Read Los misterios de Udolfo Online
Authors: Ann Radcliffe
Emily compró un sombrero de paja de los que llevan las muchachas campesinas de Toscana y algunas otras pequeñas cosas necesarias para el viaje y, tras el cambio de los caballos cansados por otros mejores, continuó su camino, mientras el sol ascendía sobre las montañas. Recorrieron aquel paisaje romántico durante varias horas y después descendieron al valle del Amo. Allí, Emily contempló los encantos del paisaje selvático y pastoril, adornado con las elegantes villas de los nobles florentinos y con la variedad de sus ricos cultivos. ¡Qué hermosos arbustos cubrían las entradas de los bosques, dispuestos como en un anfiteatro a lo largo de las montañas!, y sobre todo, ¡qué perfil tan elegante ofrecían los Apeninos, suavizando el aspecto salvaje que exhibían en las regiones interiores! Hacia el este, en la distancia, Emily descubrió Florencia, con sus torres elevándose en un horizonte brillante y extendiéndose en toda su grandeza al pie de los Apeninos, salpicada de jardines y de villas magníficas, o iluminada con los grupos de naranjos y limoneros, los viñedos, los maizales y las plantaciones de olivos. Hacia el oeste, el valle se abría hacia las aguas del Mediterráneo, tan distantes que sólo se percibían como una línea azul que surgía sobre el horizonte y por la bruma del mar que aparecía por encima.
Con el corazón lleno de alegría, Emily saludó a las olas que la llevarían de regreso a su país natal, cuyo recuerdo, no obstante, la llenó de dolor, porque ya no le quedaba hogar alguno ni parientes que le dieran la bienvenida, pero iba, como un triste peregrino, a llorar sobre un lugar triste, donde él, su padre, yacía enterrado. Tampoco se levantó su ánimo cuando consideró lo que podría tardar en ver a Valancourt, tal vez acuartelado con su regimiento en alguna parte distante de Francia y que, cuando se encontraran, sólo podrían lamentar el éxito de la villanía de Montoni. Con todo, sintió una satisfacción inexpresable ante la idea de verse de nuevo en el país de Valancourt, aunque fuera incierto el que pudieran encontrarse.
El intenso calor, ya que había llegado el mediodía, obligó a los viajeros a buscar un refugio en la sombra, donde pudieran descansar durante unas horas, y los campos próximos, llenos de uvas silvestres, frambuesas e higos, les prometían suficiente alimento. Poco después se dirigieron a una enramada que con su espeso follaje les libraría de los rayos del sol, y donde un manantial que salía de las rocas refrescaba el aire, así que desmontaron y dejaron en libertad a los caballos. Annette y Ludovico corrieron a recoger fruta y pronto volvieron con una buena provisión. Los viajeros se sentaron en el césped bajo la sombra de las ramas de un pino y de los cipreses, rodeados con tal profusión de flores fragantes que Emily casi no había visto nunca, incluso en los Pirineos, y tomaron su sencilla comida, contemplando con satisfacción bajo la oscura sombra de los pinos gigantes el brillante paisaje que se extendía hacia el mar.
Emily y Du Pont quedaron cada vez más pensativos y silenciosos, pero Annette estaba llena de júbilo y locuacidad, y Ludovico muy alegre, sin olvidar la respetuosa distancia que debía a sus acompañantes. Al terminar la comida, Du Pont recomendó a Emily que tratara de dormir durante aquellas horas más pesadas, y propuso lo mismo a los criados, mientras él montaba la guardia. Sin embargo, Ludovico le liberó de ello, y Emily y Annette, cansadas por el viaje, trataron de descansar mientras él se quedaba de guardia con el trabuco.
Cuando Emily se despertó reconfortada por el descanso, encontró al centinela dormido en su puesto y a Du Pont atento, pero perdido en melancólicos pensamientos. Como el sol estaba aún demasiado alto para que les permitiera continuar su camino y, por otra parte, era necesario que Ludovico, tras las agitaciones y problemas que había sufrido, concluyera su sueño, Emily aprovechó la oportunidad para preguntar a Du Pont cómo había llegado a ser hecho prisionero por Montoni, y él, contento por el interés que la pregunta implicaba y por la excusa que le daba para hablarle de sí mismo, satisfizo inmediatamente su curiosidad.
—Vine a Italia —dijo Du Pont—, sirviendo a mi país. En una avanzada por las montañas, nuestro grupo se enfrentó a los de Montoni y fue derrotado, y yo, con algunos de mis compañeros, hecho prisionero. Cuando me dijeron de quién estaba cautivo, el nombre de Montoni me sorprendió, porque recordé que madame Cheron, vuestra tía, se había casado con un italiano de ese mismo nombre y que vos los habíais acompañado a Italia. Sin embargo, pasó algún tiempo antes de que pudiera convencerme de que se trataba del mismo Montoni y que estabais bajo el mismo techo que yo. No os molestaré describiéndoos cuáles fueron mis inquietudes al descubrirlo, gracias a un centinela que ya había logrado que se pusiera de mi parte y que me concedió muchas libertades, una de las cuales era muy importante para mí y muy peligrosa para él; pero insistió en negarse a llevaros una carta o informaros de mi situación, porque temía ser descubierto y la venganza consecuente de Montoni. No obstante, me permitió veros más de una vez. Os sorprendéis señora, pero os lo explicaré. Mi salud y mi ánimo sufrían extremadamente ya que necesitaba aire y ejercicio y, por fin, logré conmover su piedad o su avaricia y me ofreció la oportunidad de pasear por la terraza.
Emily escuchó atentamente la narración de Du Pont, que continuó:
—Al acceder a ello sabía que no tenía nada que temer en cuanto a que pudiera escaparme del castillo, que estaba fuertemente vigilado, y porque la terraza más próxima a la que salía daba a un corte vertical de la roca. También me mostró una puerta oculta en un lado de la cámara en la que estaba recluido, que me enseñó cómo abrir y que conducía a un pasadizo, formado en el espesor de los muros, que se extendía a lo largo del castillo y salía por un rincón oscuro a la muralla del lado este. He sido informado de que hay muchos pasadizos como ése ocultos en los muros prodigiosos del edificio y que, sin duda, fueron construidos con el propósito de facilitar las huidas en tiempo de guerra. A través de ese pasadizo, a medianoche, salí muchas veces a la terraza, con la mayor precaución posible para evitar que mis pasos pudieran descubrirme a los centinelas que estaban en los extremos, ya que esta zona, protegida por edificios más altos, no estaba bajo el control de los soldados. En uno de esos paseos nocturnos vi luz en uno de los ventanales que se abren sobre la muralla y comprobé que era el inmediatamente superior al de mi habitación. Pensé que pudierais estar en aquel cuarto y, con la esperanza de veros, me situé frente a la ventana.
Emily, recordando la figura que había visto aparecer en la terraza y que le había ocasionado tanta ansiedad, exclamó:
—Erais vos entonces, monsieur Du Pont, quien me ocasionó temores innecesarios. Mi ánimo estaba entonces tan agitado por largos sufrimientos que se conmovía ante cualquier indicio.
Du Pont, tras lamentar haber sido el causante de aquellos temores, añadió:
—Me apoyé en el muro frente a vuestra ventana y la consideración de mi propio estado y vuestra situación melancólica me obligó a musitar lamentaciones involuntarias que supongo llegaron hasta vos. Vi a una persona que creí que erais vos. ¡Oh!, no diré nada de mis emociones de aquel momento. Quise hablar, pero la prudencia me contuvo, hasta que los pasos de un centinela me forzaron a abandonar el lugar. Pasó algún tiempo antes de que tuviera otra oportunidad de pasear, ya que sólo podía salir de mi prisión cuando coincidía la guardia de uno de los hombres que me custodiaban. Mientras tanto me convencí por algunos detalles que me contó de que vuestra habitación estaba sobre la mía, y, cuando volví a salir, me situé de nuevo ante vuestra ventana, donde os vi pero sin atreverme a hablaros. Os saludé con la mano y de pronto desaparecisteis. Olvidé mi prudencia y volví a lamentarme. Aparecisteis una vez más, os oí, ¡oí el bien conocido acento de vuestra voz!, y en aquel momento mi discreción se habría visto traicionada de no haber oído los pasos que se aproximaban de uno de los soldados, por lo que me alejé de inmediato, aunque no antes de que él me viera. Me siguió por la terraza y me alcanzó tan rápido que me obligó a usar de una estratagema bastante ridícula para salvarme. Había oído que muchos de esos hombres son muy supersticiosos y produje un ruido extraño con la esperanza de que mi perseguidor me confundiera con algo supernatural y desistiera de sus propósitos. Por suerte para mí, acerté. Parece que aquel hombre sufría de ataques y el terror que sintió le hizo caer en uno de ellos, lo que aproveché para escapar. La idea del peligro del que había escapado y el aumento de la vigilancia que mi aparición había ocasionado entre los centinelas, me impidió incluso atreverme a pasear por la terraza; pero, en la tranquilidad de la noche, me entretuve con frecuencia con un viejo laúd que me consiguió un soldado, y a veces cantaba con la esperanza de que me oyerais; de ello tuve noticias hace unos días y me pareció que llegaba vuestra voz con el viento, llamándome. No me atreví a replicar temiendo que el centinela de puerta me oyera. ¿Estaba en lo cierto, señora, en mi sospecha, de que erais vos quien hablaba?
—Sí —dijo Emily con un suspiro involuntario—, estabais en lo cierto.
Du Pont, al observar las emociones que había removido, cambió de tema.
—En una de esas incursiones por el pasadizo, que he mencionado, oí una extraña conversación —dijo.
—¡En el pasadizo! —dijo Emily sorprendida.
—Lo oí en el pasadizo —dijo Du Pont—, pero procedía de una habitación que cruzaba por el muro, y la capa era tan fina en las paredes y estaba tan deteriorada que pude distinguir todas las palabras que se dijeron al otro lado. Montoni y sus acompañantes estaban juntos en la habitación, y él empezó a relatar la extraordinaria historia de la señora que fue su predecesora en el castillo. Mencionó algunas circunstancias sorprendentes y su conciencia dirá si responden o no exactamente a la verdad, aunque me temo que se decidiera en contra de él. Pero vos, señora, tenéis que haber oído hablar de ese asunto al que se refería en relación con el misterioso destino de la dama.
—Así es, señor —replicó Emily—, y me parece advertir que lo dudáis.
—Ya dudaba de ello antes del momento del que os estoy hablando —prosiguió Du Pont—, pero alguno de los detalles mencionados por Montoni contribuyeron en gran medida a mi sospecha. El relato que oí entonces casi me convenció de que él fue el asesino. Temblé por vos, más aún porque oí a alguno de los invitados mencionar vuestro nombre de un modo que hubiera amenazado vuestra tranquilidad. Sabiendo que la mayoría de los hombres impíos son con frecuencia los más supersticiosos, decidió que ya que no podía despertar sus conciencias, podría asustarles para que no cometieran el crimen que planeaban. Escuché atentamente a Montoni, y en los pasajes más sorprendentes de su historia intervine repitiendo sus últimas palabras en un tono temeroso.
—¿No teníais miedo de ser descubierto? —dijo Emily.
—No —replicó Du Pont—, porque sabía que si Montoni hubiera estado enterado de la existencia del pasadizo secreto, no me habría confinado en aquella habitación, a la que conducía. También sabía, por otras razones, que lo ignoraba. El grupo no pareció oír mi voz durante algún tiempo, pero por fin se asustaron tanto que abandonaron el salón, y al oír a Montoni que ordenaba a sus criados que lo registraran, regresé a mi habitación, que estaba muy distante de esa zona del pasadizo.
,Recuerdo perfectamente haber oído la conversación que mencionáis —dijo Emily—, se extendió un temor general entre las gentes de Montoni y debo reconocer que fui lo suficientemente débil como para participar del mismo.
Monsieur Du Pont y Emily continuaron así hablando de Montoni, después de Francia y del plan de su viaje. Emily le dijo que tenía la intención de retirarse a un convento en el Languedoc, donde había sido tratada con gran amabilidad, y desde allí escribir a su pariente, monsieur Quesnel, e informarle de su situación. Allí deseaba esperar hasta recuperar La Vallée, donde confiaba que sus ingresos pudieran permitirle regresar. Du Pont le informó que las propiedades que Montoni había tratado de quitarle no estaban perdidas del todo y la felicitó por haber, escapado de él, que, sin duda, tenía la intención de tenerla secuestrada de por vida. La posibilidad de recuperar las propiedades de su tía para Valancourt y para ella misma llenaron de júbilo el corazón de Emily, como hacía mucho tiempo que no sentía, pero trató de ocultárselo a monsieur Du Pont, ya que además le produciría el doloroso recuerdo de su rival.
Continuaron conversando hasta que el sol empezó a declinar por el oeste. Du Pont despertó entonces a Ludovico y reemprendieron la marcha. Descendieron gradualmente las últimas estribaciones del valle hasta alcanzar el Amo, que siguieron por su margen durante muchas millas, disfrutando recuerdos que su movimiento clásico revivía. A lo lejos oyeron las alegres canciones de los campesinos en los viñedos y observaron el color amarillo con que se teñían las olas en la puesta del sol, mientras un tono púrpura oscuro se extendía por las montañas en el crepúsculo hasta oscurecerse en la noche. Entonces las
lucciola,
las luciérnagas de Toscana, empezaron a lucir entre las ramas, mientras que la
cicala,
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con su nota aguda, se hizo más clamorosa que incluso en el calor del mediodía, gozando mejor de la hora en la que el escarabajo inglés, con sonidos menos hirientes,
retuerce
su pequeña pero sucia trompa,
tantas veces como se alza en medio del sendero sombrío,
contra el peregrino que pasa, en descuidado zumbido.
[33]
Los viajeros cruzaron el Amo a la luz de la luna, en una balsa, y al enterarse de que Pisa distaba sólo unas pocas millas siguiendo el camino del río, trataron de llegar hasta allí en barca, pero como no pudieron conseguirla, prosiguieron en sus cansados caballos hacia aquella ciudad. Según se aproximaban, el valle se abría en una planicie cubierta de viñedos, maizales, olivos y zarzas; pero ya era tarde cuando llegaron a las puertas, donde Emily se sorprendió al oír el ruido de pasos y el sonido de instrumentos musicales, así como grupos alegres que llenaban las calles y que le produjeron la impresión de estar de nuevo en Venecia. Sin embargo no había un mar iluminado por la luna, ni alegres góndolas cruzando las olas, ni palacios
Palladian,
para cubrir de encantamiento la fantasía y despertar cuentos de hadas. El Amo cruzaba la ciudad, pero no había música que brotara desde los balcones sobre las aguas; sólo se oían las voces inquietas de los marineros a bordo de los barcos que acababan de llegar del Mediterráneo; la melancolía de levar anclas y los agudos pitidos de los barcos, sonidos que los sumergieron en el silencio. Sin embargo, sirvieron para recordar a Du Pont que cabía la posibilidad de que hubiera algún barco que saliera pronto para Francia desde aquel puerto, con lo que se librarían de tener que ir a Liorna. Tan pronto como Emily llegó a la posada, él se fue al muelle, pero después de sus preguntas y las que hizo Ludovico, no tuvieron información de que saliera barco alguno con destino inmediato a Francia y ambos regresaron al lugar de descanso. Allí, Du Pont trató también de saber dónde estaba su regimiento, pero no pudo obtener información alguna. Los viajeros se retiraron pronto a descansar tras las fatigas del día, y al siguiente se levantaron temprano, y sin detenerse a contemplar las bellezas del lugar o las maravillas de la torre inclinada, siguieron su camino en las horas más frescas, a través de un paisaje encantador, lleno de viñedos, maizales y olivos. Los Apeninos, que habían perdido su aspecto temeroso e incluso grandioso, se suavizaban en la belleza del paisaje rústico y pastoril, y Emily, según descendían, contempló encantada la ciudad de Liorna y su espaciosa bahía, llena de barcos y coronada por hermosas colinas.