Los niños del Brasil (18 page)

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Authors: Ira Levin

Tags: #GusiX, Ciencia ficción, Intriga

BOOK: Los niños del Brasil
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—Yo podría ir a Fagersta —se ofreció Klaus, mientras revolvía su café—; sé un poco de sueco.

—Pero a usted tendría que pagarle el pasaje, ¿comprende? Y a Piwowar no, y lamentablemente, es un factor que hay que considerar. Tampoco tendría que descuidar usted tan tranquilamente sus clases.

—Aunque no fuera a una sola clase durante todo un mes, me licenciaría con las mejores notas.

—Vaya, qué cerebro. Cuénteme algo de usted, así me explicará cómo es que salió tan listo.

—Hablando de mí, podría contarle algo que quizá lo sorprenda, Herr Liebermann.

Liebermann lo escuchó con gravedad y comprensión.

Los padres de Klaus habían sido nazis. La madre había mantenido estrecha amistad con Himmler, en tanto que el padre era coronel de la Luftwaffe.

Casi lodos los jóvenes alemanes que se ofrecían para ayudar a Liebermann eran hijos de antiguos nazis. Era una de las pocas cosas que le hacían pensar que tal vez realmente Dios existiera y actuara, aunque fuera un poco lento.

*

—Esto es espantoso.

—Qué va, es estupendo. Tendríamos que estar filmándolo.

—Ya sabes a qué me refiero; pim, pam, pum, y a la cama. Apuesto a que no recuerdas mi nombre.

—Margaret.


El nombre completo
.

—Reynolds. Pague la apuesta, por favor, enfermera Reynolds.

—Está demasiado oscuro para buscar mi bolso. ¿Te conformas con esto?

—Y cómo no. Si es lo que me encanta.

—«¿No será ésta la única noche, verdad, señor?» —preguntó ella ruborizándose tímidamente.

—¿Es en eso en lo que piensas?

—No, si estaba pensando en lo que costarán los encurtidos. ¡Claro que eso es lo que pienso! Te imaginarás que ésta no es mi forma habitual de ganarme la vida.

—Mira con lo que sales. ¡Forma de ganarte la vida!

—Eso no es una respuesta.

—Tampoco es una evasiva, Meg. Me temo que
pueda ser
la única noche, pero no porque yo lo decida. No soy yo quien decide en este asunto. Me enviaron aquí para… arreglar una cuestión con alguien y me encuentro con que está aquí en tu hospital, en una tienda de oxígeno, y que no permiten visitas salvo a los familiares más inmediatos.

—¿Harrington?

—Exactamente. Cuando llame a la central para informar de que no puedo establecer contacto con él lo más probable es que me ordenen que regrese inmediatamente a Londres. En este momento estamos tremendamente escasos de personal.

—¿Y no volverás cuando se recupere?

—No es probable. Para entonces ya me habrán asignado otro caso, y será algún otro el que se haga cargo. Suponiendo que se recupere, que es dudoso, según entiendo.

—Sí, porque tiene sesenta y seis años, ¿sabes?, y el ataque fue bastante grave. Claro que es de constitución fuerte. Todas las mañanas a las ocho en punto se daba una carrerita por el parque; podía utilizarse para poner el reloj en hora. Dicen que eso es bueno para el corazón, pero yo creo que a esa edad…

—Es una pena que no pueda verle, porque entonces podría haberme quedado aquí un par de semanas por lo menos. ¿No te parece que podríamos volver a vernos para Navidad? Para esa época nos dan vacaciones, y si tú pudieras tomarte unos días…

—Tal vez pueda…

—¡Estupendo! ¿Lo harás? Tengo un piso en Kensington, y la cama es un poco más cómoda que ésta.

—Alan, ¿
en
qué trabajas realmente?

—Ya te lo dije.

—Pero no me
convence
, que seas viajante. Los viajantes andan siempre con carteras, y yo no te he visto ninguna. Claro que mucho tiempo no he tenido… Pero ¿qué es lo que vendes, dime? Tú no tienes nada de viajante, vamos.

—Eres despierta, Meg. ¿Puedes guardar un secreto?

—Claro que sí.

—¿De veras?

—Sí. Puedes confiar en mí, Alan.

—Pues… trabajo para la Dirección de Impuestos. Y hemos tenido una denuncia de que Harrington nos ha defraudado en casi treinta mil libras en los últimos diez o doce años.

—¡No te lo creo! ¡Un juez!

—Pues sucede con más frecuencia de lo que crees.

—Si parece un monumento a las virtudes cívicas…

—Y tal vez lo sea. Lo que yo tengo que hacer es descubrirlo. Sabes, lo que me habían encargado era que pusiera un transmisor oculto en su casa, uno de ésos en miniatura, y lo vigilara desde aquí, desde mi habitación, a ver qué podía averiguar.

—¡Qué horror! ¿Es
así
como trabajas?

—En casos como éste, es el procedimiento normal. En mi cartera tengo las credenciales. Y la habitación del hospital habría sido incluso mejor que la casa. En el hospital, la gente se pone siempre algo nerviosa; le dice a su mujer dónde está escondida la pasta, le susurra una palabrita o dos a su abogado… Pero no creo que pueda entrar para colocar el aparatito. Aunque le mostrara las credenciales al director del hospital, lo más probable es que fuera compinche de Harrington, y con una palabra que él dijera, a mí me sacarían por la ventana.

—Qué poca vergüenza tienes. ¡Qué
poca
vergüenza!

—¡Meg! ¿Qué es lo…?

—¿Te crees que no estoy viéndote el juego? Tú quieres que sea yo quien te coloque eso que dices. Por eso se dio la «casualidad» de que nos encontráramos, tan impensadamente. ¿Cómo no me
he dado cuenta
de que debías andar detrás de algo? Un tipo joven y apuesto no va a enamorarse de una vaca vieja como yo.

—¡Meg! ¡No digas eso, cariño!

—Quítame las manos de encima, y no me digas «cariño», haz el favor. Pero, por Dios ¡qué
burra soy
!

—Meg, querida, por favor, cálmate y…

—¡No me toques! Me
alegro
de que les escamoteara algo. Bastante nos estafan ustedes a todos. ¡Mira qué chiste! Repítelo, a ver si me río.

—¡Meg! Sí, tienes razón, es cierto;
esperaba
que me echaras una mano, y por
eso nos
encontramos. Pero no es ésa la razón de que estemos aquí ahora. ¿O te crees que mi lealtad hacia la maldita Dirección de Impuestos es tal que sería capaz de acostarme con alguien que no me gustara, simplemente por echarle el guante a un ladronzuelo como Harrington? ¿Y que me mostraría deseoso de seguir haciéndolo durante una quincena o más? Si él no es nada, comparado con la mayoría de los tipos que perseguimos. Todo lo que he dicho lo he dicho en serio, Meg, que
prefiero
las mujeres maduras, y corpulentas, y que quiero que vengas a Londres para Navidad.

—A ti ya no te creo una palabra.

—¡Oh, Meg, me… me arrancaría la lengua! Tú eres la mejor que he conocido en quince años, ¡y ahora lo he echado todo a perder con mi estupidez! Por favor, acuéstate y quédate quieta, amor. Nunca más te volveré a hablar de Harrington, y no te dejaría que me ayudaras, ni aunque me lo pidieras.

—No te lo pediré, no te preocupes.

—Quédate así recostada, como una chica buena… y déjame que te abrace y te bese en esas… ¡Mmmmm! ¡Ah, Meg, eres realmente increíble! ¡Mmmmm!

—Hijo de…

—¿Sabes lo que voy a hacer? Mañana telefonearé a mi supervisor para decirle que Harrington se está recuperando y que creo que en un par de días podré hacer el trabajo. Tal vez pueda quedarme hasta el jueves o el viernes antes de que me llamen. ¡Mmmmm! Si a mí me enloquecen las enfermeras, ¿no lo sabías? Mamá era enfermera, y lo mismo Mary, mi mujer. ¡Mmmmm!

—Ah…

—Tú dices que no te gusto, pero tus pezones…

—Lo de Navidad, ¿lo dijiste en serio, bestia?

—Te
juro
que sí, amor mío, y cualquiera otra vez que podamos combinar. Y hasta podrías venirte a vivir a Londres; ¿no se te ha ocurrido nunca? Como enfermera siempre se encuentra trabajo, ¿no? Por lo menos, a Mary nunca le faltó.

—No, no podría. No es cosa que se pueda arreglar así como así. Alan… ¿podrías… realmente quedarte quince días?

—Y más también, si pudiera colocar el transmisor; entonces tendría que esperar a que estuviera fuera de la tienda de oxigeno y le permitieran recibir visitas… Pero no voy a dejar que seas tú quien lo haga Meg, de ninguna manera.

—Ya sé…

—No, no quiero correr el riesgo de arruinar nuestra relación.

—Al diablo. Ahora ya sé que eres un hijo de puta, ¿qué importancia tiene? Quiero ayudarle al Gobierno no a ti.

—Bueno… me imagino que no puedo oponerme a que me faciliten el trabajo.

—Ya
sabía
que te avendrías. ¿Qué tengo que hacer? Yo no sé conectar cables.

—No es necesario. Simplemente, es cuestión de llevar un paquete a su habitación. Del tamaño de una caja de bombones. En realidad,
es
una caja de bombones, bien envuelta en papel de colores. Lo único que tienes que hacer es desenvolverla, ponerla junto a la cama, en un estante o en la mesilla o algo así, lo más cerca posible de la cabeza… y abrirla.

—¿Eso es todo? ¿Abrirla y nada más?

—Se pone en marcha automáticamente.

Pensé que eran cosas muy pequeñitas.

—Las que se usan con los teléfonos. Éstas no.

—¿No soltará chispas, no? Con el oxígeno es peligroso, ¿sabes?

—Oh, no, es imposible. No tiene más que un micrófono y el transmisor bajo una capa de bombones. No tienes que abrirla hasta que la hayas puesto en su lugar; no le sienta bien el que la muevan demasiado cuando ya está transmitiendo.

—¿Ya la tienes lista? La colocaré mañana. Hoy, debería decir.

—Eres un encanto de chica.

—¡Pero imagínate, al viejo Harrington evadiendo impuestos! ¡Qué escándalo se armará si le procesan!

—Mientras no tengamos pruebas, no debes decirle una palabra de esto a nadie.

—Oh, ¿cómo se te ocurre? Eso ya lo sé. Debemos suponer que es inocente. ¡Qué emocionante! ¿Sabes lo que voy a hacer después de abrir la caja, Alan?

—No me lo imagino.

—Pues voy
a susurrarle algo
, algo que me gustaría que me hicieras mañana por la noche, a cambio de mi ayuda. Tú podrás oírlo, ¿no es eso?

—Tan pronto como la abras. Te estaré escuchando sin aliento. ¿Qué será lo que estás pensando, muchacha perversa? Ay, sí, ay, esto me encanta, mi amor…

*

Liebermann fue a Burdeos y a Orleáns, y su amigo Gabriel Piwowar se ocupó de Fagersta y de Gotemburgo. Ninguno de los cuatro funcionarios de sesenta y cinco años que habían muerto en esas ciudades reunía más requisitos que los cuatro ya verificados para considerarlos como posibles víctimas de los nazis.

Después le llegó a Liebermann otra tanda de noticias y recortes; esta vez eran veintiséis. De ellos, seis «posibles». Había ahora diecisiete, de los cuales ocho —incluyendo los tres del 16 de octubre— habían sido eliminados. Liebermann estaba seguro de que Barry se había equivocado, pero como no dejaba de tener presente la gravedad de la situación si, se decidió a intentarlo con cinco más, los que resultaran más fáciles de verificar. Encargó de los dos de Dinamarca a uno de sus colaboradores de allá, un coleccionista de apellido Goldschmidt, y confió otro que había muerto en Trittau, cerca de Hamburgo, al entusiasmo de Klaus. En cuanto a él, investigó personalmente los dos de Inglaterra, combinando el trabajo con el placer y aprovechando para hacer una visita a su hija Dena y a la familia de ésta, en Reading.

Los cinco resultaron lo mismo que los otros ocho. Diferentes, pero lo mismo. Según el informe de Klaus, la viuda de Schreiber se había mostrado dispuesta a algo más que a conversar con él.

Llegaron unos cuantos recortes más, acompañados de una nota de Beynon:
Me temo que no podré seguir justificando esto ante Londres durante mas tiempo. ¿Todavía no hay resultados?

Liebermann le telefoneó, pero había salido. Sin embargo, una hora más tarde el propio Beynon le llamó.

—No, Sidney —admitió Liebermann—; parece que no eran más que fantasías. De diecisiete posibles, hemos verificado trece, y ni uno de ellos era un hombre a quien los nazis tuvieran motivos especiales para matar. De todas maneras, me alegro de haberlo hecho, y lo único que lamento son todas las molestias que le ocasioné.

—Eso no tiene importancia. Y el chico, ¿no ha aparecido?

—No. Recibí una carta del padre, que ya ha estado dos veces en Brasil y otras dos en Washington; no se resigna a abandonar la investigación.

—Qué pena. Téngame al tanto si es que se sabe algo.

—Descuide. Y gracias otra vez, Sidney.

Ninguno de los últimos recortes parecía contener un solo caso «posible». Bueno, lo mismo daba. Liebermann empezó a organizar una campaña para conseguir que la gente escribiera al Gobierno de Alemania Occidental pidiéndole que renovara los intentos de conseguir la extradición de Walter Rauff, responsable de la muerte en la cámara de gas de noventa y siete mil mujeres y niños, y que vivía (y vive) bajo su verdadero nombre en Punta Arenas, en Chile.

En enero de 1975 Liebermann se desplazó a los Estados Unidos para pronunciar una serie de conferencias en una gira de dos meses de duración que, empezando y terminando en la ciudad de Nueva York, recorrería en sentido contrario al de las agujas del reloj la mitad oriental de los Estados Unidos. Su secretaría de conferencias había programado unos setenta compromisos de esta índole, algunos en universidades y
colleges
, y la mayoría en templos y salones de reunión de grupos judíos. Antes de iniciar la gira, tuvo que ir a Filadelfia para aparecer en un programa de televisión (junto con un experto en dietética, un actor y una mujer que había escrito una novela erótica; de todas maneras, le aseguró el señor Goldwasser, de la secretaría de conferencias, era una publicidad valiosísima y muy difícil de conseguir).

El jueves 14 de enero, por la noche, Liebermann habló en la congregación Knesses Israel, en Pittsfield, Massachusetts. Una mujer que había acudido con un ejemplar de su libro en edición de bolsillo, para pedirle que se lo autografiara, le comentó mientras él lo hacía que ella vivía en Lenox, no en Pittsfield.

—¿En Lenox? —le preguntó Liebermann—. ¿Y eso cae cerca de aquí?

—Unos once kilómetros —contestó la mujer—, pero yo habría venido aunque fueran ciento diez.

Él le sonrió, agradeciéndole.

16 de noviembre; Curry, Jack; Lenox, Massachusetts. Liebermann no se había llevado consigo la lista, pero la tenía en la cabeza.

Esa noche, en el cuarto de huéspedes del presidente de la congregación se quedó despierto, oyendo el susurro de los copos de nieve contra los cristales de la ventana. Curry. Algo que tenía que ver con impuestos; había sido asesor, o censor de cuentas. Muerto en un accidente de caza, de un disparo accidental. ¿O intencionado?

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