—Pálido, delgado, de pelo oscuro, nariz afilada.
—¿Ojos azules?
—Azul claro.
—Y la madre, ¿de poco más de cuarenta?
—¿Ya te lo había dicho?
—No.
—Entonces, ¿cómo lo sabes?
—No puedo explicártelo ahora; hay gente que me espera. Adiós, Gabriel. Que sigas bien.
El teléfono volvió a sonar y la telefonista le informó que el teléfono de Klaus seguía sin contestar. Liebermann le dijo que dejaría la llamada para más tarde.
Se dirigió al comedor, con la sensación de tener la cabeza a cierta distancia del cuerpo y vacía, como si las partes de él que funcionaban estuvieran en algún otro lado (¿en Auschwitz?) y aquí en Worcester con toda esa gente sana y completa, no estuviera más que su ropa, la piel, el pelo.
Hizo y contestó las preguntas de costumbre, repitió las historias habituales y comió lo suficiente para que Dolly Labowitz no se preocupara.
Fueron hasta el templo en dos coches. Liebermann pronunció la conferencia, contestó las preguntas, firmó los libros.
Cuando volvieron a la casa pidió de nuevo la comunicación con Klaus.
—Allá son las cinco de la mañana —le recordó la telefonista.
—Sí, ya lo sé —contestó.
Se oyó la voz de Klaus, soñolienta y confundida.
—¿Qué? ¿Sí? ¡Buenas noches! ¿De dónde llama? —De Massachusetts, en Estados Unidos.
—¿Qué edad tenía la viuda de Trittau?
—¿Qué?
—
¿Qué edad tenía la viuda de Trittau?
¿Frau Schreiber?
—¡Por Dios! No lo sé, era muy difícil, con todo el maquillaje que llevaba. Pero era mucho menor que él. Alrededor de los cuarenta, más o menos.
—¿Y un hijo de unos catorce años?
—Aproximadamente. Conmigo se mostró hostil, pero era explicable; ella le mandó a casa de su hermana para que pudiéramos «hablar en privado».
—Descríbamelo.
Un momento de silencio.
—Delgado, me llegaría más o menos al mentón, ojos azules, pelo castaño oscuro, nariz afilada. Pálido. ¿Qué es lo que pasa?
Liebermann se quedó acariciando los botones cuadrados para marcar que brillaban en el teléfono. Si fueran redondos quedarían mejor, pensó. No tiene sentido que sean cuadrados.
—¿Herr Liebermann?
—No es la caza de un fantasma —articuló—. Encontré el vínculo.
—¡Dios santo! ¿Cuál
es
?
Liebermann respiró hondo y después lo dejó salir.
—Tienen el mismo hijo.
—¿El mismo qué?
—
¡Hijo! ¡El mismo hijo!
¡Exactamente el mismo chico! Yo lo vi aquí en Gladbeck; usted lo ha visto ahí. Y también está en Gotemburgo, en Suecia; en Bramminge, en Dinamarca. ¡Exactamente el mismo chico! Toca un instrumento musical, o si no, dibuja. Y la madre anda siempre por los cuarenta y uno o cuarenta y dos. Cinco madres diferentes, cinco hijos diferentes; pero el hijo es el mismo, en diferentes lugares.
—No…, no entiendo.
—¡Ni yo tampoco! Suponíamos que hallar el vínculo nos daría la razón, ¿no? ¡Y en cambio, la locura es mayor que cuando empezamos! ¡Cinco chicos exactamente iguales!
—Herr Liebermann…, creo que pueden ser seis. Frau Rausenberger, la de Friburgo, tiene aproximadamente esa edad. Y un hijo varón. Yo no lo vi ni le pregunté la edad, porque no me imaginé que viniera al caso…, pero ella me dijo que tal vez el chico fuera a Heidelberg, y no a estudiar Derecho, sino Letras.
—Seis —murmuró Liebermann.
El silencio se estiró entre los dos, y se siguió estirando.
—
¿Noventa y cuatro?
—Si seis ya es imposible —respondió Liebermann—, ¿por qué no? Pero aunque
fuera
posible, y no lo es, ¿por qué habrían de matar a los padres? Sinceramente, creo que esta noche me iré a dormir y me despertaré en Viena, la noche que empezó todo esto. ¿Sabes cuál era el principal interés de Mengele en Auschwitz? Los
gemelos
. Los mató por millares, para aprender cómo conseguir la perfecta raza aria. ¿Me harías un favor?
—¡Cómo no!
—Vuelve a Friburgo para ver al chico; fíjate si es el mismo que viste en Trittau. Después, dime si estoy chiflado o no.
—Iré hoy mismo. ¿Dónde podré encontrarle?
—Te llamaré yo. Buenas noches, Klaus.
—Buenos días. Bueno, buenas noches.
Liebermann colgó el receptor.
—¿Señor Liebermann? —Dolly Labowitz le sonreía desde la puerta—. ¿Quiere usted ver las noticias con nosotros? ¿Y acompañarnos con el postre? Tenemos pastas y fruta.
*
A Hannah se le había secado el pecho y Dena lloraba, de manera que era muy natural que Hannah estuviera alterada. Era comprensible. Pero ¿acaso era razón para cambiarle el nombre a Dena? Hannah no atendía razones.
—No me discutas —le dijo—. En adelante la llamaremos Frieda. Es un nombre perfecto para un bebé, y entonces me volverá la leche.
—Pero, Hannah, no tiene sentido —le insistía él, pacientemente, mientras caminaba con dificultad junto a ella, entre la nieve—. Una cosa no tiene nada que ver con la otra.
—Se llama Frieda, y se lo vamos a cambiar legalmente —repitió Hannah.
La nieve se abría, formando un profundo cañón ante ella, y Hannah iba deslizándose dentro, mientras Dena vociferaba en sus brazos. ¡Oh, Dios! Liebermann miraba la nieve, ahora intacta, tendido de espaldas en la oscuridad, en una cama, en un cuarto. Worcester. Labowitz. Seis chicos. Dena ya era mayor, Hannah había muerto.
Qué pesadilla. ¿De dónde había sacado
eso
? ¡Frieda, ahora! Y Hannah y Dena, deslizándose por ese cañón…
Durante un momento se quedó inmóvil, pestañeando para borrar el terrible espectáculo; después se levantó —en la ventana, una luz pálida bordeaba la parte inferior de las cortinas— para ir al cuarto de baño.
Había dormido realmente bien esa noche; no se había levantado una sola vez. Si no fuera por ese sueño…
Volvió al dormitorio, acercó su reloj a una de las ventanas y lo miró, entrecerrando los ojos. Las siete menos veinte.
Se metió de nuevo en la cama, se arropó con las mantas y se quedó pensando, con la lucidez que da la mañana.
Seis chicos idénticos… no, seis chicos muy similares, tal vez idénticos, que vivían en seis lugares diferentes, con seis madres diferentes, todas de la misma edad, y seis padres diferentes, todos muertos violentamente, todos de la misma edad, todos con ocupaciones similares. No era imposible. Era una realidad, un hecho, de manera que había que hacerle frente, desenredarlo, entenderlo.
Inmóvil y relajado, dejó volar la mente en libertad. Niños. Madres. El pecho de Hannah. Leche.
El nombre perfecto para un bebé
…
Dios santo, claro.
Tenía
que ser.
Dejó que todo se le fuera armando en la cabeza… En parte, al menos.
Eso explicaba lo del zumo de pomelo y la forma en que la mujer le había despedido apresuradamente. Y cómo se había apresurado a hacer salir al chico. Pensando con rapidez, haciendo como si lo que la preocupaba fuera que estaba descalzo y desabrigado…
Siguió ahí, esperando que también lo demás tomara sentido. La parte principal, la que correspondía a Mengele. Pero no. Nada.
Bueno, había que dar un paso cada vez…
Se levantó, se duchó, se afeitó, se recortó el bigote, se peinó; se tomó las píldoras, se cepilló los dientes, se los puso. De punta en blanco.
A las siete y veinte entraba en la cocina, donde estaban ya Frances, la doncella, y Bert Labowitz, leyendo y desayunando en mangas de camisa. Después de los saludos, Liebermann se sentó frente a Labowitz.
—Tengo que ir a Boston antes de lo que pensaba. ¿Podría ir con usted?
—Claro —respondió Labowitz—. Saldré minutos antes de las ocho.
—Perfecto. Tengo que hacer una llamada telefónica, pero es a Lenox.
—Apostaría a que alguien le ha hablado de cómo conduce Dolly.
—No, pero ha ocurrido algo.
—Irá más a gusto conmigo.
A las ocho menos cuarto, desde la biblioteca, llamó a la señora Curry.
—Hola.
—Buenos días, habla Yakov Liebermann de nuevo. Espero no haberla despertado.
Silencio. Después:
—Ya estaba levantada.
—¿Cómo está su hijo esta mañana?
—No sé; todavía está durmiendo.
—Qué bien. Es lo mejor, que duerma mucho. Él no sabe que es adoptado, claro. Por eso se puso usted nerviosa cuando le dije que tenía un gemelo.
Silencio.
—No se ponga nerviosa ahora, señora Curry, que no se lo diré. Si usted quiere mantenerlo en secreto, no diré una palabra. Pero dígame usted una sola cosa, por favor. Es muy importante. ¿Lo consiguieron ustedes por mediación de una mujer que se llama Frieda Maloney?
Silencio.
—¿Fue así,
ja
?
—¡No! Espere un minuto. —El ruido del teléfono que se deja a un lado, pasos que se alejan. Silencio. Pasos que vuelven. Suavemente:
—¡Óigame!
—¿Sí?
—Lo conseguimos por mediación de una agencia, en Nueva York. Fue una
adopción perfectamente legal
.
—¿La agencia «Rush-Gaddis»?
—Sí.
—Es donde ella trabajó desde 1960 a 1963. Frieda Maloney.
—¡Yo jamás oí semejante nombre! ¿Por qué insiste tanto? ¿Qué importancia tiene que
tenga un
hermano gemelo?
—No estoy seguro.
—¡Entonces no vuelva a molestarme! ¡Y no se le ocurra acercarse a Jack!
El clic del teléfono. Después, silencio.
Bert Labowitz le llevó hasta el aeropuerto Logan donde alcanzó el vuelo de las nueve a Nueva York.
A las diez y cuarenta estaba en el despacho de la secretaria del director ejecutivo de la «Agencia de Adopciones Rush-Gaddis». Una mujer delgada y elegante, de pelo gris.
—En absoluto —le respondió la señora Teague.
—
¿Ninguna?
—Ni la más remota. Ella no se ocupaba directamente de los casos, porque no estaba preparada para hacerlo. Trabajaba en los archivos. Claro que su abogado, cuando trataban de impedir que se concediera la extradición, intentó presentarla bajo la luz más favorable que pudo, de manera que dio a entender que desempeñaba un papel más importante del que en realidad le cabía; pero de hecho, no era más que empleada del archivo. Como nosotros, naturalmente, estábamos muy interesados en que nuestra asociación con ella quedara debidamente esclarecida, nos pusimos en contacto con los abogados del Gobierno, y a nuestra jefe de personal la citaron como testigo, aunque en realidad nunca la llamaron a prestar declaración. Pensamos en publicar algún tipo de declaración o en convocar una conferencia de Prensa, pero después decidimos que a esas alturas era mejor dejar simplemente que las cosas se olvidaran.
—Así que ella
no
buscaba un hogar para los niños —reflexionó Liebermann, acariciándose el lóbulo de la oreja.
—Jamás lo hizo —le reiteró la señora Teague—. Además —precisó, sonriendo—, está usted equivocado: el problema es encontrar niños para quienes los piden, porque la demanda excede en mucho a la oferta, especialmente desde que se han modificado las leyes sobre el aborto. Sólo podemos atender a una pequeña parte de las personas que nos presentan sus solicitudes.
—¿Entonces también? ¿Entre los años 1960 y 1963?
—Entonces y siempre, pero ahora es el peor momento.
—¿Tienen muchas solicitudes?
—El año pasado tuvimos más de treinta mil, de todo el país. En realidad, de todo el continente.
—Permítame una pregunta más —continuó Liebermann—. Una pareja viene a visitarles o les escribe, en ese período… el 61 ó 62. Son buenas personas, en buena situación económica. Él, funcionario; es decir, un puesto seguro. Ella…, déjeme que lo piense un momento;
ella
… tiene unos veintiocho años, y él cincuenta y dos. ¿Qué probabilidad hay de que personas así consiguieran un niño de ustedes?
—Ninguna en absoluto —le aseguró la señora Teague—. Si el marido ya tiene esa edad, no les asignamos un niño. Nuestro límite son los cuarenta y cinco años, y sólo llegamos a él si están en juego factores especiales. La mayoría de los niños son entregados a matrimonios de poco más de treinta; lo bastante maduros para que el matrimonio sea estable, y lo bastante jóvenes para asegurar al niño la supervivencia de los padres. O la probabilidad de supervivencia, que es más exacto.
—Entonces, ¿dónde podría
conseguir
un niño una pareja como la que le digo?
—En nuestra agencia, no; pero hay otras más flexibles. Y naturalmente, está el mercado negro. Es posible que el abogado del matrimonio sepa de alguna adolescente embarazada que no quiera abortar, o a quien se puede pagar para que no lo haga.
—Pero si recurrieran a
ustedes
, los rechazarían.
—Sí. Jamás hemos entregado niños a nadie de más de cuarenta y cinco. Hay miles de parejas más adecuadas que rezan y esperan.
—Y las solicitudes que fueron rechazadas —quiso saber Liebermann—, ¿era Frieda Maloney quien las archivaba?
—Ella o alguna de las otras empleadas —respondió la señora Teague—. Durante tres años conservamos todas las solicitudes y la correspondencia. En aquel momento eran cinco, pero los redujimos a tres por falta de espacio.
—Gracias. —Liebermann se puso de pie—. Me ha ayudado usted muchísimo, y se lo agradezco.
Desde una cabina telefónica del otro lado de la calle, frente al museo Guggenheim, ya con la maleta y la cartera junto a él, Liebermann llamó a Goldwasser, de la oficina de conferencias.
—Tengo muy malas noticias. Tengo que irme a Alemania.
—Ay, Dios mío, ¿cuándo?
—Ahora.
—¡Es imposible! ¡Si usted aceptó el compromiso! ¡Las entradas están vendidas! Y mañana…
—¡Ya lo sé, ya lo sé! ¿Se cree usted que a mí me divierte tener que hacer una cosa así? ¿Le parece que no me doy cuenta del dolor de cabeza que le traigo, a usted y a ellos, y de que hasta pueden procesarme, si quieren? Es…
—Nadie habló de…
—Es cuestión de vida o muerte, señor Goldwasser.
—De vida o muerte… y tal vez más grave aún.
—Oh,
demonios
. ¿Cuándo regresará usted?
—No lo sé. Es posible que tenga que quedarme algún tiempo, y de ahí viajar a alguna otra parte.
—¿Quiere usted decir
que cancela todo el resto de la gira
?
—Créame, por favor, que si no tuviera que…