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Authors: Ann Radcliffe

Los misterios de Udolfo (93 page)

BOOK: Los misterios de Udolfo
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Ludovico se detuvo aquí un momento, echó una mirada a su propio fuego y se movió para atizarlo.

Soplaba un fuerte viento, y el barón vigilaba la lámpara con ansiedad temiendo a cada instante que se apagara y prosiguió tras el desconocido, que suspiraba con frecuencia pero que no dijo una sola palabra.

Cuando llegaron al borde del bosque, el caballero se volvió y levantó la cabeza como si se dirigiera al barón, pero cerrando los labios, se adentró entre los árboles.

Al hacerlo, bajo la oscuridad de las ramas, el barón, afectado por la solemnidad del ambiente, dudó y preguntó si tenía que seguir mucho más. El caballero contestó sólo con un gesto y el barón, con paso dudoso y mirada llena de sospechas, le siguió por un sendero oscuro e intrincado, hasta que, tras haber avanzado considerablemente, volvió a preguntar adónde iban y se negó a seguir a menos que fuera informado.

Según lo decía, dirigió sus miradas a su espada y al caballero, alternativamente, que movió la cabeza y cuyo rostro melancólico desarmó al barón en un momento de toda sospecha.

—Os llevo a un lugar que está un poco más adelante —dijo el desconocido—, nada os ocurrirá. Lo he jurado por el honor de un caballero.

El barón, tranquilizado, continuó en silencio, y no tardaron en llegar a un amplio claro del bosque, donde las crecidas y oscuras ramas de los castaños ocultaban el cielo, y que estaba tan lleno de troncos que avanzaron con dificultad. El caballero suspiró profundamente según cruzaban y se detuvo a veces. Al llegar a un lugar donde los árboles se amontonaban como en un nudo, se volvió, y con mirada aterrorizada, señaló hacia el suelo. El barón vio allí el cuerpo de un hombre, extendido a todo lo largo y lleno de sangre. Tenía una terrible herida en la frente y la muerte parecía haber contrariado ya su gesto.

El barón, al ver el espectáculo, se detuvo horrorizado, mirando al caballero, como pidiendo una explicación, y se disponía a levantar el cuerpo para comprobar si aún vivía cuando el desconocido, moviendo la mano, le miró tan intensa y dramáticamente que no sólo le sorprendió, sino que le hizo desistir.

Pero, ¿cuáles fueron las emociones del barón, cuando, acercando la lámpara al cuerpo, descubrió su exacto parecido con el desconocido conductor, al que miró lleno de asombro e interrogante? Advirtió que había cambiado el rostro del caballero, que comenzó a desaparecer, ¡hasta que todo su cuerpo se esfumó de la escena! El barón se quedó quieto y se oyó una voz que dijo estas palabras:

Ludovico se sobresaltó y dejó el libro en la mesa. ya que le pareció haber oído una voz dentro de la habitación, y miró hacia la cama. donde sólo vio las oscuras cortinas y el paño mortuorio. Escuchó casi sin atreverse a respirar, pero le llegó el rugido lejano del mar en medio de la tormenta y el viento que golpeaba contra las ventanas, por lo que dedujo que había sido engañado por su propia respiración, y cogió el libro para acabar la historia.

El barón se quedó quieto y se oyó una voz que dijo estas palabras:

—El cuerpo de sir Bevys of Lancaster, un noble caballero de Inglaterra, yace frente a vos. Esta noche fue golpeado y asesinado cuando regresaba de la Ciudad Santa hacia su país. Respetad el honor de la caballería y la ley de humanidad; enterrad el cuerpo en tierra cristiana y lograd que sus asesinos sean castigados. Según lo observéis o lo abandonéis, tendréis para siempre paz y felicidad, o guerra y miseria sobre vuestra casa.

El barón, cuando se recobró de la sorpresa y del temor en los que le había sumido la aventura, regresó al castillo, donde organizó que fuera trasladado el cuerpo de sir Bevys, y al día siguiente fue enterrado en la capilla con los honores de la caballería, atendido por todos los nobles caballeros y por las damas que engalanaban la corte del barón de Brunne.

Al terminar la historia, Ludovico dejó el libro, ya que se sentía algo nervioso, y después de echar leña al fuego y tomar otro vaso de vino, se acomodó para descansar en el sillón junto a la chimenea. En su sueño siguió viendo la estancia en la que realmente estaba, y en una o dos ocasiones despertó de su somnolencia, imaginando que veía el rostro de un hombre mirándole por encima y por detrás de la butaca. La idea le impresionó tan fuertemente que, cuando abrió los ojos casi esperaba encontrarse con otros fijos en los suyos, por lo que se puso en pie y miró por detrás del sillón antes de convencerse plenamente de que no había nadie.

Así terminó su tiempo.

Capítulo VII
Disfruta del rocío cargado de miel del sueño ligero;
tú no tienes imágenes; ni fantasías
que proporcionan profundos cuidados al cerebro de los hombres;
por ello, tu sueño es tan puro.

SHAKESPEARE

E
l conde, que había dormido muy poco durante la noche, se levantó temprano, ansioso por hablar con Ludovico, y acudió a las estancias del lado norte. Al haber sido cerrada la puerta exterior la noche anterior, se vio obligado a llamar con fuerza para poder entrar. Ni sus llamadas ni su voz fueron oídas, pero, considerando la distancia que había desde la puerta hasta la alcoba en la que estaba Ludovico, que probablemente dormía, no se sorprendió al no recibir respuesta y, abandonando el lugar, se dirigió a dar un paseo.

Era una mañana otoñal y gris. El sol, asomando sobre Provenza, proporcionaba sólo una luz débil ya que sus rayos luchaban contra la bruma que ascendía desde el mar y flotaba pesadamente sobre las copas de los árboles, que estaban cubiertos con los variados tintes del otoño. La tormenta había pasado, pero las olas estaban aún violentamente agitadas, y su discurrir estaba marcado por largas líneas de espuma, mientras que la calma impedía el movimiento de las velas de los barcos, cerca de la costa, que levaban anclas para su marcha. La tristeza y la tranquilidad de la hora resultaron agradables al conde y prosiguió su camino por el bosque, sumido en profundos pensamientos.

Emily también se levantó temprano y dio su acostumbrado paseo por el borde del promontorio que asomaba sobre el Mediterráneo. Su mente no estaba ocupada por los acontecimientos del castillo y era Valancourt el tema de sus tristes pensamientos, ya que no se había acostumbrado a recordarle con indiferencia, a pesar de que su juicio le reprochaba constantemente por su afecto, que seguía anidando en su corazón, después de que la estima hubiera desaparecido. El recuerdo le traía con frecuencia su mirada al marcharse y el tono de su voz cuando le dio su último adiós. Asociaciones accidentales le trajeron a la memoria estos recuerdos con peculiar energía y lloró por ello lágrimas amargas.

Al llegar a la atalaya se sentó en los escalones rotos, sumida en la melancolía, y contempló las olas, a medias ocultas por la bruma, según llegaban hasta la costa y salpicaban las rocas inferiores. Su triste murmullo y la niebla que rodeaba el acantilado daba una especial solemnidad a la escena que armonizaba así con su estado de ánimo y siguió sentada con los recuerdos del pasado hasta que se hicieron tan dolorosos que abandonó abruptamente el lugar. Al cruzar por la pequeña puerta de entrada de la atalaya vio unas letras grabadas en la piedra y se detuvo para examinarlas. Aunque parecía que habían sido cortadas con rudeza con un cuchillo, los caracteres le resultaron familiares y reconoció al fin la mano de Valancourt. Leyó, con temblorosa ansiedad, las siguientes líneas, tituladas

NAUFRAGIO

¡En esta medianoche solemne! En este acantilado solitario,
bajo los muros desolados de esta atalaya,
donde formas místicas espantan al que las mira,
descanso y contemplo abajo el desierto profundo,
mientras a través de la tormenta la luz fría de la luna
brilla en la ola. Invisibles, los vientos de la noche,
con fuerza turbulenta y misteriosa, barren las ondas,
y tétrico ruge el oleaje, a lo lejos.
En las pausas tranquilas de las rachas, oigo
la voz de espíritus, elevándose dulces y lentas,
y a veces sus formas aparecen entre las nubes.
Pero, ¡silencio! ¿Qué grito de muerte viene con el viento,
y, en el rayo distante, qué vacilante velero
se pliega a la tormenta? —Ahora ¡hunde la señal de miedo!
¡Ah! ¡Infelices marineros!— ¡El día no volverá
a abrir sus alegres ojos a vuestra luz en su camino!

De aquellas líneas se deducía que Valancourt había visitado la torre; que probablemente había estado allí la noche anterior, que había sido como él la describía, y que había abandonado el edificio muy tarde, ya que no hacía mucho que había estado iluminado y sin luz era imposible que hubiera grabado aquellas letras. Era incluso probable que pudiera estar aún en los jardines.

Según pasaban estas reflexiones rápidamente por la mente de Emily, despertaron gran variedad de emociones contradictorias y casi dominaron su ánimo; pero su primer impulso fue evitarle, e, inmediatamente, abandonando la atalaya, regresó con paso rápido hacia el castillo. Según avanzaba recordó la música que había oído últimamente en la torre, con la figura que se le había aparecido, y, en aquel momento de agitación se inclinó a creer que había visto y oído entonces a Valancourt; pero otros recuerdos no tardaron en convencerla de su error. Al llegar a la parte más espesa del bosque percibió a una persona que paseaba lentamente a cierta distancia y su imaginación, conmovida por la idea de Valancourt, imaginó que se trataba de él. La persona avanzaba con pasos más rápidos y antes de que pudiera recobrarse para evitarle, habló, reconociendo en ese momento la voz del conde que expresaba su sorpresa por encontrarla paseando a hora tan temprana e hizo un débil esfuerzo por arrancarla de su amor por la soledad. Pronto se convenció de que se trataba de un tema de preocupación y cambiando su tono, le manifestó sus excusas. Emily, comprendiendo la razón que tenía en lo que había dicho, no pudo contener sus lágrimas y él cambió el tema de la conversación. Expresó su sorpresa por no haber recibido aún noticias de su amigo, el abogado de Avignon, en respuesta a sus preguntas en relación con las propiedades de madame Montoni, y, con la intención de animar a Emily, manifestó sus esperanzas de que pudiera reclamarlas, mientras que ella sentía que contribuirían muy poco a la felicidad de su vida, cuando Valancourt ya no figuraba entre sus intereses.

Cuando regresaron al castillo, Emily se retiró a su aposento, y el conde De Villefort a la puerta de las estancias del lado norte. Seguía cerrada, pero, decidido a despertar a Ludovico, renovó sus llamadas, más fuerte que antes, que se vieron seguidas por un total silencio. Al comprobar que sus esfuerzos por ser oído eran inútiles, comenzó a temer que le hubiera ocurrido algún accidente a Ludovico, cuyo terror por algún ser imaginario podría haberle privado de los sentidos. En consecuencia, abandonó el lugar con la intención de llamar a, sus criados para que forzaran la puerta y oyó que algunos de ellos se movían en el piso inferior del castillo.

A las preguntas del conde sobre si habían visto u oído a Ludovico, replicaron llenos de temor que ninguno de ellos se había acercado al lado norte desde la noche anterior.

—Entonces es que duerme profundamente —dijo el conde—, y como hay tal distancia desde esta puerta, que está cerrada, para poder entrar será necesario que la forcemos. Traed alguna herramienta y seguidme.

Los criados se quedaron mudos y quietos, y hasta que no tuvo reunida a casi toda la servidumbre las órdenes del conde no fueron obedecidas. Mientras tanto, Dorothée les informó de la existencia de una puerta que daba al pasillo, desde el rellano de la gran escalera que conducía a la antecámara del salón, y que al estar mucho más cerca de la alcoba era probable que Ludovico pudiera despertarse si intentaban abrirla. Allí acudió el conde, pero sus gritos fueron tan ineficaces en esta puerta como lo habían sido en la más remota. Preocupado ya por Ludovico, estaba dispuesto a golpear en la puerta con una herramienta, cuando observó su singular belleza y retuvo el golpe. A simple vista parecía hecha de ébano por lo oscuro de la madera y por la suavidad de su superficie, pero resultó ser únicamente de alerce, cuyos bosques eran famosos en Provenza. La belleza de su tinte y su delicado trabajo decidieron al conde a respetarla y regresó a la principal, junto a la escalera trasera, que fue forzada, entrando en la antecámara, seguido por Henri y algunos pocos criados de mayor coraje, mientras el resto esperaba conocer los acontecimientos en el rellano o en las escaleras.

Todo estaba silencioso en las habitaciones que cruzaba el conde, y al llegar al salón llamó con fuerza a Ludovico, tras lo cual, al no recibir respuesta, abrió la puerta de la alcoba y entró.

El profundo silencio interior confirmó sus temores por Ludovico, porque ni siquiera se oía la respiración de alguien que estuviera durmiendo. Sus dudas no concluyeron porque las contraventanas estaban cerradas y la habitación demasiado oscura para distinguir objeto alguno.

El conde hizo una señal a un criado para que abriera las ventanas, quien, al cruzar la habitación para hacerlo, tropezó con algo y cayó al suelo. Su grito ocasionó tal pánico entre sus compañeros que se habían aventurado hasta allí, que huyeron de inmediato, y el conde y Henri se quedaron solos hasta concluir la empresa.

Henri corrió al otro extremo de la habitación y abrió las contraventanas. Vieron que el hombre que había caído, había tropezado en una butaca cerca de la chimenea en la que Ludovico había estado sentado, ya que no estaba allí ni pudo ser localizado en la imperfecta luz que entraba en la habitación. El conde, seriamente preocupado, abrió otras ventanas que permitieran un examen más completo, y Ludovico siguió sin aparecer. Se quedó quieto un momento, conmovido por el asombro y casi sin confiar en sus sentidos, hasta que su mirada tropezó con la cama y avanzó para examinar si había alguien durmiendo. No había nadie y pasó entonces al mirador, donde todo estaba como la noche anterior, pero Ludovico no fue encontrado.

El conde controló su sorpresa, considerando que Ludovico podía haber abandonado las habitaciones durante la noche, vencido por el terror que su aspecto solitario y los comentarios relativos a ella le habrían inspirado. Sin embargo, si había sido así, lo natural es que hubiera buscado compañía y sus compañeros habían declarado que no lo habían visto. La puerta general de entrada también había sido encontrada cerrada, con la llave puesta por dentro. Por tanto, era imposible que hubiera pasado por ella y, tras revisar todas las otras puertas, comprobaron que permanecían cerradas y con los cerrojos echados y las llaves puestas por dentro. El conde se sintió inclinado a creer que podría haberse escapado por las ventanas, por lo que se decidió a examinarlas, pero todas las que eran suficientemente amplias para que pudiera pasar el cuerpo de un hombre, estaban cuidadosamente aseguradas con barrotes de hierro o por contraventanas, y no vio vestigio alguno de que alguien hubiera intentado cruzar por ellas. Tampoco era probable que Ludovico hubiera corrido el riesgo de romperse la cabeza saltando desde alguna de ellas cuando podía haber salido tranquilamente por la puerta.

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