Los niños del Brasil (30 page)

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Authors: Ira Levin

Tags: #GusiX, Ciencia ficción, Intriga

BOOK: Los niños del Brasil
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—¿Diga?

—¿Hablo con el señor Kurt Koehler? —era una mujer, una norteamericana, no Fräulein Zimmer.

—Sí.

—Hola, yo soy Rita Farb. Soy amiga de Yakov Liebermann. Él ha estado en nuestra casa, en Nueva York, y me pidió que lo llamara. Hace un rato que llamó a su despacho en Viena y se enteró de que estaba usted esperándolo. Estará esta noche en Washington, alrededor de las seis, y le gustaría que cenaran juntos, de modo que le llamará tan pronto como llegue.

—¡Estupendo! —exclamó Mengele, lleno de gozo.

—¿Y podría usted hacerle un favor, si es tan amable? ¿Llamar al hotel «Benjamin Franklin» para confirmarles su llegada?

—Sí, lo haré encantado. ¿Sabe usted en qué vuelo llega?

—Viaja en coche, no en avión, y acaba de partir. Por eso le llamé yo, porque a él le corría cierta prisa.

Mengele frunció el ceño.

—Pero, si ya ha salido, ¿no estará aquí antes de las seis?

—No, porque tiene que pasar por Pennsylvania. Hasta es posible que llegue un poco después de las seis, pero llegará hoy, sin duda, y lo primero que hará será comunicarse con usted.

Mengele se quedó en silencio.

—¿Va a hablar con Henry Wheelock, en New Providence? —preguntó después.

—Sí, yo soy quien le consiguió los datos para llegar. Es realmente interesante dar alojamiento a Yakov. Me imagino que lo que sucede es algo de veras importante.

—Así es —le aseguró Mengele—. Gracias por llamar. Ah, ¿sabe usted a qué hora se reunirán Yakov y Henry?

—A mediodía.

—Gracias. Adiós.

Oprimió el botón del teléfono, lo mantuvo apretado, miró el reloj, cerró los ojos y permaneció inmóvil; después abrió los ojos, soltó el botón y lo golpeó dos o tres veces. Habló con recepción y pidió que le prepararan la cuenta.

Se puso el bigote, la peluca. La pistola. Chaqueta, abrigo, sombrero; la cartera en la mano.

A la carrera atravesó el vestíbulo para entrar en el «Benjamin Franklin»; se detuvo en recepción para darle sus instrucciones y se dirigió al mostrador de alquiler de coches. Una bonita muchacha de uniforme amarillo y negro le dedicó una sonrisa radiante.

Que se hizo apenas un poco menos radiante al saber que su cliente era paraguayo y no tenía tarjeta de crédito. Entonces, tendría que pagar en efectivo y por adelantado el importe total del alquiler; seguramente andaría por los sesenta dólares, pero se lo calcularía con más exactitud. Mengele le arrojó los billetes, le dejó el permiso de conducir, le dijo que le tuviera el coche listo en diez minutos y corrió a los ascensores.

A las nueve estaba ya en la carretera a Baltimore, en un «Ford Pinto» blanco, bajo un luminoso cielo azul. La pistola bajo el brazo, el cuchillo en el bolsillo de la chaqueta y Dios en el asiento del acompañante.

Si se mantenía en el límite de velocidad de noventa kilómetros por hora, llegaría a New Providence casi una hora antes que Liebermann.

Otros coches le adelantaban. ¡Estos norteamericanos! Si el límite es de noventa, ellos van a noventa y cinco. Sacudió la cabeza y se decidió a conducir más de prisa. A donde fueres…

*

Llegó a New Providence —un puñado de casas grises, una tienda, una oficina de Correos de ladrillos de una sola planta —a las once menos diez, pero todavía tenía que encontrar Old Buck Road sin pedir instrucciones a nadie que más tarde pudiera darle a la Policía una descripción de él o de su coche. El mapa de carreteras que había recogido en una gasolinera de Maryland, más detallado que el atlas, mostraba un pueblo que se llamaba Buck al sudeste de New Providence, y se dirigió a explorar en esa dirección, tomando por un camino de dos direcciones, lleno de baches, que serpenteaba entre tierras cultivadas que el invierno había desnudado; en cada cruce se detenía para mirar los signos e indicadores poco menos que ilegibles. De vez en cuando le adelantaba algún coche, o un camión.

Old Buck Road se abría a derecha e izquierda; eligió el ramal de la derecha y por él volvió a acercarse a New Providence, prestando atención a los buzones. Pasó frente al de
Gruber
, y al de
C. Johnson
. Despojados de hojas, los árboles entrelazaban sus ramas por encima del estrecho camino. Una calesa negra venía hacia él. Las había visto similares en los carteles que flanqueaban la ruta principal; aparentemente, eran una de las atracciones turísticas de la zona. Dentro de la calesa, bajo la capota negra, un hombre barbudo de sombrero negro y una mujer con un gorro también negro, ocupaban el asiento delantero, mirando rígidamente hacia el frente.

Los buzones, próximos a sendas que se perdían entre los árboles, eran pocos y estaban apartados entre sí. Eso estaba bien; así podría usar la pistola.

H. Wheelock
. La banderola roja estaba al costado del buzón. PERROS GUARDIANES, anunciaba (¿o advertía?), más abajo, una tabla pintada con toscas letras negras.

Eso estaba mal; aunque tal vez no del todo mal, ya que le daba una razón más aceptable para estar allí que el cuento de la gira de verano para el muchacho, que tenía pensado repetir.

Giró hacia la derecha, guiando las ruedas del coche entre los profundos baches de un camino de tierra abovedado que gradualmente trepaba la colina entre los árboles. Los bajos del coche rozaban el suelo. Vaya problema Herr Hertz. Pero el problema sería también para él, si se le averiaba el coche. Condujo lentamente, mirando su reloj: las 11.18.

Sí, recordaba vagamente que uno de los matrimonios norteamericanos explicaba que entre sus intereses se contaba la cría de perros. Seguramente habrían sido los Wheelock; y era probable que el guardia de prisión, que para ahora ya debía de haberse jubilado, hubiera hecho de su antiguo pasatiempo su ocupación actual.

—¡Buenos días! —ensayó Mengele, en alta voz—. El cartel que tiene usted allí dice «perros guardianes», y lo que yo ando buscando es exactamente un perro guardián.

Volvió a apretarse el bigote en su lugar, se palmeó la peluca en los costados y en la nuca y movió el espejo retrovisor para verse; lo enderezó de nuevo y siguió conduciendo, lentamente; buscó bajo el abrigo y la chaqueta, desprendió el costado de la pistolera. Así podría sacar fácilmente el arma.

Un tumulto de ladridos de perros le desafió desde un claro soleado donde, en ángulo con él, se alzaba una casa de dos plantas: postigos blancos, aleros marrones. En la parte del fondo, una docena de perros se arrojaban contra una alta cerca de alambre ladrando y gruñendo. Tras ellos, inmóvil, un hombre de pelo blanco miraba hacia él.

Siguió conduciendo hasta el comienzo del sendero de losas que llevaba hasta la casa y allí detuvo el coche; puso la palanca en punto muerto y giró la llave. Solamente un perro seguía gruñendo; parecía un cachorro. Hacia el lado opuesto de la casa, una camioneta roja ocupaba la mitad de un garaje para dos coches; el otro lugar estaba vacío.

Quitó el seguro de la puerta del coche, la abrió y bajó, estirándose y frotándose la espalda; el vehículo chirrió cuando le quitó la llave. El arma se le movía bajo el brazo. Cerró de un golpe la puerta y se quedó mirando el porche pintado de blanco, al final del sendero. ¡Es aquí donde vive uno de ellos! Tal vez por alguna parte hubiera una foto del muchacho. ¡Qué maravilla sería ver ese rostro de casi catorce años! Dios del cielo, ¿y si hoy no estuviera en la escuela? ¡Una idea perturbadora, pero fascinante!

El hombre de pelo blanco se le acercó a largos pasos, por el costado de la casa; llevaba un perro al lado, un reluciente sabueso negro. Vestía una abultada chaqueta marrón, guantes negros, pantalones también marrones; alto y de hombros anchos, su rostro rubicundo era hosco e inamistoso.

—¡Buenos días! —empezó Mengele, sonriendo—. El…

—¿Usted es Liebermann? —preguntó el hombre, cada vez más próximo, con voz profunda y gutural. La sonrisa de Mengele se ensanchó.


Ja
, ¡sí! —respondió—. ¡Sí! ¿El señor Wheelock?

El hombre se detuvo cerca de él, haciendo un gesto afirmativo con la cabeza de pelo blanco y ondulado. El perro, un hermoso doberman azul negro, gruñó a Mengele, mostrándole los dientes blancos y afilados. Un dedo enfundado en piel negra lo sostenía por el collar. Las mangas de la áspera chaqueta marrón estaban mordidas y desgarradas, y por los rotos asomaban fibras de relleno blanco, acolchado.

—He llegado un poco temprano —se disculpó Mengele.

Wheelock miró hacia el coche, que había quedado a espaldas de Mengele, y después le clavó directamente los ojos azules, entrecerrados bajo las espesas cejas blancas. Las mejillas, donde asomaba una cerdosa barba blanca, estaban surcadas de arrugas.

—Venga adentro —invitó, inclinando hacia la casa su cabeza canosa—. No tengo inconveniente en admitir que me dejó con una curiosidad tremenda.

Se dio la vuelta y abrió la marcha por el sendero, sosteniendo con un dedo la cadena del doberman.

—Bonito perro —comentó Mengele, siguiéndole.

Wheelock subió al porche. La puerta, pintada de blanco, tenía una aldaba en forma de cabeza de perro.

—Su hijo, ¿está en casa? —preguntó Mengele.

—No hay nadie —respondió Wheelock, mientras abría la puerta—, salvo ellos.

Los dobermans, dos, tres, se acercaron a lamerle el guante, gruñéndole a Mengele.

—Tranquilos, muchachos —los regañó Wheelock—. Es un amigo. —Con un gesto indicó a los perros que se retiraran. Los animales obedecieron y el dueño de la casa entró con el otro perro, al tiempo que indicaba a Mengele—: Cierre la puerta.

El recién llegado entró, cerró la puerta y se quedó mirando a Wheelock, en cuclillas entre la multitud de dobermans negros, acariciándoles la cabeza y palmeando la elástica firmeza de los flancos, mientras los perros lo lamían y olfateaban.

—Preciosos —observó Mengele.

—Estos jovenzuelos —fue presentando alegremente Wheelock—, son
Harpo
y
Zeppo;
fue mi hijo quien les puso el nombre, la única camada en que le permití que lo hiciera. Este más viejo es
Samson…
Quieto,
Sam
, y éste
Major
. Éste es el señor Liebermann, muchachos. Un amigo. —Se enderezó y sonrió a Mengele, mientras se tironeaba las puntas de los guantes—. Ahora ya comprenderá por qué no me mojo los pantalones cuando usted me dice que alguien me la tiene jurada.

Mengele asintió con la cabeza.

—Sí —murmuró mientras miraba a los dos dobermans que le olfateaban el sobretodo—. Perros como éstos son una protección estupenda.

—Le abrirán la garganta a cualquiera que me mire de través. —Al abrir la cremallera de su chaqueta, Wheelock dejo ver la camisa roja que tenía debajo—. Quítese el abrigo y cuélguelo allí —indicó.

A la derecha de Mengele había un perchero alto, con grandes ganchos negros; por el espejo oval se veían una silla y el extremo de la mesa del comedor, en la habitación opuesta. Mengele puso el sombrero en una de las perchas y se desabotonó el sobretodo; sonrió a los dobermans e hizo lo mismo con Wheelock, que en ese momento se quitaba la chaqueta. A sus espaldas se elevaba una escalera, estrecha y empinada.

—Así que es usted el que atrapó a ese Eichmann —comentó Wheelock, mientras colgaba su chaqueta de mangas desgarradas.

—Los israelíes lo atraparon —contestó Mengele, mientras se quitaba el abrigo—. Pero yo les ayudé, claro. Encontré el escondite que tenía en la Argentina.

—¿Obtuvo alguna recompensa?

—No. —Mengele colgó el abrigo—. Esas cosas las hago por mi propia satisfacción. Odio a todos los nazis; habría que cazarlos y destruirlos como alimañas.

—Es por los negros por quienes tenemos que preocuparnos ahora, no por los nazis —declaró Wheelock—. Pase por aquí.

Mientras se acomodaba la chaqueta, Mengele siguió al dueño de la casa al interior de una habitación situada hacia la derecha. Dos de los dobermans le acompañaron, husmeándole las piernas; los otros dos iban con Wheelock. La habitación era un grato lugar de estar, con cortinas blancas en las ventanas, un hogar de piedra y, hacia la izquierda, una pared cubierta de cintas de todos colores concedidas como premios, copas doradas, fotos enmarcadas en negro.

—Oh, impresionante —se admiró Mengele, y fue a mirar las fotos: eran todas de los dobermans. No había ninguna del chico.

—Ahora, dígame por qué me anda persiguiendo un nazi.

Mengele se volvió. Wheelock estaba sentado en un canapé victoriano instalado entre las dos ventanas del frente, sacando tabaco de un frasco de cristal tallado que había sobre una mesita baja, delante de él, y llenando con él una vieja pipa negra. Uno de los dobermans apoyaba las patas delanteras sobre la mesa, vigilante.

Otro, el más grande de todos, tendido sobre una alfombra redonda de ganchillo, entre Wheelock y Mengele, miraba a este último con aire plácido, pero interesado.

Los otros dos perros olisqueaban las piernas de Mengele, las puntas de los dedos.

—¿Bueno? —insistió Wheelock, mirando a Mengele. Éste forzó una sonrisa.

—Comprenda usted que se me hace difícil hablar con… —Señaló con un gesto los dobermans que lo flanqueaban.

—No se preocupe —lo tranquilizó Wheelock, mientras seguía con su pipa—. A menos que usted me moleste a mí, no lo molestarán. Siéntese y hable, que ya se acostumbrarán a usted.

Mengele se sentó en un viejo sofá de cuero. Uno de los dobermans también trepó a él de un salto y empezó a dar vueltas y más vueltas, mientras se preparaba para echarse. El que estaba sobre la alfombra se levantó, se acercó y metió la lisa cabeza negra entre las rodillas de Mengele, olfateándole la entrepierna.


Samson
—advirtió Wheelock, mientras aspiraba provocando una llamarada en el tazón de la pipa.

El doberman sacó la cabeza y se sentó en el suelo, sin dejar de mirar a Mengele. Otro, sentado a los pies de éste, se rascaba el collar con una de las patas traseras. El que estaba en el sofá junto a Mengele se había echado y miraba al otro, sentado delante de él. Mengele se aclaró la garganta y empezó:

—El nazi que viene es el propio doctor Mengele, y probablemente estará aquí…

—¿Doctor? —Con la pipa en la mano, Wheelock sacudió la cerilla para apagarla.

—Sí, el doctor Mengele. Señor Wheelock, estoy seguro de que estos perros están perfectamente adiestrados, de lo cual no dejan la menor duda todos esos premios. —Con el dedo señaló la pared, a sus espaldas—, pero el hecho es que cuando yo tenía ocho años me atacó un perro; no era un doberman, era un ovejero alemán —se tocó el muslo izquierdo—. Hasta hoy, este muslo sigue siendo una masa de cicatrices. Además, están las cicatrices mentales. Yo me siento muy incómodo cuando hay un perro conmigo en una habitación, y tener que estar con
cuatro…
, bueno, es una pesadilla para mí.

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