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Authors: Ira Levin

Tags: #GusiX, Ciencia ficción, Intriga

Los niños del Brasil (29 page)

BOOK: Los niños del Brasil
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En silencio, con el ceño fruncido, Gorin miraba la mesa que tenía delante. Luego levantó los ojos, los fijó en Liebermann, sacudió la cabeza y sonrió, disculpándose.

—No —declaró—. Lo que está pidiendo usted a Moshe Gorin es que le preste tres o cuatro de sus mejores hombres, más tal vez. Y hombres, no muchachos. En un momento en que nuestras filas están ya diezmadas y en que el Gobierno no me pierde de vista porque estoy poniendo en peligro su preciosa distensión. No, Yakov —sacudió la cabeza—. Le daré toda la ayuda que pueda, pero ¿qué clase de líder sería yo si comprometiera a mis hombres a ciegas, aun tratándose de Yakov Liebermann?

Liebermann hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Ya me imaginaba que por lo menos querría saberlo —cedió—. Pero no me pidan pruebas, rabí. Limítense a escucharme y a confiar en mí. De otra manera, habré perdido el tiempo —les miró a todos, miró a Gorin, se aclaró la garganta—. Por casualidad —empezó— ¿han estudiado algo de biología?

*

—¡Dios santo! —exhaló el hombre del bigote.

—La palabra inglesa con que se designa es
cloning
—precisó Bachrach—. Hace unos años, el
Times
publicó un artículo sobre eso.

Gorin sonreía débilmente, mientras se enrollaba un hilo suelto alrededor de un botón del puño.

—Esta mañana —evocó—, junto al lecho de mi hijo, me preguntaba: «¿Qué vendrá ahora, oh Señor?» —con un gesto del mentón señaló a Liebermann, sonriendo con amargura—: ¡Noventa y cuatro Hitler!

—Noventa y cuatro muchachos con los genes de Hitler —le recordó Liebermann.

—Para mí, equivalen a noventa y cuatro Hitler.

—¿Está usted seguro de que ese hombre… Wheelock, está con vida aún? —quiso saber Greenspan.

—Sí —respondió Liebermann.

—¿Y de que no se ha mudado de casa? —preguntó el de barba.

—Tengo su número de teléfono —explicó Liebermann— y aunque no quería hablar personalmente con él mientras no supiera si estarían ustedes dispuestos a hacer lo que les pido —miró a Gorin—, pedí a la señora del matrimonio en cuya casa me alojo que le llamara esta mañana. Le dijo que quería comprar un perro y que había oído decir que él tenía un criadero. Es él, y le dio las instrucciones para llegar hasta allí.

—Tendremos que resolver esto fuera de Filadelfia —dijo Gorin a Greenspan. Después explicó a Liebermann—: Lo único que
no
haremos será pasar armas por ninguna frontera estatal. El FBI estaría encantado con la excusa para arrestarnos a nosotros y al nazi.

—¿Quieren que llame ahora a Wheelock? —preguntó Liebermann.

Gorin asintió, sin hablar.

—Será mejor que ponga a alguien en su casa, con él —reflexionó Greenspan. El joven del bigote acercó el teléfono a Liebermann. Éste se puso las gafas y sacó un sobre del bolsillo de la chaqueta.

—Hola, señor Wheelock. ¿Sabe que su hijo es Hitler? —enunció Bachrach, desde la ventana.

—No voy a mencionar para nada al muchacho —explicó Liebermann—. Tal como se hizo la adopción, eso podría ser suficiente para que cuelgue. ¿Se marca directamente, no?

—Si tiene el prefijo…

Liebermann fue marcando el número que tenía escrito en el sobre.

—Ya deben de haber salido de la escuela —recordó Gorin—, de manera que es probable que se ponga el chico.

—Ya somos amigos —respondió secamente Liebermann—. Me encontré dos veces con él.

Al otro extremo de la línea, sonó el teléfono y volvió a sonar. Liebermann miró a Gorin, que le contemplaba fijamente.

—¿Diga? —se oyó, gutural, una voz de hombre.

—¿El señor Henry Wheelock?

—Con él habla.

—Señor Wheelock, me llamo Yakov Liebermann y le llamo desde Nueva York. Presido el Centro de Información sobre Crímenes de Guerra, en Viena… es probable que usted haya oído hablar de nosotros. Recogemos información sobre los criminales de guerra nazis, ayudamos a encontrarlos y colaboramos en el proceso.

—Sí, algo sé. El caso Eichmann.

—Exactamente. Y otros. Señor Wheelock, en este momento sigo los pasos a alguien que se encuentra en el país. Voy para Washington para hablar del asunto con el FBI. El hombre que persigo ha matado a dos o tres personas en los Estados Unidos, no hace mucho tiempo, y planea matar a más.

—¿Quiere usted un perro guardián?

—No —respondió Liebermann— la próxima persona a quien este hombre piensa matar, señor Wheelock —miró a Gorin—, es usted.

—Ah, bueno, pero ¿quién habla? ¿Ted? Sí que pareces un verdadero agente
choiman
, cabezón.

—No es ninguna broma —insistió Liebermann—. Ya sé que pensará usted que un nazi no tiene ninguna razón para darle muerte…

—¿Quién dijo? Yo maté a muchos
de ellos
, de manera que bien contentos estarían de igualar a puntos, si es que todavía hay alguno.


Hay uno
que…

—Bueno, de una vez, ¿quién habla?

—Habla
Yakov Liebermann
, señor Wheelock.

—¡Demonios! —masculló Gorin, mientras los otros hablaban y gruñían. Liebermann se tapó el oído con un dedo.

—Le
juro
—insistió— que hay un hombre que piensa ir a New Providence a matarle a usted, un hombre que ha estado en la SS y que llegará tal vez en cuestión de días. Lo que intento es salvarle la vida.

Silencio.

Liebermann siguió hablando:

—Estoy aquí, en el despacho del rabí Moshe Gorin, de los Jóvenes Defensores Judíos. Mientras yo no pueda conseguir para usted la protección del FBI, y eso puede llevarme una semana más o menos, el rabí quiere enviarle algunos de sus hombres, que podrían estar allí… —miró interrogativamente a Gorin.

—Mañana por la mañana.

—Mañana por la mañana —repitió Liebermann—. ¿Quiere usted cooperar con ellos hasta que lleguen allí los hombres del FBI?

Silencio.

—¿Señor Wheelock?

—Escuche, señor Liebermann, si es que
es
usted Liebermann. Está bien, puede que lo sea. Pero le diré una cosa. El hecho es que está usted hablando con uno de los hombres que gozan de mayor seguridad en los Estados Unidos. En primer lugar, he sido funcionario en una penitenciaría estatal, de modo que algo sé del asunto ese de cuidarme. Y además, mi casa está llena de dobermans adiestrados, que a una palabra mía le destrozarían el cuello a cualquiera que me mire mal.

—Me alegro de saberlo —declaró Liebermann—, pero no podrán impedir que le caiga a usted encima una pared, o que alguien le dispare de lejos. Que es lo que les sucedió a otros dos de los hombres.

—Pero ¿qué
infiernos
es todo esto? A mí no me persigue ningún nazi. Se ha equivocado usted de Henry Wheelock.

—¿Hay otro en New Providence que sea criador de dobermans? ¿De sesenta y cinco años, casado con una mujer mucho más joven, y con un hijo de casi catorce?

Silencio.

—Necesita usted protección —volvió a decir Liebermann—, y al nazi hay que capturarlo, no tienen que matarle los perros.

—Lo creeré cuando me lo diga el FBI. No quiero tener en mi casa chiquilines judíos con bates de béisbol.

Durante un momento, fue Liebermann el que se quedó en silencio.

—Señor Wheelock —preguntó después—, ¿podría pasar a verle mientras voy camino de Washington? Entonces se lo explicaré mejor.

Al ver que Gorin lo miraba interrogativamente apartó los ojos.

—Venga si quiere; estoy siempre en casa.

—¿Y cuando
no
esté su mujer?

—Ella es maestra, y está fuera la mayor parte del día.

—¿Y el chico, está también en la escuela?

—Cuando no ha hecho novillos con el pretexto de hacer películas. Él se cree que va a ser el próximo Alfred Hitchcock.

—Estaré allí mañana a mediodía.

—Como usted quiera. Pero
usted
, nada más. Si veo por las inmediaciones a alguno de sus «defensores judíos», le suelto los perros. ¿Tiene un lápiz? Le diré cómo llegar.

—Ya me lo ha explicado —respondió Liebermann—. Nos veremos mañana. Y espero que esta noche se quede usted en casa.

—Era lo que pensaba hacer.

Liebermann se volvió hacia Gorin.

—Tengo que decirle que lo que está en juego es la adopción —le explicó— y será mejor si no puede cortarme —sonrió—. Y también tengo que convencerle de que los de la YJD no son «chiquilines judíos con bates de béisbol». Tendrán que esperar ustedes en alguna parte hasta que yo les llame —concluyó dirigiéndose ahora a Greenspan.

—Yo tengo que ir primero a Filadelfia —respondió éste—, a reunir mis hombres y recoger el equipo. Quiero llevar a Paul conmigo —explicó a Gorin.

Juntos planearon todo. Greenspan y Paul Stern irían a Filadelfia en el coche de Stern tan pronto como tuvieran todo preparado, y Liebermann, en el coche de Greenspan, iría a New Providence por la mañana. Después de convencer a Wheelock de que aceptara la protección de la YJD, llamaría a Filadelfia para que el equipo partiera a reunirse con él en la misma casa. Una vez arregladas allí las cosas, Liebermann se iría a Washington, siempre con el coche de Greenspan, hasta que el FBI relevara al equipo de judíos.

—Pero tendría que llamar a mi despacho —meditó mientras revolvía el té—. En Viena piensan que ya estoy allá.

Con un gesto, Gorin le indicó el teléfono, pero Liebermann lo pensó mejor.

—No, ahora no —sacudió la cabeza—. Es demasiado tarde allá. Llamaré por la mañana temprano. Además, así no soy una carga para ustedes.

Gorin se encogió de hombros.

—Yo tengo continuamente conferencias telefónicas con Europa, por nuestros grupos de allá —respondió.

—Mis contribuyentes se han pasado a usted —señaló pensativamente Liebermann.

—Supongo que en algunos casos ha sido así —admitió Gorin—. Pero el hecho de que los dos estemos aquí, trabajando juntos, demuestra que los contribuyentes siguen sirviendo a la misma causa, ¿no cree?

—Sí, claro —asintió Liebermann—. Claro que sí.

Se quedó pensando.

—El chico de Wheelock —dijo después— no es pintor. Estamos en 1975, y hace películas —sonrió—. Pero eligió bien las iniciales; quiere ser otro Alfred Hitchcock. Y al padre, que ha sido funcionario, no le parece tan buena la idea. Hitler y su padre tuvieron grandes discusiones porque él quería ser artista.

*

Mengele había cruzado la calle el miércoles, a primera hora de la mañana, para ocupar una habitación en otro hotel, el «Kenilworth», donde se había inscrito como Kurt Koehler, de 18 Sheridan Road, Evanston, Illinois. Le habían pedido que pagara por adelantado, cosa nada sorprendente ya que todo su equipaje consistía en una exigua cartera de piel (papeles, cuchillo, cartuchos para la «Browning», diamantes) y una bolsita de papel (uvas).

No podía llamar al despacho de Liebermann desde la habitación del señor Ramón Aschheim y Negrín, porque después de la muerte de Liebermann sería muy posible que investigaran las llamadas de Koehler, ni tampoco le interesaba mucho conseguir cambio de siete dólares en monedas y pasarse una hora gastándose el pulgar para insertarlas en un teléfono público. Además si era necesario, también podría recibir llamadas a nombre de Kurt Koehler.

Desde su segunda habitación (indigna hasta de
un
décimo de estrella) había conseguido hablar con Fräulein Zimmer para explicarle que desde Nueva York había tomado un avión para Washington y había despachado sin acompañante el cadáver de Barry, dada la tremenda importancia de conseguir que las notas que había tomado el pobre muchacho —mucho más significativas de lo que le había parecido en un primer momento—, llegaran cuanto antes a manos de Herr Liebermann. Pero, por favor, ¿dónde
estaba
Herr Liebermann?

¿No estaba en el «Benjamin Franklin»? Fräulein Zimmer se había sorprendido, pero no alarmado. Prometió que llamaría a Mannheim, a ver si así podía saber algo. Si Herr Koehler quisiera probar con otros hoteles…, aunque ella no podía imaginarse por qué Herr Liebermann podía haber ido a algún otro. Seguramente, no tardaría en llamarla: era lo que hacía por lo general cuando cambiaba sus planes. (
¡Por lo general!
) Sí, ella misma llamaría a Herr Koehler tan pronto como consiguiera la información. Al «Kenilworth», tenga la bondad, Fräulein; el «Benjamin Franklin» estaba lleno cuando él llegó. Sí, claro que tenían reservada una habitación para Herr Liebermann.

Cuando ella volvió a llamarle, Mengele ya había telefoneado a más de treinta hoteles, y seis veces al «Benjamin Franklin».

Liebermann había salido de Francfort en el vuelo en que se proponía hacerlo, el martes a la mañana, de modo que o bien estaba en Washington, o se había detenido en Nueva York.

—Y allí, ¿dónde para?

—A veces en el «Hotel Edison», pero, generalmente, en casa de amigos o contribuyentes. Allí hay muchísimos. Nueva York es una gran ciudad judía, como usted sabe.

—Sí, lo sé.

—No se preocupe, Herr Koehler, que estoy segura de que pronto tendré noticias, y le diré que le espera usted. Me quedaré hasta tarde en el despacho, por si acaso.

Llamó al «Edison», de Nueva York, a otros hoteles de Washington, al «Benjamin Franklin» cada media hora; bajo la lluvia helada volvió a cruzar la calle para asegurarse de que su ropa y su maleta seguían en la habitación, protegida por el signo de
No molestar
.

El miércoles por la noche durmió en el «Kenilworth».
Intentó
dormir. Se deprimió. Pensó en la pistola guardada en la mesa de noche…
Realmente
, ¿esperaba liquidar a Liebermann y a los otros hombres que faltaban (¡y que eran setenta y siete!) antes de que le mataran a él? ¿O, lo que sería incluso peor, que lo capturaran y le sometieran a una abominable parodia de proceso como las que habían tenido que soportar Stangl y Eichmann, los pobres? ¿Por qué no terminar con todo el esfuerzo, los planes, las preocupaciones?

A la una de la mañana vio en la televisión norteamericana —seguramente obra de Dios, un signo destinado a arrancarlo de la desesperación— una vieja y gloriosa película del Führer y el general Von Blomberg presenciando un desfile de la «Luftwaffe»; bajó totalmente el volumen de la aborrecible narración inglesa para seguir las viejas imágenes borrosas sin sonido, tan desgarradoramente agridulces, tan inspiradoras…

Se durmió.

Pocos minutos después de las ocho de la mañana del jueves, en el momento en que se disponía a hacer una nueva llamada a Viena, sonó el teléfono.

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