Los misterios de Udolfo (96 page)

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Authors: Ann Radcliffe

BOOK: Los misterios de Udolfo
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La hermana Frances comentó que el conde había actuado con el valor de una mente virtuosa. Sabía que no era culpable de nada que pudiera provocar a un espíritu del bien y no había temido el conjuro de uno del mal, puesto que podía rogar la protección de un Poder más alto, de Él, que puede dominar la maldad y proteger al inocente.

—¡El culpable no puede pedir esa protección —dijo la hermana Agnes—, que sea el conde el que analice su conducta, ya que no puede plantear esa petición! Sin embargo, ¿quién es el que se atreve a llamarse a sí mismo inocente? Todo lo terrenal es inocente comparativamente. Aún está por saberse hasta dónde llegan los extremos de la culpabilidad y en qué horrible profundidad podemos caer. ¡Oh!...

La monja, al concluir, dio un tremendo suspiro, que sobresaltó a Emily, quien, al levantar la vista, advirtió que los ojos de Agnes estaban fijos en los suyos, tras lo cual, la hermana se levantó, cogió su mano, la miró profundamente a la cara durante un buen rato, en silencio, y después dijo:

—¡Sois joven..., sois inocente! ¡Quiero decir que aún sois inocente de cualquier crimen! Pero tenéis pasiones en vuestro corazón, escorpiones; ahora duermen, ¡tened cuidado de cómo los despertáis! ¡Os contaminarán, incluso hasta la muerte!

Emily, afectada por estas palabras y por la solemnidad con que fueron pronunciadas, no pudo contener las lágrimas.

—¡Ah! —exclamó Agnes con el rostro menos endurecido—. ¡Tan joven y tan desgraciada! Entonces somos hermanas. Sin embargo, no hay ataduras de bondad entre los culpables —añadió, mientras sus ojos adquirían la dura expresión anterior—, ¡ni gentileza, ni paz, ni esperanza! Las reconozco en seguida, mis ojos podían llorar, pero ahora arden, porque ahora, mi alma está fija y sin miedo. ¡Ya no me lamento!

—Haremos mejor arrepintiéndonos y rezando —dijo otra monja—, nos han enseñado a esperar que la oración y la penitencia nos servirán para nuestra salvación. ¡Hay esperanza para todo el que se arrepiente!

—Para el que se arrepiente y regresa a la fe verdadera —observó la hermana Frances.

—¡Para todos menos para mí! —replicó Agnes solemnemente, que se detuvo y añadió después abruptamente—, mi cabeza arde, creo que no estoy bien. ¡Oh! ¡Si pudiera borrar de mi memoria todas aquellas escenas, las figuras que se levantan como furias para atormentarme! ¡Las veo, cuando duermo y cuando estoy despierta, siguen ante mis ojos! ¡Las veo ahora, ahora!

Se mantuvo quieta en una actitud de horror con los ojos extraviados recorriendo lentamente la habitación, como si siguieran alguna cosa. Una de las monjas la cogió amablemente de la mano y la fue a sacar de la habitación. Agnes se calmó, extendió la otra mano delante de sus ojos, volvió a mirar y suspirando profundamente, dijo:

—Se han ido, se han ido. Tengo fiebre, no sé lo que digo. A veces me siento así, pero luego se me pasa. Me pondré mejor. ¿No ha sonado la campana de vísperas?

—No —replicó Frances—, el servicio de la tarde ya se ha celebrado. Dejad que Margaret os lleve a vuestra celda.

—Tenías razón —replicó la hermana Agnes—, me encontraré mejor allí. Buenas noches, hermanas, recordadme en vuestras oraciones.

Cuando se retiraron, Frances, al observar la agitación de Emily, dijo:

—No os asustéis, nuestra hermana se agita así con frecuencia, aunque últimamente no la había visto tan frenética. Este ataque está preparándose desde hace días, la soledad y el tratamiento acostumbrado harán que se recobre.

—¡Pero al principio conversaba con mucho raciocinio! —observó Emily—, sus ideas se mantenían en perfecto orden.

—Sí —replicó la monja—, no es nuevo. A veces la he visto argumentar no sólo con método, sino con agudeza, y un momento después caer en la locura.

—Parece que le aflige su conciencia —dijo Emily—, ¿conocéis las circunstancias que la han llevado a esta deplorable situación?

—Sí —replicó la monja, que no dijo nada más, hasta que Emily repitió la pregunta; entonces añadió en voz baja y mirando significativamente hacia las otras internas—: No puedo deciros nada ahora, pero si creéis que merece la pena, venid a mi celda esta noche, cuando la hermandad descanse, y oiréis algo más, pero recordad que nos levantamos para las oraciones de medianoche, por lo que debéis venir antes o después de esa hora.

Emily prometió recordarlo, y al aparecer poco después la abadesa no volvieron a hablar de la infeliz monja.

Mientras tanto, el conde, a su regreso al castillo, había encontrado a monsieur Du Pont en uno de los ataques de desesperación que su amor por Emily le causaban tan frecuentemente, un aprecio que había subsistido demasiado tiempo para ser dominado fácilmente y que ya había rebasado la oposición de sus amigos. Monsieur Du Pont había visto a Emily por primera vez en Gascuña, cuando aún vivía su padre, quien, al descubrir la inclinación de su hijo por mademoiselle St. Aubert, inferior a él en fortuna, le prohibió que se declarara a ella e informara a la familia o que siguiera pensando en ella. Durante la vida de su padre había cumplido su primera orden, pero había encontrado impracticable atender a la segunda, y en ocasiones había suavizado su pasión visitando sus lugares favoritos, entre ellos el pabellón de pesca, donde, una o dos veces, se dirigió a ella en verso, ocultando su nombre para obedecer la promesa que había dado a su padre. También allí había interpretado la patética canción que ella había escuchado admirada y sorprendida, y encontró la miniatura que había supuesto desde entonces una pasión fatal para su descanso. Durante su expedición por Italia murió su padre; pero recibió su libertad en un momento en que no podía beneficiarse de ella, puesto que lo que consideraba más valioso no estaba ya a su alcance. De cómo por accidente descubrió a Emily y la ayudó a escapar de su terrible prisión ya se ha informado y también de la esperanza con la que se vio animado su amor y de los inútiles esfuerzos que había hecho desde entonces para superarlo.

El conde seguía tratando con voluntad amistosa de hacerle creer que la paciencia, la perseverancia y la prudencia le permitirían obtener la felicidad con Emily:

—El tiempo —dijo— se llevará la impresión melancólica que la desilusión ha dejado en su mente y será sensible a vuestros méritos. Vuestros servicios ya han despertado su gratitud y vuestros sufrimientos su piedad; y confiad en mí, amigo mío, en un corazón tan sensible como el suyo, la gratitud y la piedad conducen al amor. Cuando su imaginación se vea libre de la desilusión que ha sufrido, aceptará encantada el homenaje de un afecto como el vuestro.

Du Pont suspiró al oír estas palabras y trató de confiar en lo que su amigo creía, por lo que accedió a la invitación de prolongar su visita en el castillo, que ahora dejamos por el monasterio de Santa Clara.

Cuando las monjas se retiraron a descansar, Emily se dirigió a su cita con la hermana Frances, a la que encontró en su celda, en oración, ante una mesa pequeña, en la que estaba la imagen a la que se dirigía, y una débil lámpara que iluminaba el lugar. Volviendo los ojos al abrirse la puerta, hizo una indicación de cabeza a Emily para que entrara, quien se sentó en silencio junto al pequeño colchón de paja de la monja hasta que concluyera sus oraciones. Ésta, que estaba arrodillada, se levantó, cogiendo la lámpara y colocándola encima de la mesa, lo que permitió que Emily viera un cráneo humano y algunos huesos al lado de un reloj de arena, pero la monja, sin advertir su alteración, se sentó en el colchón junto a ella, diciendo:

—Vuestra curiosidad, hermana, os ha hecho puntual, pero no hay nada notable en la historia de la pobre Agnes, de quien evito hablar en presencia de mis hermanas legas, sólo porque no divulgaría su falta ante ellas.

—Consideraré vuestra confianza en mí como un favor —dijo Emily—, y no haré mal uso de ella.

—La hermana Agnes —continuó la monja— es de una familia noble, como ya habréis deducido de su aspecto, pero no deshonraré su nombre al extremo de revelarlo. El amor fue la causa de su falta y de su locura. Era querida por un caballero de menor fortuna, y su padre, según he oído, la comprometió con un noble al que detestaba, y una pasión mal gobernada provocó su destrucción. Olvidó todas las obligaciones de la virtud y del deber y profanó sus votos matrimoniales; pero su culpabilidad no tardó en ser descubierta, y habría caído como sacrificio de la venganza de su marido si su padre no hubiera logrado arrancarla de su poder. Nunca supe de qué medios se valió, pero la dejó secretamente en este convento, donde después logró convencerla de que tomara los hábitos, mientras circulaba la noticia por el mundo de que había muerto, y su padre, para salvar a su hija, colaboró en el rumor, y empleó tales medios para inducir a su marido a creer que había sido víctima de sus celos. Parecéis sorprendida —añadió la monja, observando el rostro de Emily—, reconozco que la historia no es frecuente pero no creo que no tenga paralelo.

—Por favor, proseguid —dijo Emily—, estoy muy interesada.

—Ésta es toda la historia —prosiguió la monja—, sólo me queda por mencionar que la larga lucha que vive Agnes entre el amor y el remordimiento ha llegado a un extremo que ha desequilibrado su mente. Al principio oscilaba en alternativas frenéticas y melancólicas, después se vio sumida en una profunda y serena melancolía que, con todo, en ocasiones se ve interrumpida por ataques terribles que se han vuelto a repetir con frecuencia.

Emily se conmovió con la historia de la hermana, alguna de cuyas partes le trajo el recuerdo de la marquesa De Villeroi, que también había sido obligada por su padre a olvidar a la persona de su afecto por un noble elegido por él; pero, por lo que Dorothée le había relatado, no parecía que hubiera razones para suponer que había escapado a la venganza de los celos de su marido o para dudar por un momento de la inocencia de su conducta. Pero Emily, mientras suspiraba por la desgracia de la monja, no pudo evitar algunas lágrimas por las desgracias de la marquesa, y cuando volvió a mencionar a la hermana Agnes, preguntó a Frances si recordaba cómo era en su juventud y si había sido bella.

—Yo no estaba aquí entonces, cuando pronunció los votos —replicó Frances—, lo que sucedió hace tanto tiempo que creo que pocas de las hermanas de ahora fueron testigos de la ceremonia; ni siquiera nuestra madre abadesa presidía entonces el convento, pero puedo recordar que la hermana Agnes era una mujer hermosa. Conserva el aire de alto rango que siempre la ha distinguido, pero su belleza, como os habréis dado cuenta, ha desaparecido. Casi no puedo descubrir el más ligero vestigio de la hermosura que en otro tiempo animó su rostro.

—¡Es raro —dijo Emily—, pero hay momentos en los que su rostro me resulta familiar! Pensaréis que soy fantasiosa, eso creo yo, ya que nunca vi a la hermana Agnes antes de venir a este convento y, en consecuencia, debo recordar a alguna persona que se le parece mucho, aunque no logre saber quién es.

—Os habéis interesado por la profunda melancolía de su rostro —dijo Frances—, y su impresión probablemente ha engañado vuestra imaginación, porque podría decir que yo también percibo un cierto parecido entre vos y Agnes, del mismo modo que vos creéis que la habéis visto en otro lugar cuando lleva muchos años refugiada aquí, casi tantos como los que vos tenéis.

—¡Verdaderamente! —dijo Emily.

—Sí —prosiguió Frances—, y ¿por qué ese hecho excita vuestra sorpresa?

Emily no pareció darse cuenta de esta pregunta y siguió pensativa.

—Fue por entonces cuando murió la marquesa De Villeroi —dijo al fin.

—Ésa es una extraña observación —dijo Frances.

Emily, que reaccionó de su sueño, sonrió y cambió el giro de la conversación, pero no tardó en regresar al tema de la infeliz monja y permaneció en la celda de la hermana Frances hasta que la campana de medianoche la hizo reaccionar. Con excusas por haber interrumpido el descanso de la hermana hasta esa hora, salieron juntas de la celda. Emily regresó a su habitación y la monja, con una vela, se dirigió a sus devociones hacia la capilla.

Pasaron varios días y Emily no vio al conde ni a ninguno de sus familiares, y cuando al final se presentó advirtió con precaución que tenía un aire inquieto.

—Mi espíritu está conmovido —dijo contestando a las ansiosas preguntas de Emily—, pienso cambiar de residencia durante algún tiempo, un experimento que, eso espero, me permita recobrar mi habitual tranquilidad. Mi hija y yo acompañaremos al barón St. Foix a su castillo, que está en el valle de los Pirineos que se abre hacia Gascuña, y he estado pensando, Emily, que cuando estés preparada para marchar a La Vallée, podríamos seguir juntos parte del camino. Sería para mí una satisfacción el custodiarte hacia tu casa.

Agradeció al conde sus amistosas consideraciones y lamentó que la necesidad de ir primero a Toulouse hiciera su plan impracticable.

—Pero cuando lleguéis a la residencia del barón —añadió— estaréis a muy poca distancia de La Vallée y creo, señor, que no abandonaréis el condado sin visitarme. Es innecesario que os diga con qué placer os recibiré a vos y a Blanche.

—No lo dudo —replicó el conde—, y no me negaré, ni a Blanche tampoco, el placer de visitarte, si los asuntos te permiten estar en La Vallée cuando tengamos la posibilidad de encontramos allí.

Cuando Emily dijo que esperaba ver también a la condesa, no sintió enterarse de la noticia de que la señora visitaría durante unas semanas, acompañada por mademoiselle Beam, a una familia en el bajo Languedoc.

El conde, tras una más detallada conversación sobre su proyectado viaje y el de Emily, se marchó. No pasaron muchos días antes de que llegara una segunda carta de monsieur Quesnel informándola de que ya estaba en Toulouse, que La Vallée había quedado libre y que deseaba que se pusiera en camino hacia la primera ciudad citada, donde esperaría su llegada con la mayor rapidez, ya que por sus propios asuntos le urgía regresar a Gascuña. Emily no dudó en obedecerle, y, después de despedirse afectuosamente de la familia del conde, en la que seguía estando incluido monsieur Du Pont, y de sus amigas del convento, partió para Toulouse atendida por la infeliz Annette y custodiada por un sirviente fijo del conde.

Capítulo X
Adormecidos en las innumerables cámaras del cerebro
nuestros pensamientos están enlazados por muchas cadenas escondidas;
despierta uno al menos y ¡verás cuántos millares se levantan!
¡Cada uno imprime su imagen mientras el otro vuela!

PLACERES DE LA MEMORIA

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