Con el teléfono en la mano, el chico le miraba cara a cara.
—¡Por favor! Te explicaré. ¡Te diré la verdad! Te
mentí
antes; yo tenía el arma. ¡Pero para ayudarte! ¡Por favor, escúchame un minuto, nada más, y me lo agradecerás! ¡Te lo juro!
¡Un minuto!
El muchacho se quedó inmóvil, mirándolo, y después bajó el teléfono y lo colgó.
Liebermann sacudió con desesperación la cabeza. — ¡Llama! —suplicó, en un susurro que no llegó a salir siquiera de sus labios.
—Gracias —dijo Mengele al muchacho—. Gracias —con una sonrisa de tristeza, se recostó en el asiento—. Tendría que haber sabido que serías listo para poder mentirte. Llámalos, por favor —pidió, tras haber mirado a los dobermans—, que me quedaré aquí sentado.
El chico seguía de pie junto a la mesa, mirándolo.
—Ketchup —dijo, y los dobermans acudieron a él y se dispusieron a su lado, los tres hacia donde estaba Liebermann, de frente a Mengele.
Éste sacudió la cabeza y se pasó la mano por el cortísimo pelo gris.
—Es que es… tan difícil —bajó la mano y miró con ansiedad al muchacho.
—Bien —el chico esperaba.
—Tú
eres
inteligente, ¿no es verdad? —empezó Mengele.
El chico seguía mirándole, moviendo suavemente los dedos sobre la cabeza del doberman que tenía más próximo.
—Y no te va bien en la escuela. Cuando eras pequeño sí, pero ahora no —continuó Mengele—. Eso es también porque eres
demasiado
inteligente —levantó la mano para tocarse la sien—, porque tienes tus propias ideas. Pero el hecho es que eres más despierto que tus profesores, ¿no es eso?
El muchacho miraba al doberman muerto, con el ceño fruncido, los labios contraídos. Después miró a Liebermann.
Con un dedo, Liebermann le señaló el teléfono. Mengele se inclinó hacia el muchacho.
—Si
yo
he de decirle la verdad —lo instó—, también
tú
debes decírmela a mí. ¿No eres acaso más despierto que tus profesores?
—El chico le miró, encogiéndose de hombros.
—Salvo uno —admitió.
—¿Y tienes elevadas ambiciones, no?
Un gesto afirmativo.
—Querrás ser un gran pintor, o un arquitecto. El chico negó con la cabeza.
—Quiero hacer películas.
—Ah, sí, claro —sonrió Mengele—. Ser un gran director de cine —miró al muchacho y su sonrisa se borró—. Y tú y tu padre habéis discutido por eso. Un viejo terco, con un punto de vista limitado. Y tú estás resentido por eso, con buenas razones.
El muchacho le miraba.
—Ya ves si te
conozco
—afirmó Mengele—. Más que nadie en el mundo.
—¿Quién es usted? —preguntó el muchacho, con aire de extrañeza.
—El médico que atendió el parto, cuando tú naciste. Eso es la pura verdad. Pero no soy un viejo amigo de tus padres. En realidad, jamás les he visto. No hay ninguna relación entre nosotros.
El chico inclinaba la cabeza, como para oír mejor.
—¿Entiendes a qué me refiero? —preguntó Mengele—. El hombre a quien consideras tu padre —sacudió la cabeza— no es tu padre. Y tu madre, aunque estoy seguro de que tú la quieres, y de que ella te quiere a ti, no es tu madre. Ellos te adoptaron, y fui yo quien dispuso las cosas para la adopción, a través de intermediarios que me ayudaron.
El muchacho seguía mirándole.
Liebermann observaba con inquietud al chico.
—Es una noticia muy perturbadora para recibirla tan impensadamente —reconoció Mengele—, pero tal vez… ¿no te será del todo desagradable? ¿Nunca has sentido que eras superior a los que te rodean? ¿Como un príncipe entre gente del pueblo?
El chico se enderezó más, se encogió de hombros.
—A veces… me siento diferente de todos.
—Es que
eres
diferente —le aseguró Mengele—.
—Infinitamente diferente, e infinitamente superior. Tú…
—¿Quiénes son mis verdaderos padres? —preguntó el chico.
Pensativamente, Mengele se miró las manos, las cruzó, miró al muchacho.
—Sería mejor para ti que no lo supieras aún —le dijo—. Cuando seas mayor y más maduro, lo descubrirás. Pero hay algo que ya puedo decirte, Bobby; tú naciste de la sangre más noble que hay en el mundo entero. Tu herencia, y no hablo de dinero sino de carácter y de capacidad, es incomparable. Llevas dentro de ti la tendencia a concretar ambiciones
mil veces mayores
que las que hoy por hoy constituyen tu sueño. ¡Y las
concretarás
! Pero solamente… y debes tener presente lo mucho que te conozco, y confiar en mí cuando te lo digo…
solamente
si ahora sales de aquí con los perros y me dejas… que haga lo que tengo que hacer, y me vaya.
El muchacho seguía mirándole.
—Es por
ti
—insistió Mengele—. En lo único en que pienso es en
tu bienestar
. Debes creérmelo. He consagrado mi vida a ti, y a tu bienestar.
—¿Quiénes son mis verdaderos padres? —volvió a preguntar el chico.
Mengele sacudió la cabeza.
—Quiero saberlo.
—En este asunto, debes someterte a mi criterio; en el momento adecuado te…
—¡Escabeche! —los dobermans se precipitaron, gruñendo, sobre Mengele, quien retrocedió escudándose en los antebrazos cruzados. Los dobermans se le echaban encima, gruñendo.
—Dígamelo ahora mismo —ordenó el chico—, porque si no… les diré otra cosa. Lo digo en serio. Si quiero, puedo hacer que le maten.
Por encima de las muñecas cruzadas, Mengele lo miraba atónito.
—¿Quiénes son mis padres? —preguntó el chico—. Contaré hasta tres. Uno…
—¡Tú no tienes padres! —exclamó Mengele.
—Dos…
—¡Es verdad! Naciste de una célula del hombre más grande que jamás haya existido. ¡Renaciste! Tú eres él, que vuelve a vivir su vida. ¡Y ese judío que está allí es su enemigo jurado! ¡Y el tuyo!
Con una mirada de confusión en sus ojos azules, el chico se volvió hacia Liebermann.
Éste levantó una mano, la movió en círculo junto a la sien, señaló a Mengele.
—¡No! —vociferó Mengele, mientras el chico se volvía otra vez hacia él. Los dobermans gruñeron—. ¡No estoy loco! Por inteligente que tú seas, hay cosas de ciencia y de microbiología que no sabes. ¡Tú eres el duplicado viviente del hombre más grande que registra la Historia! Y él —sus ojos volaron hacia Liebermann—, ¡vino aquí para matarte! ¡Y yo para protegerte!
—
¿Quién?
—lo desafió el muchacho—.
¿Quién soy
yo?
¿Qué
gran hombre?
Mengele lo miraba fijamente, por encima de las cabezas de los dobermans, que seguían gruñendo.
—Uno… —volvió a empezar el chico.
—Adolf Hitler; a ti te han dicho que era malo —capituló Mengele—, pero cuando crezcas y veas el mundo devorado por los negros y los semitas, los eslavos, los orientales, los latinos… mientras los arios, tu propio pueblo, se ven amenazados por la extinción… ¡la extinción de la cual
tú
los salvarás!, te darás cuenta de que él fue el mejor, el más grande, el más sabio de toda la Humanidad. ¡Te
regocijarás
de tu herencia, y me bendecirás por haberte creado! ¡Como él me bendijo para que lo intentara!
—¿Sabe una cosa? —dijo lentamente el muchacho—. Es usted el chiflado más grande que he visto en mi vida. Es lo
más espeluznante
, lo
más loco
…
—¡Lo que te digo es la verdad! —clamó Mengele—. ¡Mira en tu corazón, que allí tienes la fuerza para mandar ejércitos, Bobby! ¡Para hacer que todas las naciones se sometan a tu voluntad! ¡Para destruir sin misericordia a cuantos se te opongan!
—Está… loco —balbuceó el chico.
—Mira en tu corazón —repitió Mengele—. Todo el poder de él está en ti, o lo estará cuando el momento llegue. Ahora, haz lo que te digo; déjame que te proteja. Tienes que cumplir con un destino, que es el más alto de los destinos.
El muchacho bajó los ojos, frotándose la frente. Después volvió a mirar a Mengele.
—Salvia —dijo.
Los dobermans saltaron; Mengele se debatió, gritó. Liebermann miró. Se estremeció. Miró.
Miró al muchacho.
El chico metió las manos en los bolsillos de la chaqueta azul con la franja roja. Se apartó de la mesa, se acercó al canapé; se quedó mirando. Frunció la nariz.
—Shish —dijo.
Liebermann miraba al muchacho y al alboroto de dobermans que habían arrojado al suelo a Mengele.
Se miró la mano izquierda, que sangraba, lentamente, por los dos lados.
Se oían gruñidos. Ruidos húmedos, golpes.
Al cabo de un momento el chico se apartó del canapé, siempre con las manos en los bolsillos. Miró el doberman muerto, le tocó el trasero con la punta de la zapatilla. Echó un vistazo a Liebermann y se volvió para mirar atrás.
—Basta —dijo, y dos de los dobermans levantaron la cabeza y se le acercaron lentamente, lamiéndose los belfos ensangrentados.
—
¡Basta!
—repitió el muchacho, y el tercer doberman levantó la cabeza.
Uno de los perros olfateó al doberman muerto. Otro de ellos pasó junto a Liebermann, con el hocico abrió la puerta que había junto a él y salió.
El muchacho fue a pararse entre los pies de Liebermann, mirándole, otra vez con el mechón caído sobre la frente.
Liebermann le miró y señaló el teléfono.
El chico se sacó las manos de los bolsillos y se puso en cuclillas, apoyando los codos sobre las rodillas enfundadas en pana marrón, sueltas las manos entre las piernas. Tenía las uñas sucias.
Liebermann miró el rostro joven y delgado que se inclinaba sobre él: la nariz afilada, el mechón de pelo, los ojos de color azul pálido que le miraban.
—Me parece —comentó el chico— que si no viene alguien a ayudarle y llevarle al hospital, va a morirse pronto —su aliento olía a goma de mascar. Liebermann movió afirmativamente la cabeza.— Podría irme otra vez, con los libros —dijo el chico—, y volver más tarde. Decir que… me quedé dando una vuelta por ahí, como hago a veces. Mi madre no llega a casa hasta las cinco menos veinte. Apuesto a que para entonces usted ya estará muerto.
Liebermann le miraba. Otro doberman salió.
—Si me quedo y llamo a la Policía, ¿les dirá usted lo que yo hice? —preguntó el muchacho.
Liebermann lo pensó, y sacudió la cabeza.
—¿Nunca?
Sacudió la cabeza.
—¿Prometido?
Hizo un gesto de asentimiento.
El muchacho tendió la mano.
Liebermann se la miró.
Miró al muchacho, que también le miraba.
—Si puede usted señalar, también puede dar la mano —dijo el chico.
Liebermann le miraba la mano.
No, se dijo. De cualquier manera te vas a morir. ¿Qué médico puede hacer algo con semejante agujero?
—¿Bueno?
Y tal vez haya otra vida. Tal vez Hannah me esté esperando. Mamá, papá, las niñas…
No te engañes.
Levantó la mano.
Estrechó la mano del chico, lo más débilmente que pudo.
—Era realmente espeluznante —declaró el chico y se levantó.
Liebermann se miraba la mano.
—
¡Quita!
—le gritó el chico a un doberman que seguía afanado con Mengele.
El perro escapó al vestíbulo, después retrocedió, atolondrado, ensangrentado, pasó junto a Liebermann y salió.
El chico se dirigió al teléfono.
Liebermann cerró los ojos.
Se acordó. Los abrió.
Cuando el chico terminó de hablar, le llamó con un gesto.
El chico se acercó.
—¿Agua?
Liebermann hizo un gesto negativo. Volvió a llamarle.
El muchacho se puso en cuclillas junto a él.
—Hay una lista —dijo Liebermann.
—¿Qué? —el chico acercó más el oído.
—Hay una lista —repitió, en voz tan alta como pudo.
—¿Una lista?
—Mira a ver si puedes encontrarla. En su abrigo, tal vez. Una lista de nombres.
Miró al muchacho, que se alejaba hacia el vestíbulo.
Hitler, mi ayudante.
Mantuvo los ojos abiertos.
Miró a Mengele, junto al canapé. Había algo blanco y rojo donde había estado la cara. Huesos y sangre.
Volvió el chico, mirando unos papeles. Liebermann extendió la mano.
—Mi padre figura aquí —observó el chico. La extendió más alto.
El muchacho le miró con inquietud y le dejó el manojo de papeles en la mano.
—Me olvidé; será mejor que le busque.
Cinco o seis hojas mecanografiadas. Nombres, direcciones, fechas. Difíciles de leer sin gafas.
Döring
, tachado.
Horve
, tachado. En otras páginas no había tachaduras.
Dobló los papeles contra el suelo. Después se los metió en el bolsillo de la chaqueta.
Cerró los ojos.
—Hay que vivir. Todavía no hemos terminado. Ladridos, a lo lejos.
—Le encontré.
*
Desde su barba rubia, Greenspan le miraba echando chispas.
—¡Está
muerto
! —susurró—. ¡No podemos interrogarle!
—No importa. Yo tengo la lista.
—¿Qué?
Pelo rubio ondulado, solideo encasquetado, con horquillas.
—No importa. Yo tengo la lista. De todos los padres —con voz tan alta como pudo.
Lo levantaron…, ¡ay!, y le volvieron a bajar. Sobre una camilla. En marcha. Una aldaba en forma de cabeza de perro, aire libre, cielo azul. Una lente diminuta que le miraba, se acercaba, zumbando. Muy cerca, una nariz angulosa.
Había resultado que tenían buenos médicos allí; por lo menos, lo bastante buenos para encontrarse con una mano enyesada, un tubo conectado al brazo y todo el cuerpo cubierto de vendajes, por arriba, por debajo, por delante y por detrás.
Unidad de cuidados intensivos del «Hospital General de Lancaster». Sábado. El viernes se le había perdido.
Quedaría estupendo, le aseguró un médico indio, regordete. Una bala le había atravesado el «mediastino»; al decirlo, el médico se tocó el pecho cubierto por la chaquetilla blanca. Le había fracturado una costilla, lesionado el pulmón izquierdo y algo que se llama «el nervio laríngeo recurrente», y había errado la aorta por
este poco
. Otra bala le había fracturado la cintura pelviana y había quedado alojada en la masa muscular. Una tercera le había dañado los huesos y músculos de la mano derecha, y otra apenas le había raspado una costilla en el costado derecho.