Read Los misterios de Udolfo Online
Authors: Ann Radcliffe
Según Blanche se aproximaba aparecieron las líneas góticas de aquella vieja mansión. Primero un torreón almenado, elevándose por encima de los árboles; después, el arco de una inmensa puerta de entrada, situada tras ellos y, en su fantasía, se vio aproximándose al castillo, como se suele contar en viejas historias, donde los caballeros contemplan desde las almenas a un campeón que, vestido con una armadura negra, acude con sus compañeros a rescatar a la dama de sus sueños de la opresión de su rival; un tipo de leyendas a las que una o dos veces había tenido acceso en la biblioteca del convento que, como muchas otras pertenecientes a los monjes, estaba llena de esas reliquias de la ficción romántica.
Los carruajes se detuvieron a la entrada que conducía a los dominios del castillo, pero que estaba cerrada. La gran campana que en otro tiempo había servido para anunciar la llegada de forasteros, había caído desde su lugar y uno de los criados gateó por una parte derruida del muro para informar a los de dentro de la llegada de su señor.
Blanche, apoyada en la ventanilla del carruaje, se sumergió en las emociones dulces y suaves que despertaban las horas y el escenario. El sol se había ocultado y el crepúsculo comenzaba a oscurecer las montañas, mientras que las aguas distantes, reflejando los últimos rayos del oeste, parecían una línea de luz extendiéndose por el horizonte. El leve murmullo de las olas, rompiendo en la playa, llegó con la brisa y, de cuando en cuando, el tono melancólico de los remos se oía débilmente a lo lejos. Pudo sumergirse en estos pensamientos, ya que los de los demás lo estaban en temas de su propio interés. La condesa, recordando con contrariedad los alegres entretenimientos que había dejado en París, contempló con disgusto lo que le parecían bosques y agreste soledad de aquel escenario. Los sentimientos de Henri eran similares a los de la condesa. Lanzó un profundo suspiro pensando en las delicias de la capital, y al recordar a una dama, que según creía, había logrado su afecto y que desde luego fascinaba su imaginación; pero el lugar que le rodeaba y el modo de vida al que se acercaba tenían al menos para él el encanto de la novedad y su contrariedad se vio suavizada por las alegres expectativas de la juventud.
Tras ser abiertas las puertas, el carruaje avanzó lentamente bajo los frondosos castaños que casi ocultaban los restos del día, siguiendo lo que había sido un camino, pero que estaba ahora cubierto por vegetación y que podía seguirse por los límites marcados por los árboles a ambos lados y que se extendía casi media milla hasta llegar al castillo. Era la misma avenida por la que St. Aubert y Emily entraron cuando llegaron con la esperanza de encontrar una casa en la que les pudieran recibir para pasar la noche y que abandonaron tan abruptamente al darse cuenta de lo abandonado del lugar y por una figura que el postillón había imaginado que era la de un ladrón.
—¡Qué lugar tan desolado! —exclamó la condesa mientras el carruaje penetraba más profundamente por el bosque—, ¡no puedo creer, señor, que pretendáis pasar todo el otoño en este bárbaro lugar! Deberíamos haber traído una copa con las aguas del Leteo para que el recuerdo de escenas más agradables pudiera suavizar la dureza natural de éstas.
—Me dirigen las circunstancias, señora —dijo el conde—, pero este bárbaro lugar ha estado habitado por mis antepasados.
El carruaje se detuvo en el castillo, en el que, a la puerta del gran vestíbulo, apareció el viejo mayordomo y los criados parisinos que habían sido enviados para preparar el lugar, esperando a recibir a su señor. La condesa advirtió entonces que el edificio no estaba construido totalmente en estilo gótico, sino que tenía adiciones de fechas más modernas; sin embargo, el amplio y tenebroso vestíbulo en el que ya había entrado era totalmente gótico, y los suntuosos tapices que colgaban de los muros y que con la oscuridad no pudo distinguir, reflejaban escenas de viejos romances provenzales. Una ventana gótica, rodeada de clematis y eglatinas que se extendían hacia el sur, llevaba la mirada, puesto que las contraventanas estaban abiertas, a través de una sombra verdosa, a un jardín que se prolongaba hacia los oscuros bosques que colgaban de un promontorio. Más allá aparecían las aguas del Mediterráneo extendiéndose desde el sur al este, donde se perdían en el horizonte; mientras que hacia el noreste se mezclaban con las playas del Languedoc y Provenza, enriquecidas con árboles, alegres con los viñedos y extensos pastos; y hacia el sudeste, por los majestuosos Pirineos, que se ocultaban a la mirada tras la creciente oscuridad.
Blanche, al cruzar el vestíbulo, se detuvo un momento para observar el paisaje que oscurecía el crepúsculo pero que aún no ocultaba. Pero no tardó en despertar de la complacencia que le había producido, pues la condesa, descontenta con todo lo que la rodeaba e impaciente por comer y descansar, avanzó rápidamente hacia un amplio salón cuyas ventanas estrechas y su techo cubierto con artesonado de madera de ciprés daban un aspecto sombrío, que los sillones y sofás de terciopelo verde, adornados con oro, habían servido en otro tiempo para suavizar.
Mientras la condesa solicitaba un refrigerio, el conde, acompañado por su hijo, marchó a ver otras partes del castillo, y Blanche continuó contrariada como testigo del descontento y del malhumor de su madrastra.
—¿Cuánto tiempo has vivido en este lugar desolado? —dijo la señora al viejo mayordomo que acudió para atenderla.
—Más de veinte años, su señoría, que se cumplirán en la próxima fiesta de San Jerónimo.
—¿Cómo es posible que hayas vivido aquí tanto tiempo y además casi solo? Según creo el castillo ha estado cerrado durante años.
—Sí, señora, lo ha estado durante muchos años después de la muerte del señor, el conde, que fue a la guerra. Pero hace más de veinte años desde que yo y mi marido entramos a su servicio. La casa es tan grande y ha tan solitaria últimamente que nos sentíamos perdidos en ella y, pasado algún tiempo, nos fuimos a vivir a la cabaña que hay al final del bosque, cerca de algunos de los arrendatarios, y veníamos a echar una mirada al castillo de tiempo en tiempo. Cuando mi señor regresó a Francia de la guerra se sintió a disgusto aquí, y ya no vivió más, y estuvo conforme con que nos quedáramos en la cabaña. ¡Cómo ha cambiado el castillo! ¡Cómo se preocupaba por él mi difunta ama! La recuerdo muy bien cuando vino recién casada, y lo delicada que era. Ahora, después de haberlo dejado abandonado tanto tiempo, está en decadencia. ¡Esos días no volverán!
La condesa pareció algo ofendida por la rudeza de su simplicidad y del modo con que aquella vieja criada echaba de menos otros tiempos. Dorothée añadió:
—El castillo va a ser habitado de nuevo y animado, pero por nada del mundo me quedaría a vivir en él sola.
—No creo que se haga el experimento —dijo la condesa, contrariada porque su silencio no había sido capaz de contener la locuacidad de la vieja ama de llaves, que ahora se ocupaba en atender al conde que había regresado. Explicó que había visto una parte del castillo, comprobando que requería considerables reparaciones y algunos cambios antes de que fuera perfectamente confortable como lugar de residencia.
—Siento que sea así, señor —replicó la condesa.
—¿Por qué?
—Porque el lugar no os compensará de las molestias, aunque se tratara de un paraíso, ya que está a una distancia insufrible de París.
El conde no contestó, pero paseó abruptamente hacia una ventana.
—Hay ventanas, mi señor, pero no sirven para entretenerse o para que entre luz; muestran sólo escenas dé la naturaleza salvaje.
—No sé qué queréis decir, señora —dijo el conde—, al llamarlo naturaleza salvaje. ¿Merecen ese nombre esas llanuras, esos bosques o esa expansión del agua?
—Esas montañas, desde luego, mi señor —prosiguió la condesa señalando a los Pirineos—, y este castillo, aunque no sea un trabajo de la naturaleza desnuda, es, para mi gusto de un arte salvaje.
El conde se puso ligeramente rojo.
—Este lugar, señora, es obra de mis antepasados —dijo—, y me permitiréis que os diga que vuestra conversación en este momento no descubre ni buen gusto ni buenas maneras.
Blanche, alterada por la discusión, que parecía aumentar hasta algo más serio, se levantó para abandonar la habitación, cuando entró la amiga de su madre. La condesa, manifestando el deseo de ver sus habitaciones, se retiró atendida por mademoiselle Beam.
Como aún no era totalmente de noche, Blanche aprovechó la oportunidad para explorar nuevos rincones y, tras salir del salón, cruzó desde el vestíbulo a una amplia galería cuyos muros estaban decorados con pilastras de mármol, en las que se apoyaba un techo ojival decorado con un fino trabajo de mosaico. A través de un ventanal distante, en el que parecía terminar la galería, se veían las nubes de color púrpura de la tarde y un paisaje cuyo aspecto ligeramente velado por el crepúsculo ya no era claramente distinguible, sino que se amalgamaba en una gran masa que se extendía hasta el horizonte, sólo coloreada con un tinte solemne de color gris.
La galería desembocaba en un salón, al que pertenecía la ventana que se veía a través de la puerta abierta; pero la oscuridad creciente sólo le permitió a Blanche una vista imperfecta de esta habitación, que daba la impresión de ser magnífica y de moderna arquitectura, aunque se había visto afectada por el deterioro general o nunca había sido concluida con propiedad. Los ventanales, que eran numerosos y amplios, descubrían el paisaje que se presentó ante la imaginación de Blanche como encantador, por lo que se mantuvo algún tiempo tratando de penetrar en la oscuridad gris y dibujar bosques y montañas imaginarias, valles y ríos, bajo la noche. Sus sensaciones se vieron apoyadas, más que interrumpidas, por el ladrido distante de un perro guardián, y por la brisa que agitaba el ligero follaje de los matorrales. De cuando en cuando, durante un momento, aparecía entre los árboles la luz de una cabaña, y, finalmente, se oyó muy lejos la campana de la tarde de un convento que se perdía en el aire. Cuando se retiró y alejó sus pensamientos de aquella feliz contemplación, quedó impresionada por la penumbra y por el silencio del salón. Buscó la puerta que conducía a la galería y siguió durante largo tiempo por un oscuro pasillo que la condujo a un vestíbulo distinto del que había visto antes. Por la luz del crepúsculo que entraba por un pórtico abierto pudo distinguir que se trataba de una habitación ligera y de etérea arquitectura, y que el pavimento era de mármol blanco; pilares del mismo material soportaban el techo, que se elevaba en arcos construidos al estilo árabe. Mientras Blanche se detuvo en los escalones del pórtico, la luna se elevó sobre el mar y descubrió parcialmente las bellezas de la elevación en la que se encontraba, donde la hierba, excesivamente crecida, cubría todo hasta los bosques que casi rodeaban el castillo, extendiéndose desde el lado sur del promontorio hasta el mismo margen del océano. Más allá de los bosques, hacia el norte, se veía la extensa superficie de las planicies de Languedoc; y, hacia el este, el paisaje que había visto de modo impreciso anteriormente, con las torres de un monasterio, iluminadas por la luna, asomando por encima de las ramas oscuras.
Un tinte suave y en sombras que cubría la escena, las olas que se ondulaban a la luz de la luna y su leve murmullo en la playa, fueron circunstancias que unidas elevaron el ánimo poco acostumbrado de Blanche al entusiasmo.
«He vivido tanto tiempo en este mundo glorioso —se dijo— y nunca hasta ahora había visto cosas semejantes, nunca había experimentado estas sensaciones. Cualquier muchacha campesina, en las tierras de mi padre, ha contemplado desde su infancia el rostro de la naturaleza; ha corrido, en libertad, sus agrestes y románticos campos, mientras yo he estado encerrada en un claustro sin poder ver estas hermosas apariciones que fueron pensadas para encantar a todos los ojos y para despertar todos los corazones. ¿Cómo es posible que las pobres monjas y los frailes sientan el fervor íntegro de la devoción, si nunca han visto salir el sol, o ponerse? Nunca, hasta esta tarde, he sabido lo que es la verdadera devoción, porque nunca antes de hoy había visto desaparecer el sol más allá de la vasta tierra. Mañana, por primera vez en mi vida, le veré salir. ¡Oh!, ¿cómo podría vivir en París para ver los muros negros y las calles sucias, cuando, en el campo, puedo contemplar los cielos azules y todo el verdor de la tierra?»
Este soliloquio entusiasta fue interrumpido por un extraño ruido en el vestíbulo y, mientras la soledad del lugar la hizo sensible al temor, creyó percibir que algo se movía entre los pilares. Durante un momento continuó silenciosa observándolo, hasta que avergonzada de sus ridículas aprensiones, reunió el valor suficiente para preguntar quién andaba por allí.
—¡Oh!, mi joven ama, ¿sois vos? —dijo el ama de llaves que había acudido a cerrar las ventanas—, me alegra encontraros.
El tono en que pronunció estas palabras, casi sin aliento, despertó las sospechas de Blanche, que dijo:
—Pareces asustada, Dorothée, ¿qué sucede?
—No, asustada no, mademoiselle —replicó Dorothée dudosa y tratando de aparentar firmeza—, pero soy vieja y cualquier cosa me inquieta —Blanche sonrió—. Me alegro de que mi señor el conde venga a vivir al castillo —continuó Dorothée—, ya que hace demasiados años que está desierto y sombrío; ahora el lugar parecerá como solía ser, cuando vivía mi pobre ama.
Blanche preguntó cuánto tiempo hacía desde la muerte de la marquesa.
—Hace tanto que he dejado de contar los años. Para mí el lugar ha quedado lleno de tristeza desde entonces. Os habéis perdido, mademoiselle, os mostraré el camino al otro lado del castillo.
Blanche preguntó cuánto hacía que había sido construida aquella parte del edificio.
—Poco después del matrimonio de mi señor —replicó Dorothée—, el lugar era suficientemente grande sin esta añadido, ya que muchas habitaciones del edificio viejo no se usaron nunca, y mi señor tenía un extraordinario mobiliario, pero creía que la parte vieja era triste, y ¡así es!
Blanche manifestó su deseo de que le mostrara la parte no habitada del castillo, y como los pasillos estaban totalmente a oscuras, Dorothée la condujo por el borde del césped al lado opuesto del edificio, donde al abrir la puerta del vestíbulo principal se encontró con mademoiselle Beam.
—¿Dónde habéis estado? —dijo—, había empezado a pensar que os había retenido alguna aventura maravillosa y que el gigante de este castillo encantado, o el fantasma, que sin duda lo tiene embrujado, os había llevado a través de una puerta secreta a alguna mazmorra subterránea, de la que no regresaríais nunca.