Los misterios de Udolfo (46 page)

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Authors: Ann Radcliffe

BOOK: Los misterios de Udolfo
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Emily, que siempre había tratado de moderar su conducta con las leyes más justas, y cuya mente era extremadamente sensible, no sólo a lo que es justo en cuestión de moralidad, sino a todo lo que es embellecedor del carácter de la mujer, se vio sorprendida por aquellas palabras; sin embargo, al momento, su corazón se llenó de la conciencia de haber merecido un elogio, en lugar de una censura, y se mantuvo orgullosamente silenciosa. Montoni, conocedor de la delicadeza de su pensamiento, sabía muy bien cómo recibiría sus reproches: pero, ajeno a los juegos de la conciencia, no pudo prever la energía del sentimiento con el que había sido repelida su sátira. Se volvió a un criado que acababa de entrar en el salón y le preguntó si Morano había abandonado el castillo. El hombre contestó que sus criados se lo llevaban en ese momento a una cabaña próxima. Montoni pareció calmarse al oírlo y, cuando Ludovico apareció un momento después y dijo que Morano ya se había ido, indicó a Emily que podía retirarse a su habitación.

Se alejó de muy buen grado de su presencia, pero la idea de pasar lo que quedaba de la noche en una habitación cuya puerta a la escalera permitía la entrada de cualquier persona le preocupó más que nunca, y decidió acudir a la habitación de madame Montoni y solicitar que Annette se quedara con ella.

Al llegar a la gran galería oyó voces de lo que parecía una discusión. Su ánimo estaba predispuesto a cualquier alarma y se detuvo, no tardando en distinguir las voces de Cavigni y Verezzi, por lo que se dirigió hacia ellos con la esperanza de conciliar sus diferencias. Estaban solos. El rostro de Verezzi seguía rojo de ira, y al desaparecer el destinatario de la misma, parecía dispuesto a transferir su rencor a Cavigni, que trataba de convencerle más que de discutir con él.

Verezzi afirmaba que informaría instantáneamente a Montoni del insulto que le había lanzado Morano, y, sobre todo, que le había acusado de asesinato.

—No tiene sentido —dijo Cavigni— tener en cuenta las palabras de un hombre en un momento de indignación. Si insistes en tu decisión, las consecuencias pueden ser fatales para ambos. Tenemos entre manos intereses más serios que los de una triste venganza.

Emily se unió a los ruegos y a los argumentos de Cavigni y lograron al fin convencer a Verezzi para que se retirara sin ver a Montoni.

Al llamar a la puerta de las habitaciones de su tía, comprobó que estaban cerradas. A los pocos minutos, sin embargo, fue la propia madame Montoni la que abrió.

Hay que recordar que se trataba de la puerta que conducía a la alcoba desde un pasillo posterior, por la que Emily había entrado en secreto unas horas antes. Dedujo por el aire de calma de madame Montoni que no estaba al corriente de lo que le había sucedido a su marido y comenzó a informarla del modo más suave que pudo, cuando su tía la interrumpió, diciéndole que estaba al corriente de todo.

Emily sabía que tenía muy pocas razones para querer a Montoni, pero difícilmente hubiera creído que era capaz de tan perfecta apatía, como mostraba hacia él. Tras obtener permiso para que Annette durmiera en su habitación, se retiró inmediatamente.

Un reguero de sangre se extendía por el corredor que conducía a su cuarto, y en el lugar donde el conde y Montoni se habían batido todo el suelo estaba manchado. Emily tembló y se apoyó en Annette al cruzarlo. Cuando entró en la habitación, decidió que puesto que la puerta de la escalera había quedado abierta y Annette estaba con ella, exploraría a dónde conducía, ya que el asunto se relacionaba materialmente con su propia seguridad. Annette estuvo de acuerdo, a medias curiosa y a medias llena de miedo, cuando le propuso bajar por la escalera. Al acercarse a la puerta comprobaron que había sido cerrada de nuevo, por lo que su preocupación se dirigió a asegurarla desde dentro, colocando los muebles más pesados que pudieron trasladar. Emily se acostó y Annette reposó en una silla al lado de la chimenea, donde quedaban algunos débiles rescoldos.

Capítulo VII
De lenguas aéreas, que silabean los nombres de los hombres
en las arenas y las playas y en las soledades del desierto.

MILTON

S
e hace necesario mencionar algunas circunstancias que no pudieron ser relatadas entre los acontecimientos de la precipitada marcha de Emily de Venecia y los que tan rápidamente se sucedieron a su llegada al castillo.

En la mañana de su viaje, el conde Morano acudió a la hora prevista a la casa de Montoni para solicitar a su prometida. Al llegar se quedó sorprendido por el silencio y aire de soledad del pórtico, en el que usualmente esperaban los lacayos de Montoni; pero la sorpresa no tardó en convertirse en asombro, y en asombro al extremo de contrariedad, cuando la puerta fue abierta por una mujer de cierta edad que informó a los criados que su amo y su familia había salido de Venecia para
Terra-firma
muy temprano. Incapaz de creerse lo que le decían sus criados, descendió de la góndola y corrió a preguntar más detalles. La criada, que era la única persona que había quedado al cuidado de la casa, insistió en sus afirmaciones, y el silencio y las habitaciones solitarias no tardaron en convencerle de que eran ciertas. Se volvió contra ella con aire amenazador, como si quisiera descargar en la criada todo su deseo de venganza, haciéndole al mismo tiempo innumerables preguntas con tan gesticulante furia que la pobre mujer fue incapaz de contestar. Entonces la dejó ir de pronto y paseó por el vestíbulo como un loco, insultando a Montoni y lamentando su propia locura.

Cuando la pobre mujer se vio libre y se recuperó del susto le informó de lo que sabía del asunto, que era en realidad muy poco, pero lo suficiente para que Morano descubriera que Montoni se había ido a su castillo en los Apeninos. Allí le siguió tan pronto como sus criados pudieron preparar lo necesario para el viaje, acompañado por un amigo y atendido por sus hombres, decidido a conseguir a Emily o una total venganza sobre Montoni. Cuando se recuperó de la primera efervescencia de ira y sus pensamientos se hicieron menos oscuros, su consciencia le descubrió algunas circunstancias que en cierta medida explicaban la conducta de Montoni; pero no podía ni siquiera imaginar cómo había llegado a sospechar de una intención que, según creía, sólo él conocía. En esta ocasión, sin embargo, él había sido traicionado en parte por esa comprensión de simpatía que puede decirse que existe entre mentes perversas y que enseña al hombre lo que haría el otro en las mismas circunstancias. Eso es lo que le había sucedido a Montoni, que recibió pruebas indiscutibles de una verdad que llevaba algún tiempo sospechando, en el sentido de que las circunstancias de Morano, en lugar de ser prósperas, como él trataba de hacer creer, estaban muy comprometidas. Montoni había estado interesado en su propio beneficio. Los motivos eran totalmente egoístas, los de la avaricia y el orgullo. Este último habría sido compensado con la alianza con un noble veneciano, la primera por las propiedades de Emily en Gascuña, que él había supuesto, como precio de su favor, que pasarían a sus manos el día de su matrimonio. Mientras tanto, había llegado a sospechar de las consecuencias de la generosa extravagancia del conde, pero hasta la noche anterior al día previsto para las nupcias no obtuvo ciertas informaciones sobre su desesperada situación económica. Entonces no dudó en deducir que Morano trataba de defraudarle quedándose con las propiedades de Emily. Sus suposiciones se vieron confirmadas, y con aparente razón, por la conducta posterior del conde, quien, tras haberse citado con él aquella noche, con el propósito de firmar el documento que aseguraría a Montoni su premio, no se presentó. Tal circunstancia, en un hombre como Morano de carácter alegre e irreflexivo, y en un momento en que sus preocupaciones se dirigían a las nupcias, podía haber sido atribuida a causas menos decisivas que estudiadas; pero Montoni no titubeó un instante en interpretarlas a su modo, y, tras haber esperado en vano la llegada del conde durante varias horas, dio órdenes a sus hombres para estar preparados en cualquier momento. Su intención al dirigirse a Udolfo era la de alejar a Emily de Morano, así como para romper el compromiso, sin someterse a una discusión innecesaria. Si el conde tenía intenciones honorables seguiría sin duda tras Emily y firmaría el documento en cuestión. Si lo hacía así, Montoni tenía poca consideración por el futuro de Emily, que no habría tenido escrúpulos en sacrificarla a un hombre arruinado, puesto que él se enriquecía, por lo que le ocultó el motivo de su inesperado viaje, y más aún para tenerla sometida cuando él lo requiriera.

Con estas consideraciones había abandonado Venecia; y, con otras totalmente diferentes, Morano había seguido poco después sus pasos por los agrestes Apeninos. Cuando su llegada fue anunciada al castillo, Montoni no pensó que se hubiera atrevido a presentarse a menos que estuviera dispuesto a cumplir su compromiso y, en consecuencia, le admitió de inmediato. El rostro iracundo de Morano cuando entró en el salón le desengañó al instante; y, cuando Montoni hubo explicado en parte los motivos de su abrupta marcha de Venecia, el conde insistió en la petición de Emily y en sus reproches a Montoni, sin mencionar siquiera su compromiso anterior.

Montoni, al final, para evitar una disputa, retrasó el asunto hasta el día siguiente, y Morano se retiró con algunas esperanzas, sugeridas por la aparente indecisión de Montoni. Sin embargo, cuando en el silencio de su cuarto comenzó a considerar su última conversación, el carácter de Montoni y algunos datos anteriores sobre su doblez, su esperanza desapareció, decidiendo no demorar sus posibilidades de conseguir a Emily por otros medios. Informó de su deseo de llevarse a Emily a su criado de confianza y le envió a que descubriera entre los de Montoni quién podría ayudarle a ello. La elección de esa persona la dejó al buen juicio de su criado, y no imprudentemente, porque no tardó en descubrir a uno que había sido maltratado por Montoni y que estaba dispuesto a traicionarle. Aquel hombre condujo a Cesáreo por el castillo a través de un pasadizo secreto, a la escalera que conducía a la habitación de Emily, después le mostró un atajo para salir del edificio y le procuró las llaves que asegurarían su huida. El hombre fue ampliamente compensado por su colaboración; de cómo el conde fue compensado por la traición de aquel hombre, ya ha sido expuesto.

Mientras tanto, el viejo Cario había oído que dos hombres de Morano recibían la orden de esperar en el carruaje, al otro lado de los muros del castillo, que expresaban su sorpresa por la inesperada y secreta marcha de su amo, ya que el valet no les había informado de más detalles de la decisión de Morano que lo estrictamente necesario que debían ejecutar. Sin embargo, ellos cambiaron impresiones sobre los motivos, de las que CarIo sacó sus propias conclusiones. Antes de aventurarse a informar a Montoni se decidió a obtener alguna confirmación y, con este propósito, se situó con unos compañeros en la puerta del cuarto de Emily que daba al corredor. No tuvo que esperar mucho tiempo, aunque los gruñidos del perro estuvieron a punto de traicionarle. Cuando se convenció de que Morano estaba en la cámara y hubo escuchado lo suficiente de su conversación para estar al corriente de sus intenciones, avisó de inmediato a Montoni, por lo que Emily fue rescatada de los designios del conde.

Al día siguiente Montoni apareció como de costumbre, salvo que llevaba el brazo herido en cabestrillo. Salió a la muralla, miró a los hombres que se ocupaban de repararla. dio órdenes para que acudieran otros al trabajo, y entró en el castillo para recibir a varias personas que acababan de llegar, con las que se reunió en un salón privado durante una hora. Carlo fue llamado y se le ordenó que condujera a los desconocidos a una parte del castillo que en otros tiempos había estado ocupada por los principales criados de la familia y que les facilitara los necesarios refrigerios. Se le ordenó que una vez hecho esto regresara con su amo.

Por otra parte, el conde continuaba en la cabaña al pie del bosque, sufriendo en el cuerpo y en la mente y meditando su venganza contra Montoni. Su cuñado, al que había enviado a la ciudad más próxima en busca de un cirujano, no regresó hasta el día siguiente. Al examinar sus heridas, el médico se negó a dar cualquier impresión positiva, administró a su paciente algunas medicinas y le ordenó que se mantuviera en reposo donde estaba.

Emily pasó lo que quedaba de la noche durmiendo, sin ser molestada. Cuando se recuperó de la confusión de su somnolencia, recordó que se había liberado de los asedios del conde Morano y su espíritu se alivió de la terrible ansiedad que la oprimía desde hacía tiempo, pero le quedaron los temores por las afirmaciones de Morano en relación con la conducta de Montoni. Le había dicho que los planes de este último sobre ella eran inescrutables, pero que sabía que eran terribles. Cuando se lo dijo estaba casi convencida de que su intención era conseguir que se pusiera bajo su protección, pero le habían dejado una impresión tremenda, y el pensar en el carácter y en el comportamiento anterior de Montoni no contribuyó a suavizarla. De todos modos no dejó de pensar en su propensión a anticipar los males, por lo que decidió disfrutar del pequeño respiro dentro de su desgracia y cogió sus útiles de dibujo, colocándose ante la ventana para elegir algún aspecto del paisaje.

Según se entretenía dibujando, vio paseando por la muralla de abajo a los hombres que habían llegado al castillo. La vista de aquellos desconocidos la sorprendió, pero más aún por su aspecto. Sus ropas tenían un aire singular que le llamó la atención, lo mismo que la fiereza de su aspecto. Se retiró de la ventana mientras pasaban, pero volvió a observarlos con más detalle. Sus figuras parecían encajar perfectamente en lo agreste de los alrededores y, según rodeaban el castillo, los dibujó como si se tratara de bandidos, entre la vista de la montaña. Cuando lo terminó, se sorprendió por el espíritu de aquel grupo. Pero lo había copiado de la naturaleza.

Carlo, cuando situó a los hombres y les proporcionó las provisiones, regresó como se le había ordenado junto a Montoni, que estaba inquieto por descubrir cuál de los criados había facilitado las llaves del castillo a Morano la noche anterior. Pero aquel hombre, aunque era demasiado leal a su amo, que además estaba vivo, no habría traicionado a uno de sus compañeros ni siquiera ante la justicia. En consecuencia, pretendió ignorar quién era el que había conspirado con el conde Morano y le contó, como antes, que lo único que sabía era lo que había oído a los dos criados.

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