Read Los misterios de Udolfo Online
Authors: Ann Radcliffe
—¿Debo decirle que le veréis, señora? —dijo Ludovico.
—Naturalmente que le veré —replicó Emily.
—¿Pero cuándo, signora, y dónde?
—Eso depende de las circunstancias —contestó Emily—; el lugar y la hora debe ser regulado por sus oportunidades.
—Por lo que se refiere al lugar, mademoiselle —dijo Annette—, no hay otro sitio en el castillo, aparte de este corredor, donde podamos verle con seguridad, lo sabéis; y, por lo que se refiere a la hora, habrá de ser cuando todos los signors estén durmiendo, si es que eso sucede.
—Debes mencionar estas circunstancias al chevalier, Ludovico —dijo Emily, pasando por alto la impertinencia de Annette—, y dejar que sean ellas, a su juicio, las que ofrezcan la mejor oportunidad. Dile que mi corazón no ha cambiado. Pero, por encima de todo, ve a verle cuanto antes; y, Ludovico, creo que no es necesario que te diga que estaré muy inquieta por ti.
Tras desearle buenas noches, Ludovico se marchó, y Emily se retiró a descansar, aunque no a dormir, porque la alegría la mantuvo tan despierta como había estado antes por la desesperación. Montoni y Su castillo habían desaparecido de su imaginación, como las espantosas visiones de un nigromante, y deambuló, una vez más, en las fantasías de una felicidad sin fin:
Como cuando bajo el rayo
de las lunas de verano, en medio de los bosques distantes,
o por la riada, toda plateada con destellos,
las dulces Hadas, corporeizadas, lanzan chorros de luz por el aire.
Pasó una semana antes de que Ludovico visitara de nuevo la prisión, porque los centinelas durante aquel período fueron hombres en los que no podía confiar y temió despertar su curiosidad al pedirles ver al prisionero. En este intervalo comunicó a Emily informes terribles de lo que estaba pasando en el castillo; de broncas, discusiones y disputas más que alarmantes, mientras por algunos detalles que mencionó no sólo dudó de si Montoni tenía la intención de dejarla marchar alguna vez, sino que temió profundamente que hubiera tomado decisiones referentes a ella con las que ya le había amenazado. Su nombre se mencionaba con frecuencia en las conversaciones que mantenían Bertolini y Verezzi, y por este motivo reñían. Montoni había perdido grandes sumas jugando con Verezzi, por lo que existía la temible posibilidad de que sus pretensiones fueran cambiarla por la deuda; pero, como ella ignoraba que había alentado anteriormente las esperanzas de Bertolini, cuando éste le prestó un determinado servicio, no sabía cómo explicarse las disputas entre Bertolini y Verezzi. La causa de ellas no parecía tener importancia, porque veía que se acercaba su propia destrucción de muchos modos, y sus ruegos a Ludovico para que la ayudara a escapar y para que viera de nuevo al prisionero fueron más insistentes que nunca.
Por fin le informó de que había visitado de nuevo al chevalier, que le había indicado que confiara en aquel guardia de su prisión, del que ya había recibido algunas muestras de gentileza, y que le había prometido permitirle que saliera por el castillo durante media hora a la noche siguiente, cuando Montoni y sus acompañantes estuvieran embriagándose.
—Es realmente amable, es cierto —añadió Ludovico—, pero Sebastián sabe que no corre riesgo alguno al dejar salir al chevalier porque, si fuera capaz de rebasar los barrotes y las puertas de hierro del castillo, tendría que ser astuto de verdad. El chevalier me ha pedido que acuda a vos inmediatamente y que os ruegue que le permitáis visitaros esta noche, aunque sea sólo un momento, porque no puede vivir bajo el mismo techo sin veros. Por lo que se refiere a la hora, no puede decir nada, depende de las circunstancias (como vos dijisteis, signora), y en cuanto al lugar desea que lo indiquéis vos para que sea el mejor teniendo en cuenta vuestra seguridad.
Emily estaba tan agitada ante la idea del próximo encuentro con Valancourt que durante algunos momentos no pudo contestar a Ludovico o considerar el lugar de su encuentro. Cuando lo hizo, no vio ninguno que fuera tan seguro como el corredor, próximo a su propia habitación, que no se atrevía a rebasar ante los temores de encontrarse con alguno de los invitados de Montoni en camino hacia su cuarto, y rechazó los escrúpulos que oponía la delicadeza al tener que evitar los peligros de encontrarse con ellos. En consecuencia, se estableció que el chevalier se encontraría con ella en el corredor a una hora de la noche que Ludovico, que estaría vigilante, juzgara segura; y Emily, como se puede imaginar, pasó ese intervalo en un tumulto de esperanza y alegría, ansiedad e impaciencia. Nunca, desde su llegada al castillo había contemplado con tal placer cómo se ocultaba el sol tras las montañas y las sombras del crepúsculo y el velo de oscuridad que cubría el paisaje, como aquella noche. Contó las campanadas del gran reloj y escuchó los pasos de los centinelas al cambiar la guardia con la satisfacción de que había pasado otra hora. «¡Oh, Valancourt! —dijo—, después de todo lo que he sufrido, después de nuestra larga, larguísima separación, cuando pensé que nunca te vería más, vamos a encontraos de nuevo. ¡Oh, yo que he soportado el dolor, la ansiedad y el terror, no debo caer bajo el peso de la alegría!»
El reloj dio finalmente las doce. Abrió la puerta para escuchar si llegaba algún ruido del castillo y oyó los gritos distantes de la fiesta y las risas que despertaron débiles ecos por la galería. Supuso que el signor y sus invitados estaban en el banquete. «Estarán ocupados toda la noche —se dijo—, y Valancourt estará pronto aquí». Tras cerrar con suavidad la puerta, recorrió la habitación con pasos impacientes y hasta se acercó a la ventana para escuchar el laúd, pero todo estaba silencioso. Su agitación aumentaba a cada momento, no pudo mantenerse en pie y se sentó junto a la ventana. Annette, que retuvo a su lado, estaba mientras tanto tan locuaz como de costumbre; pero Emily casi no oía nada de lo que decía, y tras acercarse una vez más a la ventana, percibió las notas del laúd, arrancadas con mano expresiva, y a continuación la voz que había oído antes acompañándolas.
¡Ora muestran creciente amor, ora grata congoja;
alientan tiernos susurros a través del corazón;
ora se desliza una tensión sagrada, más suave,
como cuando manos seráficas imparten una alabanza!
Emily lloró en dudosa alegría y ternura, y cuando la melodía cesó, consideró que se trataba de una señal y que Valancourt estaba a punto de salir de la prisión. Poco después oyó pasos en el corredor: eran ligeros, rápidos, de esperanza; casi no podía mantenerse en pie al oírlos. Abrió la puerta de la habitación y avanzó para encontrarse con Valancourt y, al momento siguiente, cayó en brazos de un desconocido. Su voz, su rostro, la convencieron al instante y perdió el conocimiento.
Al recobrarse, se encontró en brazos de aquel hombre que vigilaba su reacción con rostro de inefable ternura y ansiedad. Emily no tuvo ánimo para replicar o para preguntar, explotó en lágrimas y se liberó de sus brazos, mientras la expresión del rostro del desconocido cambió a la sorpresa y al desencanto, y se volvió a Ludovico pidiendo una explicación. Annette dio la información que Ludovico no podía aportar.
—¡Oh! —dijo con voz trémula interrumpida por sollozos—. ¡Oh, señor!, no sois el otro chevalier. Esperábamos a monsieur Valancourt, pero no sois vos. ¡Oh, Ludovico! ¿Cómo has podido engañaos así? ¡Mi pobre señora no podrá recobrarse nunca!
El desconocido, que parecía muy agitado, trató de hablar, pero le fallaron las palabras, y golpeándose la frente con la mano, con gesto de desesperación, se volvió hacia el otro extremo del corredor.
Annette se secó de pronto las lágrimas y le habló a Ludovico.
—Quizá —dijo—, el otro chevalier no es éste; tal vez el chevalier Valancourt esté también abajo.
Emily levantó la cabeza.
—No —replicó Ludovico—, monsieur Valancourt nunca ha estado abajo si este caballero no es él. Si vos, señor —dijo Ludovico dirigiéndose al desconocido—, hubierais tenido la bondad de confiarme vuestro nombre, este error se habría evitado.
—Efectivamente —replicó el desconocido hablando en mal italiano—, pero era muy importante para mí que mi nombre permaneciera oculto a Montoni. Señora —añadió entonces dirigiéndose a Emily en francés—, permitidme que os presente mis excusas por el dolor que os he ocasionado y que os explique a vos a solas mi nombre y las circunstancias que me han conducido a este error. Soy francés, soy compatriota vuestro, nos encontramos en un país extranjero.
Emily trató de animarse, aunque dudaba en acceder a su ruego. Finalmente indicó a Ludovico que esperara en la escalera y retuvo a Annette, indicando al desconocido que la sirviente sabía muy poco italiano y le rogó que le comunicara lo que deseaba decir en esta lengua.
Tras haberse retirado Ludovico a una parte distante del corredor, el desconocido, con un profundo suspiro, dijo:
—Vos, madame, no me sois desconocida, aunque haya sido tan desgraciado porque no me conocierais. Me llamo Du Pont. Soy francés, de Gascuña, vuestra provincia natal, y hace largo tiempo que os admiro y, ¿por qué he de ocultarlo?, hace largo tiempo que os amo. —Se detuvo, pero al momento siguiente continuó—. Mi familia, señora, probablemente no os es desconocida, ya que vivimos a pocas millas de La Vallée y he tenido algunas veces la felicidad de encontraros en visitas a la vecindad. No os ofenderé repitiendo cuánto me interesáis, cuánto me ha gustado pasear por los escenarios que vos frecuentabais, cuántas veces he visitado vuestro pabellón de pesca favorito y lamentado la circunstancia que, en aquel tiempo, me impidió revelaros mi pasión. No os explicaré cómo caí en la tentación y fui poseedor de un tesoro que era para mí inestimable, un tesoro que entregué a vuestro mensajero hace unos días con esperanzas muy distintas a las presentes. No diré nada de aquellas circunstancias, porque sé que dirían poco en mi favor; permitidme únicamente que os suplique mi perdón y que me retoméis el retrato que yo he devuelto con tan poca fortuna. Vuestra generosidad perdonará el hurto y me devolverá el premio. Mi delito ha sido mi castigo, porque el retrato que robé ha contribuido a acrecentar mi pasión, que se ha convertido en mi tormento.
Emily le interrumpió:
—Creo, señor, que debo dejar a vuestra integridad el decidir si, después de lo que acaba de suceder en relación con monsieur Valancourt, debo devolveros el retrato. Creo que reconoceréis que no sería generosidad y me permitiréis añadir que sería hacerme una injusticia. Debo considerarme honrada por vuestra buena opinión, pero —y dudó— el error de esta noche hace innecesario que diga nada más».
—¡Así es, señora, así es! —dijo el desconocido, quien, tras una larga pausa prosiguió—, pero me permitiréis que mi interés, ya que no mi amor, sirvan para que aceptéis los servicios que os ofrezco. Sin embargo, ¿qué servicios puedo ofrecer? Estoy prisionero, sufro como vos. Pero, pese a lo importante que es para mí la libertad, no correría por ella la mitad de los riesgos de los que pudiera encontrar para liberaros de este lugar de vicio. Aceptad los servicios ofrecidos por un amigo; no me rehuséis el premio de intentar al menos merecer vuestro agradecimiento.
—Ya lo merecéis, señor —dijo Emily—; el deseo merece mis más encendidas gracias, pero me excusaréis por recordaros el peligro en que incurrís prolongando esta entrevista. Será de gran consuelo para mí recordar, tanto si vuestros amistosos intentos de liberarme tienen éxito como si no, que tengo un compatriota que tan generosamente podría protegerme.
Monsieur Du Pont cogió su mano, que ella trató débilmente de retirar, y puso en ella sus labios respetuosamente.
—Permitidme respirar otro ferviente suspiro de vuestra felicidad —dijo—, y consolarme con ese afecto que no puedo conseguir.
Según decía esto, Emily oyó un ruido procedente de su habitación, y al volverse vio que la puerta de la escalera estaba abierta y que un hombre entraba en su cámara.
—Te enseñaré a conseguirlo —gritó mientras avanzaba por el corredor enarbolando un estilete que dirigió a Du Pont, que estaba desarmado.
Éste dio un paso atrás y evitó el golpe, lanzándose después sobre Verezzi para arrebatárselo. Mientras peleaban, Emily, seguida por Annette, corrió por el corredor llamando a Ludovico, que se había ido a la escalera, y según avanzaba aterrorizada e insegura sobre lo que debía hacer, un ruido distante, que parecía proceder del vestíbulo, le recordó los peligros en los que podría verse envuelta. Envió a Annette en busca de Ludovico y regresó al lugar donde Du Pont y Verezzi luchaban por la victoria. Era su causa la que se decidiría con el primero de ellos; su conducta, independientemente de esta circunstancia, le interesaba para su éxito, incluso aunque no le temiera ni le desagradara Verezzi. Se dejó caer en una silla y les suplicó que desistieran de más violencia, hasta que, finalmente, Du Pont logró que Verezzi cayera al suelo, donde quedó conmocionado por la violencia del golpe. Entonces animó a Du Pont a escapar, antes de que Montoni o sus gentes pudieran aparecer, pero él se negó a dejarla desprotegida, y, mientras Emily, más atemorizada por él que por sí misma, trataba de convencerle, oyeron pasos que subían por la escalera privada.
—¡Oh, estáis perdido! —gritó—, son los hombres de Montoni.
Du Pont no contestó, pero sostuvo a Emily, mientras con el rostro firme aunque inquieto, esperó su aparición. Sin embargo fue Ludovico quien apareció en la puerta. Echó una mirada preocupada por la habitación:
—¡Seguidme —dijo—, si valoráis en algo vuestras vidas; no tenemos minuto que perder!
Emily preguntó lo que ocurría y a dónde tenían que ir.
—No puedo quedarme aquí para contároslo, signora —replicó Ludovico—. ¡Huid! ¡Huid!
Le siguió inmediatamente, acompañado por monsieur Du Pont, escaleras abajo, cuando recordó que había quedado Annette y preguntó por ella.
—Nos espera más adelante, signora —dijo Ludovico casi sin aliento—, las puertas estaban abiertas hace un momento para que entrara un grupo que viene de las montañas. ¡Me temo que serán cerradas antes de que lleguemos a ellas! Por esa salida, signora —añadió Ludovico bajando la lámpara—. ¡Tened cuidado! Hay dos escalones.
Emily le siguió temblando más aún cuando comprendió que su huida del castillo dependía de aquel momento, mientras Du Pont la ayudaba y trataba según corría de animarla.
—Hablad bajo, signor —dijo Ludovico—, estos pasadizos envían ecos por todo el castillo.
—¡Cuida de la luz! —exclamó Emily—, vas tan deprisa que el aire la apagará.