, donde trabajamos en una fábrica de conservas, algo espantoso; tres años después llegamos a Storlien, donde había puestos libres en la Policía, y en las tiendas para Eri. Y aquí estamos. A mí me gusta trabajar como policía, y no hay nada mejor para enterarse si hay alguien detrás de uno. Ese ruido que se oye es de la cascada; está al pasar la curva. ¿Y qué hay de usted, Farnstein? ¡Farnbach! ¿Cómo se convirtió en el próspero viajante Herr Busch? ¡Ese abrigo le debe de haber costado a usted más de lo que yo gano en un año!
—No soy «Herr Busch» —corrigió ásperamente Farnbach—. Soy el «Senhor Paz», de Poroto Alegre, Brasil. Busch es ficticio. Estoy aquí haciendo un trabajo para la Organización de los Camaradas, y vaya si es desatinado el trabajo.
Ahora le tocaba al capitán el turno de quedarse inmóvil, mirando boquiabierto y atónito a su interlocutor.
—¿Quiere decir… que es real? ¿Que la Organización existe? ¿No es… un simple invento de los periódicos?
—Claro que es real —le aseguró Farnbach—. Ellos me ayudaron a establecerme aquí, me encontraron un buen trabajo…
—¿Y ahora están aquí? ¿En Suecia?
—Quien está aquí ahora soy
yo, ellos
están allá trabajando con el doctor Mengele, para «cumplir el destino de la raza aria». Por lo menos, eso es lo que me dicen.
—Pero… ¡esto es una maravilla, Farnstein! Si es la noticia más emocionante que… ¡Entonces, no estamos liquidados! ¡No nos vencerán! ¿Qué es lo que pasa? ¿Puede usted decírmelo? ¿O incumpliría sus órdenes contándoselo a un oficial de las SS?
—Al demonio las órdenes, me tienen
harto
—declaró Farnstein. Miró un momento al escandalizado capitán antes de continuar—: Estoy aquí en Storlien para matar a un maestro de escuela. A un viejo que no es nuestro enemigo y que no es posible que afecte ni por un pelo al curso de la Historia. Pero matarlo, lo mismo que matar a muchos otros, es una «operación sagrada» que de alguna manera ha de llevarnos al poder. Es lo que dice el doctor Mengele.
Giró sobre sus talones y siguió subiendo por el sendero. El capitán, desconcertado, se le quedó mirando y después corrió, furioso, tras él.
—Por cien mil diablos, ¿qué se cree? —le gritó—. ¡Si no está autorizado para contarme, dígamelo! No me dé… ¿Qué es toda
esa mierda
? ¡Eso es una sucia forma de tomarme el pelo, FarnBACH!
Respirando aceleradamente por las narices, Farnbach llegó a un pequeño balcón de roca que se asomaba al vacío, se aferró con ambas manos a la barandilla de hierro y se quedó mirando con amargura la vasta hoja de agua reluciente que se despeñaba con fuerza torrencial a su izquierda. Siguió con la vista el descenso centelleante de la cortina de agua hasta donde se convertía en una rugiente espuma, y escupió dentro.
De un tirón, el capitán le obligó a darse la vuelta.
—Es una
sucia
tomadura de pelo —insistió, a gritos y desde muy cerca, para dominar el trueno de la cascada—. ¡Yo se lo había creído!
—No es una tomadura de pelo —reiteró Farnbach—. Es la verdad, ¡hasta la última palabra! Hace dos semanas maté a un hombre en Gotemburgo… también maestro, Anders Runsten. ¿Había oído hablar de él? Ni yo tampoco. Ni nadie. Un absoluto don nadie, jubilado, de sesenta y cinco años. ¡Si coleccionaba botellas de cerveza, por el amor de Dios! Se me jactó de que tenía ochocientas treinta botellas de
cerveza
. Y… yo le disparé un balazo en la cabeza y le vacié la billetera.
En Gotemburgo —reflexionó el capitán—. Sí, recuerdo haberlo leído.
Farnbach se volvió nuevamente hacia la barandilla y se apoyó sobre ella, clavados los ojos en la muralla de piedra que se alzaba más allá del abismo retumbante.
—Y el sábado tengo que liquidar a otro —continuó—. ¡No tiene sentido! ¡Es una locura! ¿Cómo es posible que así… se logre nada?
—¿Hay una fecha definida?
—Todo es sumamente preciso.
El capitán se acercó más a Farnbach.
—Y las órdenes, ¿se las ha dado un oficial con rango?
—Me las dio Mengele, con el respaldo de la Organización. El coronel Seibert nos despidió personalmente con un apretón de manos la mañana que salimos de Brasil.
—Entonces, ¿no es usted solo?
—Hay otros hombres, en otros países.
El capitán habló coléricamente, sacudiendo el brazo de Farnbach.
—Entonces, no quiero volverle a oír eso de «al demonio las órdenes». ¡Es usted un cabo a quien se le ha asignado un
deber
, y si sus superiores han decidido no decirle la razón de lo que hace, es porque para
eso
también tienen una razón! Santo Cristo, si es usted un hombre de las SS, condúzcase como corresponde. «Mi honor es mi lealtad.» ¡Se suponía que llevaban ustedes esas palabras grabadas en el alma!
—La guerra
terminó
, señor —le recordó Farnbach, haciendo frente al capitán.
—¡No! —vociferó éste—. Si la Organización existe y funciona, no. ¿No ha pensado que su coronel sabe lo que hace? Por Dios, hombre, si hay una posibilidad entre cien de que sea restaurado el Reich, ¿cómo puede ser que
no
haga usted todo lo que esté a su alcance para realizarla? ¡Piénselo, Farnbach! ¡La restauración del Reich! ¡Podríamos regresar a la patria! ¡Como héroes! ¡A una Alemania de orden y disciplina, en medio de este indisciplinado mundo de mierda!
—Pero ¿cómo es posible que matando a unos viejos inofensivos…?
—¿Quién es ese maestro? ¡Apuesto a que no es tan inofensivo como usted cree! ¿Quién es? ¿Lundberg, Olafsson? ¿Quién?
—Lundberg.
Durante un momento, el capitán se mantuvo en silencio.
—Bueno, admito que parece inofensivo —refunfuñó—, pero ¿cómo sabemos en qué anda realmente, eh? ¿Y cómo sabemos lo que sabe su coronel? ¡Y el doctor! ¡Vamos, hombre, a cuadrarse y cumplir con su deber! «Una orden es una orden».
—¿Aun cuando no tenga sentido?
El capitán cerró los ojos, inspiró profundamente y volvió a abrirlos para clavar en Farnbach una mirada llameante.
—Sí —respondió—. Aun cuando no tenga sentido. Tiene sentido para sus superiores, porque si no, no se la habrían dado. Dios mío, Farnbach, de nuevo hay esperanzas. ¿Quedarán reducidas a nada por causa de su debilidad?
Con expresión de incomodidad, Farnbach se puso al lado del capitán.
—No tendrá usted ningún problema —le aseguró éste, dándose vuelta para mirarlo de frente—. Yo le mostraré quién es Lundberg y hasta puedo ponerle al tanto de sus costumbres. Durante dos años fue maestro de mi hijo; le conozco muy bien.
Farnbach se puso mejor la gorra y lo miró con una sonrisa indescifrable.
—¿Conque los Löfquist… tienen un hijo?
—Sí, ¿por qué no? —El capitán le miró y enrojeció—. ¡Ah! —exclamó, y explicó fríamente—: Mi hermana murió en el 57, y después yo me casé. Vaya mentalidad sucia la suya.
—Disculpe —murmuró Farnbach—. Lo siento.
El capitán se metió las manos en los bolsillos.
—¡Bueno! —suspiró, ruborizado todavía—. Espero haber podido devolverle un poco de energía.
Farnbach hizo un gesto afirmativo.
—La restauración del Reich —reflexionó—, es en eso en lo que tengo que pensar.
—Lo mismo que sus oficiales y sus camaradas —agregó el capitán—. Ellos confían en que usted haga su trabajo, y no irá usted a dejarlos colgados, ¿no es eso? Le daré una mano con el asunto de Lundberg. El sábado estoy de guardia, pero la cambiaré con algún otro; no hay problema.
Farnbach negó con la cabeza.
—No es Lundberg —explicó, y saltó hacia delante; con las manos enguantadas empujó el pecho revestido de cuero negro.
Mientras un ojo azorado miraba por debajo del sombrero, el capitán se precipitó hacia atrás por encima de la barandilla, arrancándose las manos de los bolsillos para aferrarse del aire. En posición fetal, dando vueltas, rodó hacia la cuenca de espuma rugiente.
Farnbach se inclinó por encima de la barandilla para seguirlo tristemente con la vista.
—Tampoco tiene que ser el sábado —completó.
*
Al bajar en el aeropuerto de Essen-Mülheim del avión que lo había llevado desde Francfort, Liebermann se sorprendió al descubrir que se sentía bien. No estupendamente, claro, pero tampoco como la mona, que era como se había sentido las otras dos veces que había puesto los pies en el Ruhr. De allí había venido todo: cañones, carros, aviones, submarinos. El lugar había sido el arsenal de Hitler, y a Liebermann su palio de humo denso y negro le había parecido (en el 59 y de nuevo en el 66) una especie de signo, pero no de pacífica industria sino de la culpa que arrastraba desde la guerra; un sudario que colgado desde arriba bloqueaba el sol, no algo que se elevara desde abajo. Al llegar se había sentido deprimido y descorazonado, como si el pasado lo alcanzara. Como la mona.
Esta vez se había preparado para sentir la misma reacción. Pero no: se sentía bastante bien. El humo pegajoso y denso no era más que
smog
, lo mismo que en Manchester o en Pittsburgh, y nada había que lo persiguiera. Por el contrario, era él quien se ocupaba de la persecución, en taxi, un «Mercedes» nuevo que aceleraba con silenciosa rapidez. Y ya era hora. Habían pasado casi dos meses desde que escuchara el desatinado relato de Barry Koehler desde São Paulo y sintiera el impacto del odio de Mengele; ahora, finalmente, entraba en acción: iba a Gladbeck a hacer preguntas sobre Emil Döring, de sesenta y cinco años, «hasta hace poco miembro de la Comisión de Transportes Públicos de Essen». ¿Lo habían asesinado? ¿Estaba relacionado de algún modo con gente de otros países? ¿Había alguna razón por la cual Mengele y la Organización de los Camaradas pudieran haber querido su muerte? Si realmente debían morir noventa y cuatro hombres, las probabilidades eran de tres a uno en favor de que Döring hubiera sido el primero de ellos. Esa misma noche tenía que
saberlo
.
Pero, ay… ¿Y si «Reuter» había omitido algunos de los posibles para el 16 de octubre? Tal vez las probabilidades no fueran realmente más allá de una de cada cuatro o cinco. O seis. O diez. Más valía no pensarlo: era preferible seguir sintiéndose bien.
*
—Entró en el pasadizo para satisfacer sus necesidades —le informó el inspector jefe Haas, con su gutural acento del norte de Alemania—. Mala suerte; eligió mal el momento y el lugar.
Era un hombre de aspecto rígido, bien entrado en la cuarentena, de rostro rubicundo señalado por marcas de viruela; los ojos azules estaban muy juntos, el pelo rubio era ya casi inexistente. Pulcro en el vestir, mantenía pulcra su mesa y pulcro el despacho. Al dirigirse a Liebermann se mostraba cortés.
—Lo que se le vino encima fue todo un sector del tercer piso. Más tarde, el capataz dijo que alguien tuvo que moverlo con una palanca, pero qué otra cosa
iba
a decir él, ¿no le parece? No fue posible demostrarlo, porque lo primero que hicimos (después de sacar a Döring de los escombros, naturalmente) fue valernos de palancas para echar abajo todo lo que todavía ofrecía peligro de derrumbe. Tuvimos la sensación de que se trataba de un simple accidente, y así fue; la declaración fue ésa. La compañía de seguros de la víctima ha llegado ya a un acuerdo con la viuda, y puede usted estar seguro de que no se habría dado tanta prisa si hubieran tenido la más leve sospecha de asesinato.
—Pero así y todo —reflexionó Liebermann—, no es inconcebible que
hubiera
podido serlo.
—Eso depende de lo que usted quiera decir —precisó Haas—. Que algunos vagabundos hubieran andado rondando por el edificio, sí, es posible. Y que al ver que un hombre entraba en el pasadizo decidieran tener un rato de diversión sádica, también es concebible… más o menos. Pero ¿un asesinato con un motivo más normal y cuya víctima específica fuera Herr Döring? No, eso
no
es concebible. ¿Cómo sería posible que alguien que fuera siguiéndolo subiera al tercer piso y aflojara toda una sección de la pared en el breve tiempo en que él estaba en el pasadizo? Estaba orinando cuando murió, y se había bebido dos cervezas, no doscientas —sonrió Haas.
—La pared podría haber sido aflojada de antemano —sugirió Liebermann—. Un hombre está esperando, pronto para darle el empujón final, y otro, el que está
con
Döring, consigue de alguna manera inducirlo a que vaya al… al lugar señalado.
—¿Cómo? «¿Qué tal si se detiene un momentito a hacer pis, amigo mío? Ahí, fíjese, donde está pintada la X». Además, cuando salió del bar iba solo. No, Herr Liebermann —declaró Haas con tono decisivo—; todo esto yo ya me lo he pensado; puede usted estar seguro de que fue un accidente. Los asesinos no se toman tantas molestias. Prefieren los métodos sencillos: un arma de fuego, un cuchillo, un golpe, nada de complicaciones. Y usted lo sabe.
—A menos —acotó pensativamente Liebermann— que tengan que cometer
muchos
asesinatos, y quieran que entre todos ellos… no haya similitud…
Haas entrecerró sus ojos muy juntos para clavarlos en él.
—¿Muchos asesinatos? —se asombró.
—¿A qué se refería usted —preguntó a su vez Liebermann— cuando dijo hace un momento que «todo esto ya se lo había pensado»?
—Al día siguiente estuvo aquí la hermana de Döring, diciéndome a gritos que arrestara a Frau Döring y a un hombre de apellido Springer. ¿Se trata de… alguien que a usted le interese? ¿Wilhelm Springer?
—Podría ser —conjeturó Liebermann—. ¿Quién es?
—Un músico. El amante de Frau Döring según su cuñada. Ella es mucho más joven de lo que era su marido, y además bonita.