Read Los misterios de Udolfo Online
Authors: Ann Radcliffe
El rayo de luz seguía surgiendo de la puerta de enfrente, pero tan grande, y quizá tan justo era su horror a aquella habitación que no se atrevía a descubrir de nuevo sus secretos, aunque hubiera estado segura de obtener la luz que era tan importante para su seguridad. Seguía respirando con dificultad y descansando al final del pasillo, cuando oyó un leve sonido y después una voz baja, tan cerca de ella que le parecía que le hablaba al oído y sólo su presencia de ánimo inmediata le permitió contener la emoción y permanecer quieta y silenciosa. Al momento siguiente advirtió que se trataba de la voz de Verezzi, que no se había dado cuenta de que ella estaba allí, sino que hablaba consigo mismo. «El aire es más fresco por aquí —dijo—, éste debe ser el corredor». Quizá era uno de esos héroes cuyo coraje puede desafiar a un enemigo mejor que a la oscuridad y trataba de componer su ánimo con el sonido de su propia voz. Fuera como fuera, se volvió hacia la derecha y prosiguió con paso lento hacia la habitación de Emily, olvidando aparentemente que en aquella oscuridad ella podría eludir su persecución, incluso en su habitación, pero, como todas las personas bebidas, seguía pertinazmente la idea que dominaba su imaginación.
En el momento en que Emily oyó que se alejaban los pasos, abandonó su refugio y se movió sin ruido hacia el otro extremo del corredor, decidida a confiar de nuevo en el azar y salir de él por la primera galería que encontrara. Antes de que pudiera hacerlo, una luz se extendió por los muros del pasillo, y, al volver la vista, vio a Verezzi que lo cruzaba hacia su habitación. Se deslizó entonces hacia un pasadizo que había a la izquierda, pensando que no había sido vista; pero, en ese mismo momento, otra luz, que procedía del final del pasadizo, la llenó de un nuevo terror. Se detuvo y dudo qué camino seguir, y la pausa le permitió descubrir que se trataba de Annette, corriendo a su encuentro. Su imprudencia alarmó de nuevo a Emily, al oír el grito de alegría de la muchacha, y pasaron unos momentos antes de que le previniera para que mantuviera en silencio o pudiera librarse del ardiente abrazo con que la sostenía. Cuando finalmente Emily pudo hacer comprender a Annette el peligro en que se encontraba, corrieron juntas hasta la habitación de esta última, que estaba en una parte alejada del castillo. Sin embargo, ningún temor lograba callarla.
—¡Oh, querida mademoiselle —dijo, según corrían—, que mal lo he pasado! ¡Oh! ¡Mil veces pensé que habríais muerto! ¡Nunca creí que viviría lo suficiente para veros de nuevo! ¡Y nunca me he sentido más contenta de ver a nadie en toda mi vida, como lo estoy ahora!
—¡Silencio! —exclamó Emily—, nos persiguen. ¡Se oye el eco de unos pasos!
—No, mademoiselle —dijo Annette—, ha sido una puerta que han cerrado. Los ruidos recorren estos pasadizos y engañan continuamente. Si se habla o se tose, hace tanto ruido como un cañón.
—Es muy importante que guardemos silencio —dijo Emily—, te ruego que no digas nada hasta que lleguemos a tu habitación.
Llegaron finalmente sin interrupciones y Annette atrancó la puerta, mientras que Emily se sentaba en la cama, muy pequeña, para recobrar el aliento y el ánimo. A su pregunta de si Valancourt estaba entre los prisioneros del castillo, Annette contestó que no había podido enterarse, pero que sabía que había varias personas confinadas. A continuación procedió, con su acostumbrada y tediosa narrativa, a informarle del sitio o más bien de los detalles y de todos sus temores y sufrimientos durante el ataque.
—Pero —añadió—, cuando oí los gritos de victoria desde las murallas, creí que nos llevarían a todos y me di por perdida, aunque fue al revés, porque habíamos arrojado al enemigo. Fui entonces a la galería norte y vi muchísimos hombres huyendo hacia las montañas. Pero las murallas estaban todas en ruinas, como podría decirse, y había una vista terrible en los bosques, donde los pobres soldados yacían muertos, pero se los llevaron sus camaradas. Mientras duró el sitio, el signor estaba aquí y allí, y en todas partes al mismo tiempo, según me dijo Ludovico, ya que no me dejó ver nada y me encerró, como ha hecho otras veces, en una de las habitaciones del centro del castillo, y me llevaba alimentos y venía a charlar conmigo siempre que podía. Tengo que decir que si no hubiera sido por Ludovico me habría muerto.
—Bien, Annette —dijo Emily—. ¿Y cómo van las cosas desde que acabó el sitio?
—¡Oh! Todo es muy triste, mademoiselle —replicó Annette—. Los signors no han hecho otra cosa que estar sentados, beber y jugar, desde entonces. Se sientan toda la noche y juegan entre ellos con todas esas riquezas que trajeron cuando solían salir a robar o a lo que fuera durante días. Tenían terrible discusiones sobre quién perdía y quién ganaba. Ese fiero signor Verezzi pierde siempre, según me han dicho, y le gana el signor Orsino. Esto le llena de ira y ya han tenido varias discusiones. Luego están esas señoras que siguen en el castillo, y os aseguro que me asusto cada vez que me encuentro a alguno de ellos en los pasillos.
—No me extraña, Annette —dijo Emily sobresaltándose—, he oído un ruido; escucha.
—No, mademoiselle —dijo Annette tras una larga pausa—, ha sido el viento en la galería. Lo oigo con frecuencia cuando sacude estas viejas puertas al final del pasillo. ¿Pero no os iréis a la cama, mademoiselle? No es posible que os quedéis aquí toda la noche sentada.
Emily se echó y le dijo a Annette que dejara la lámpara encendida en la chimenea. Cuando lo hubo hecho, se sentó al lado de Emily, que, sin embargo, no lograba quedarse dormida, ya que le pareció oír otro ruido en el pasillo, y Annette la convenció de nuevo de que se trataba sólo del viento, cuando se oyeron unos pasos muy cerca de la puerta. Annette dio un salto, pero Emily le dijo que se quedara quieta y escuchó en un estado de terrible expectación. Los pasos sonaban al otro lado de la puerta y alguien intentó abrirla, tras lo cual oyeron una voz que llamaba.
—¡Por Dios, Annette, no contestes! —dijo Emily en voz baja—, sigue quieta, pero debemos apagar la lámpara, o la luz nos traicionará.
—¡Virgen Santa! —exclamó Annette, olvidando su discreción—, no me quedaría a oscuras por nada del mundo.
Mientras hablaba, la voz del exterior subió de tono y repitió el nombre de Annette.
—¡Virgen Bendita! —gritó—, es Ludovico.
Se levantó para abrir la puerta, pero Emily la previno de que debían esperar a estar seguras de que venía solo. Annette habló con él y supo que venía a preguntar por ella, ya que la había dejado salir para buscar a Emily y volvía para encerrarla de nuevo. Emily, temerosa de que pudieran ser oídos si seguían conversando a través de la puerta, consintió en que la abriera y apareció un joven, cuyo rostro franco confirmó la favorable opinión que tenía de él, a lo que colaboraba el cuidado que prestaba a Annette. Solicitó su protección en caso de que Verezzi lo hiciera necesario, y Ludovico se ofreció a pasar la noche en una vieja habitación aneja que daba a la galería y a acudir en su defensa a la primera alarma.
Emily se conmovió por su oferta y Ludovico, tras encender su lámpara, se fue a su refugio, mientras que ella, una vez más, trataba de reposar en la cama. Pero los diversos acontecimientos le impidieron dormir. Pensó en lo que Annette le había dicho sobre la conducta disoluta de Montoni y sus compañeros, y más aún en su comportamiento con ella y en el peligro del que acababa de escapar. Al analizar su situación se sintió profundamente conmovida, como ante un nuevo cuadro de terror. Se vio en un castillo habitado por el vicio y la violencia, más allá del alcance de la ley o la justicia, y en poder de un hombre cuya perseverancia no tenía igual, y en el que las pasiones, de las que la venganza no era la más débil, suplantaban el lugar de los principios. Se sintió obligada de nuevo a reconocer que sería una locura y no un gesto de fortaleza atreverse ante su poder y desistió de toda esperanza de felicidad futura con Valancourt. Decidió que a la mañana siguiente llegaría a un compromiso con Montoni y que renunciaría a sus propiedades con la condición de que le permitiera el regreso inmediato a Francia. Estas consideraciones la mantuvieron despierta durante muchas horas; pero la noche pasó sin posteriores alarmas a causa de Verezzi.
A la mañana siguiente Emily tuvo una larga conversación con Ludovico, por la que supo algunos detalles relacionados con el castillo, y recibió informes sobre los proyectos de Montoni que aumentaron considerablemente su preocupación. Al expresar sorpresa ante el hecho de que Ludovico, que parecía tan sensible a los detalles de su situación, continuara allí, le informó que no tenía la intención de quedarse y ella se aventuró a preguntarle si la ayudaría a escapar del castillo. Ludovico le aseguró que estaba dispuesto a intentarlo, pero le hizo ver con claridad las dificultades de la empresa, y la destrucción que podían esperar si Montoni los cogía antes de que hubieran cruzado las montañas. No obstante, prometió que estaría atento a la menor oportunidad que surgiera y que contribuyera al éxito del intento, y que pensaría algún plan para la huida.
Emily le confió entonces el nombre de Valancourt y le rogó que preguntara por él entre los prisioneros del castillo. La leve esperanza que le despertó esta conversación hizo que cediera en la resolución de llegar a un compromiso con Montoni. Decidió, si era posible, retrasarlo hasta que tuviera nuevas noticias de Ludovico, y, si sus proyectos eran impracticables, renunciar entonces a las propiedades sin demora. Pensaba en todo ello, cuando Montoni, que se había recuperado de la borrachera de la noche anterior, envió por ella, que acudió de inmediato a su llamada. Estaba solo.
—He sabido —dijo— que no estabas en tu habitación anoche. ¿Dónde estuviste?
Emily le relató algunas de las circunstancias de su alarma y solicitó su protección en caso de que se repitiera.
—Conoces los términos de mi protección —dijo—, si realmente la valoras, puedes asegurártela.
Su abierta declaración de que la protegería únicamente de modo condicional mientras permaneciera como prisionera en el castillo, mostró a Emily la necesidad de llegar a un acuerdo de inmediato sobre sus propuestas; pero le pidió primero que la permitiera marchar inmediatamente del castillo, si ella renunciaba a las disputadas propiedades. Con gesto solemne le aseguró que lo haría e inmediatamente y puso ante ella un papel en el que se hacía la transferencia del derecho de aquellas propiedades a su nombre.
Durante largo rato no fue capaz de firmar y su corazón se vio asaltado por intereses contrarios, ya que estaba a punto de renunciar a su felicidad futura, a su esperanza, que la había sostenido en tantas horas de adversidad.
Tras oír de Montoni una recapitulación de las condiciones y la seguridad de que cumpliría su parte, puso la mano sobre el papel. Cuando lo hubo hecho, se dejó caer en la silla, pero se recobró de inmediato y le indicó que debía dar las órdenes para su marcha, y que debía permitir que Annette la acompañara.
Montoni sonrió.
—Ha sido necesario engañarte —dijo—, no había otro medio para hacer que actuaras razonablemente; te irás, pero no por el momento. Primero tengo que asegurarme estas propiedades con el acto de posesión; cuando eso esté hecho, podrás regresar a Francia si lo deseas.
La villanía deliberada con la que había violado el compromiso solemne que acababa de establecer sorprendió a Emily tanto como la certeza de que había hecho un sacrificio inútil, y que debía seguir siendo su prisionera. No tenía palabras para expresar lo que sentía, y también que habría sido inútil, si hubiera podido decir algo. Según miraba a Montoni, él se volvió indicándole que se retirara inmediatamente a su habitación; pero, incapaz de abandonar el salón, siguió sentada en una silla cerca de la puerta y suspiró profundamente. No tenía palabras, ni lágrimas.
—¿Por qué te dejas llevar por esa reacción infantil? —dijo—, trata de levantar tu ánimo, de soportar pacientemente lo que no puedes evitar. No tienes nada que temer. Ten paciencia y serás enviada de regreso a Francia. Por el momento retírate a tu habitación.
—No iré, señor —dijo—, mientras esté expuesta a la intrusión del signor Verezzi.
—¿No he prometido protegerte? —dijo Montoni.
—Lo habéis prometido, señor —replicó Emily, tras un momento de duda.
—¿Y no es suficiente mi promesa? —añadió con tono adusto.
—Debéis recordar vuestra promesa anterior, signor —dijo Emily temblando—, y decidir por mí si puedo confiar en ello.
—¿Quieres provocarme para que te diga que no te protegeré? —dijo Montoni con profundo desdén—. Si eso te satisface, lo haré inmediatamente. Retírate a tu habitación antes de que me retracte de mi promesa. Allí no tienes nada que temer.
Emily salió de la habitación andando lentamente hacia el vestíbulo, donde el temor a encontrarse con Verezzi o Bertolini hizo que acelerara el paso, aunque casi no era capaz de mantenerse en pie, y no tardó en llegar a su habitación. Tras mirar con temor a su alrededor, examinar si había alguien y registrar cada rincón, cerró la puerta y se sentó ante uno de los ventanales. Allí, mientras miraba hacia el exterior, buscó algún apoyo que sostuviera su ánimo desmayado, que llevaba tanto tiempo oprimido, y que si no hubiera sido por su larga lucha contra la injusticia, no le habría hecho creer que Montoni le iba a permitir regresar a Francia tan pronto como se asegurara sus propiedades, y que mientras tanto la protegería. Pero la gran esperanza seguía estando en Ludovico, del que no dudaba, aunque no parecía dispuesto a creer en el éxito de su proyecto. Una circunstancia sin embargo la alegraba. La prudencia, o más bien el miedo, habían evitado que mencionara a Montoni el nombre de Valancourt, aunque varias veces estuvo a punto de hacerlo antes de firmar el papel para pedir su liberación, si es que estaba realmente prisionero en el castillo. De haberlo hecho, los celos de Montoni habrían significado nuevas severidades para Valancourt y le habrían sugerido las ventajas de tenerle cautivo toda la vida.
Así pasó aquel día melancólico, como había pasado muchos antes en la misma habitación. Cuando llegó la noche se habría ido a la cama de Annette, si un interés muy particular no la hubiera inclinado a permanecer en su cuarto, a pesar de sus temores. Cuando el castillo estuviera en silencio y llegara la hora de costumbre, escucharía la música que había oído anteriormente. Aunque aquel sonido no le permitía determinar positivamente si Valancourt estaba allí, tal vez fortalecería su opinión de que así era y le proporcionaría la tranquilidad que le resultaba tan necesaria. Casi no podía soportar la idea de mirar hacia aquel camino, pero esperó, con expectación impaciente, la hora que se aproximaba.