Los misterios de Udolfo (95 page)

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Authors: Ann Radcliffe

BOOK: Los misterios de Udolfo
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—Entonces vuestras oraciones, hija mía, se unirán a las nuestras —observó la madre abadesa—, las necesita.

—Querida señora —dijo mademoiselle Feydeau, dirigiéndose a la abadesa—, ¿qué opináis del fallecido marqués? Los extraños acontecimientos que han sucedido en el castillo han despertado de tal modo mi curiosidad que me perdonaréis la pregunta. ¿A qué crimen imputado y a qué castigo aludía la hermana Agnes?

—Debemos ser cautelosas al expresar nuestra opinión —dijo la abadesa, con aire reservado y solemne—, debemos ser cuidadosas al expresar nuestras opiniones en un tema tan delicado. No cargaré con la responsabilidad de manifestar que el fallecido marqués fuera un criminal o de decir de qué crimen era sospechoso; pero, en relación con el castigo que ha insinuado nuestra hija Agnes, no tengo noticia de que lo sufriera. Probablemente se refería al que tan severamente exaspera la conciencia. ¡Tened cuidado, hijas mías, en no incurrir en tan terrible castigo, es el purgatorio de esta vida! Conocía bien a la fallecida marquesa, fue un modelo de vida en el mundo, ¡nuestra orden sagrada no tendría que enrojecerse por copiar sus virtudes! Nuestro santo convento recibió sus restos mortales. Su espíritu celestial ascendió, sin duda, a su santuario.

Según hablaba la abadesa se oyó la última campanada de vísperas y se levantó.

—Vayamos, hijas mías —dijo—, e interceded por los perversos; vayamos y confesemos nuestros pecados y tratemos de purificar nuestras almas para el cielo, al que ella se fue.

Emily se sintió afectada por la solemnidad de esta exhortación y, recordando a su padre, se dijo: «El cielo, al que también él se ha ido», mientras contenía sus suspiros y seguía a la abadesa y a las monjas a la capilla.

Capítulo VIII
Seas un espíritu saludable, o duende condenado,
traigas contigo aires del cielo, o soplos del infierno,
seas de intenciones perversas, o caritativas,
te hablaré.

HAMLET

E
l conde De Villefort recibió al fin una carta del abogado de Avignon, animando a Emily a presentar su reclamación por las propiedades de la fallecida madame Montoni; y casi al mismo tiempo llegó un mensaje de monsieur Quesnel con la información que hacía la reclamación ante la ley sobre el tema innecesaria, puesto que parecía que la única persona que podría haberse opuesto a su reclamación, ya no existía. Un amigo de monsieur Quesnel, que residía en Venecia, le había enviado el dato de la muerte de Montoni, que había sido llevado a juicio con Orsino, como su supuesto cómplice, en el asesinato de un noble veneciano. Orsino había sido declarado culpable, condenado y ejecutado en la rueda, pero, al no haber sido descubierto nada para incriminar a Montoni y sus compañeros en esta acusación fueron puestos en libertad, excepto Montoni, que al ser considerado por el Senado como persona muy peligrosa, fue, por otras razones, confinado de nuevo, donde, según se decía, había muerto de modo dudoso y misterioso, sin que se descartara la sospecha de que hubiera sido envenenado. La autoridad de la persona de la que monsieur Quesnel había recibido esta información no le permitía dudar de su veracidad, y le dijo a Emily que sólo tenía que exponer su reclamación de las propiedades de su tía fallecida para conseguirlas, y añadía que la ayudaría en las necesarias formalidades del asunto. El término por el que la La Vallée había sido alquilado también estaba próximo a expirar. La informaba de este hecho y la aconsejaba que se pusiera en camino hacia allí, a través de Toulouse, donde prometía encontrarse con ella y donde sería apropiado que tomara posesión de las propiedades de la fallecida madame Montoni, añadiendo que le ahorraría cualquier dificultad que pudiera presentarse por su conocimiento del asunto, y que creía que sería necesario que estuviera en Toulouse unas tres semanas después de su carta.

El aumento de la fortuna pareció despertar la inesperada amabilidad de monsieur Quesnel hacia su sobrina y hacerle sentir más respeto por la rica heredera que la compasión que hubiera sentido por la huérfana pobre y sin amigos.

La satisfacción con la que recibió estas noticias se enturbió al considerar que Valancourt, por cuyo bienestar había lamentado en otro tiempo la situación de su fortuna, ya no era merecedor de compartirla con ella; pero, recordando las cariñosas amonestaciones del conde, controló este pensamiento melancólico y trató de sentir únicamente gratitud por el inesperado bien que ahora le alcanzaba, del que no era parte inconsiderable su satisfacción al saber que La Vallée, el hogar de su nacimiento, que la conmovía por haber sido la residencia de sus padres, no tardaría en volver a su posesión. Allí planeó establecer su residencia futura, porque, aunque no podía ser comparado con el castillo de Toulouse, ni en extensión ni en magnificencia, sus gratos escenarios y los tiernos recuerdos que lo acompañaban inclinaban su corazón, que no estaba dispuesta a sacrificar a las ostentaciones. Escribió inmediatamente a monsieur Quesnel para agradecerle el activo interés que se había tomado en sus asuntos y para decirle que se encontraría con él en Toulouse en el momento indicado.

Cuando el conde De Villefort, junto con Blanche, fueron al convento para transmitir a Emily el consejo del abogado, fue informado del contenido de la carta de monsieur Quesnel y le dio su felicitación sincera por lo sucedido, pero Emily observó que cuando la primera expresión de alegría hubo desaparecido de su rostro, se vio sucedida por una de gravedad nada frecuente, y no dudó un momento en preguntarle la causa.

—No se trata de nada nuevo —replicó el conde—, estoy dudoso y perplejo por la confusión en la que se ve envuelta mi familia por su absurda superstición. Me veo rodeado de extrañas informaciones, que ni puedo admitir como verdaderas ni probar que sean falsas, y, además, estoy muy inquieto por el pobre Ludovico, sobre el que no he logrado obtener información alguna. Se han registrado, estoy seguro, todos los rincones del castillo y toda la vecindad, y no sé qué más puedo hacer, puesto que ya he ofrecido amplias sumas como premio para el que le descubra. No he abandonado en ningún momento las llaves de las habitaciones del lado norte desde que desapareció y proyecto vigilarlas esta misma noche.

Emily, muy preocupada por el conde, unió sus ruegos a los de Blanche para disuadirle de su propósito.

—¿Qué puedo temer? —dijo—, no creo en los combates sobrenaturales, y para una oposición humana estaré preparado. Además, prometo incluso no vigilar solo.

—Pero, ¿quién, mi querido señor, tendrá coraje suficiente para vigilar con vos? —dijo Emily.

—Mi hijo —replicó el conde—; si no soy llevado durante la noche —dijo sonriendo—, os enteraréis mañana del resultado de mi aventura.

Poco después el conde y Blanche dejaron a Emily y regresaron al castillo, donde informó a Henri de sus intenciones, quien, no sin alguna duda secreta, consintió en ser compañero de su vigilancia. Cuando la idea fue mencionada después de la cena, la condesa se aterrorizó, y el barón y monsieur Du Pont se unieron a ella en sus ruegos de que no debía intentar lo hecho por Ludovico.

—No sabemos —añadió el barón— la naturaleza o el poder de un espíritu del mal, y que un espíritu de esa naturaleza habita ahora esas habitaciones, creo que no puede ser puesto en duda. Tened cuidado, mi señor, en no provocar su venganza, puesto que ya nos ha dado un terrible ejemplo de su malicia. Considero que es probable que se permita a los espíritus de los muertos regresar a la tierra únicamente en ocasiones de gran importancia, pero la presente puede significar vuestra destrucción.

El conde no pudo evitar una sonrisa.

—Entonces, barón, ¿creéis —dijo— que mi destrucción tiene importancia suficiente para hacer regresar a la tierra el alma de los que se han marchado? Mi buen amigo, no hay ocasión que justifique utilizar de tales medios para lograr la destrucción de cualquier persona. Resida donde resida el misterio, confío en que en esta noche seré capaz de detectarlo. Sabéis que no soy supersticioso.

—Creo que sois incrédulo —interrumpió el barón.

—Bien, llamadlo como queráis, lo que quiero decir es que, aunque sabéis que no he caído en la superstición, si algo sobrenatural aparece, no dudo que se aparecerá ante mí, o que si algún acontecimiento extraordinario está conectado desde antes con todo eso o relacionado con mi casa, probablemente lo descubriré. Intento aclarar lo que sucede, y como puedo estar expuesto a un ataque mortal, que para seros sincero, amigo mío, es lo que me espero, me ocuparé de estar bien armado.

El conde se despidió de su familia para pasar la noche, simulando una animación que malamente ocultaba la ansiedad que oprimía su espíritu, y se retiró a las habitaciones del lado norte, acompañado de su hijo y seguido por el barón, monsieur Du Pont, y algunos criados que le desearon las buenas noches desde la puerta exterior. En las estancias todo permanecía como lo había visto la última vez que entró; incluso en la alcoba no era visible alteración alguna, donde él mismo tuvo que encender el fuego, porque ninguno de los criados se atrevió a llegar hasta allí. Después de examinar cuidadosamente la cámara y el mirador, el conde y Henri colocaron sus sillas cerca de la chimenea, pusieron una botella de vino y una lámpara ante ellos, dejaron sus espadas sobre la mesa y, tras atizar los troncos, comenzaron a conversar sobre temas intrascendentes. Henri se mantuvo silencioso con frecuencia y abstraído y, en ocasiones, lanzó una mirada, mezcla de temor y curiosidad, por la habitación, mientras el conde dejó gradualmente de conversar y se quedó sentado perdido en sus pensamientos o leyendo un volumen de Tácito que se había traído para ocupar el tedio de la noche.

Capítulo IX
Que tu lengua no sepa lo que piensas.

SHAKESPEARE

E
l barón St. Foix, cuya ansiedad por su amigo le había mantenido despierto, se levantó temprano para preguntar lo sucedido durante la noche, cuando, al cruzar por las habitaciones del conde y oír unos pasos en el interior, llamó a la puerta, que fue abierta por su propio amigo. Feliz al verle y curioso por conocer lo ocurrido durante la noche, no advirtió inmediatamente la gravedad inusual que cubría el rostro del conde, cuyas respuestas reservadas fueron las que ocasionaron que lo descubriera. El conde, sonriendo entonces, trató de comentar el tema de su curiosidad con ligereza, pero el barón se puso serio e insistió en sus preguntas de tal modo que el conde recuperó su solemnidad anterior y dijo:

—Bien, amigo mío, no insistáis, os lo ruego, y también permitidme que os pida que de ahora en adelante mantendréis silencio sobre todo lo que penséis que es extraordinario en mi conducta futura; no tengo escrúpulo en deciros que soy muy desgraciado y que la vigilancia de la pasada noche no me ha ayudado a encontrar a Ludovico; por lo que se refiere a lo sucedido anoche debéis excusar mi reserva.

—Pero, ¿dónde está Henri? —dijo el barón, sorprendido y desilusionado por su negativa.

—Está bien, en su habitación —replicó el conde—, no le preguntaréis nada, amigo mío, puesto que conocéis mis deseos.

—Por supuesto —dijo el barón contrariado—, ya que os desagrada; pero pensadlo, amigo mío, podéis confiar en mi discreción y abandonar esa reserva nada frecuente en vos. Sin embargo, me permitiréis que sospeche que habéis visto razones para convertiros a mi creencia y que ya no sois el caballero incrédulo que aparentabais ser.

—No hablemos más del tema —dijo el conde—, podéis estar seguro de que ninguna circunstancia ordinaria ha impuesto este silencio sobre mí ante un amigo que he considerado íntimo desde hace casi treinta años, y mi presente reserva no puede hacer que pongáis en duda ni mi estima ni la sinceridad de mi amistad.

—No dudo de ninguna —dijo el barón—, aunque permitiréis que exprese mi sorpresa por este silencio.

—Os permito que lo hagáis conmigo —replicó el conde—, pero os ruego ardientemente que no lo manifestéis ante mi familia, así como cualquier cosa notable en mi conducta que podáis observar en relación con ello.

El barón lo prometió, hablaron un rato sobre temas generales y bajaron al salón a desayunar, donde el conde se encontró con su familia con rostro animado y evadió sus preguntas empleando comentarios ridículos y asumiendo un aire de alegría poco común, mientras les aseguraba que no tenían nada que temer de las habitaciones del lado norte, puesto que Henri y él mismo habían podido regresar sin daño alguno.

Por su parte, Henri no tuvo tanto éxito al disimular sus sentimientos. De su rostro no había desaparecido del todo una expresión de terror. Se mantuvo silencioso y pensativo, y cuando trató de reír ante las insistentes preguntas de mademoiselle Beam, se puso de manifiesto que era sólo un intento.

Por la tarde, el conde, como había prometido, acudió al convento, y Emily se sorprendió al percibir una mezcla de comentarios ridículos y de reserva cuando se refirió a las habitaciones del lado norte. De lo ocurrido allí, no obstante, no dijo nada, y, cuando ella se aventuró a recordarle su promesa de contarle el resultado de su investigación y a preguntarle si había recibido alguna prueba de que aquellas cámaras estuvieran embrujadas, su mirada adoptó un aire solemne durante un momento y después, tras un esfuerzo por reponerse, sonrió y dijo:

—Mi querida Emily, no hagas que padezca la madre abadesa por interesarte en estas fantasías que harán que esperes que aparezca un fantasma en cada rincón oscuro de una habitación. Pero créeme —añadió, con un profundo suspiro—, las apariciones de la muerte no se producen en la luz, o en los campos, para aterrorizar o para sorprender a los tímidos. —Se detuvo y cayó en una abstracción momentánea y después añadió—: No hablaremos más del asunto.

Poco después se despidió, y cuando Emily se reunió con alguna de las monjas se sorprendió al descubrir que estaban enteradas de una circunstancia que cuidadosamente había evitado mencionar, y expresaban su admiración por su intrepidez al haberse atrevido a pasar la noche en la habitación en la que había desaparecido Ludovico, porque no había considerado con qué rapidez circula una historia misteriosa. Las monjas se habían enterado por los campesinos que llevaban fruta al monasterio y cuya total atención estaba fija, desde la desaparición de Ludovico, en lo que sucedía en el castillo.

Emily escuchó las opiniones de las monjas referentes a la conducta del conde, muchas de las cuales la condenaban como iracunda y presuntuosa, afirmando que estaba provocando la venganza de un espíritu del mal con esa intrusión en sus dominios.

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