Los misterios de Udolfo (21 page)

Read Los misterios de Udolfo Online

Authors: Ann Radcliffe

BOOK: Los misterios de Udolfo
10.39Mb size Format: txt, pdf, ePub

Por otro lado, las viajeras continuaron su camino; Emily, haciendo frecuentes esfuerzos por aparentar que estaba animada y dejándose llevar con demasiada frecuencia por el silencio y el rechazo, Madame Cheron atribuyendo su melancolía únicamente al hecho de que se alejaba de su amante, y creyendo que la pena que su sobrina seguía expresando por la pérdida de St. Aubert procedía parcialmente de una afectación de sensibilidad, pues creía que era ridículo que siguiera manifestando tan profundo dolor después de haber pasado el tiempo usual considerado normal para un luto.

Por fin, estas desagradables impresiones fueron interrumpidas por la llegada de las viajeras a Toulouse; y Emily, que no había estado allí desde hacía muchos años y que tenía sólo un difuso recuerdo de aquello, se quedó sorprendida por el estilo ostentoso que exhibía la casa y el mobiliario de su tía; más aún, tal vez, porque era totalmente distinto de la modesta elegancia a la que había estado acostumbrada. Siguió a madame Cheron a través de un enorme vestíbulo, donde varios criados aparecieron con llamativas libreas, hasta una especie de salón, decorado con más lujo que gusto, y su tía, quejándose de cansancio, ordenó que les fuera servida la cena inmediatamente.

—Me alegro de encontrarme de nuevo en mi propia casa —dijo, echándose en un amplio canapé—, y de tener a mi propio servicio alrededor. Detesto viajar; aunque, en realidad, debería gustarme, porque todo lo que veo en otras partes me hace siempre que me guste más volver a mi propio castillo. ¿Por qué estás tan silenciosa? ¿Qué es lo que te preocupa ahora?

Emily detuvo una lágrima que empezaba a brotar y trató de sonreír para ocultar la opresión de su corazón. Pensaba en su casa y sentía demasiado sensiblemente la arrogancia y vanidosa ostentación de la conversación de madame Cheron. «¡Cómo es posible que sea hermana de mi padre!», se dijo a sí misma; y entonces la convicción de que así era acalló su corazón con una cierta ternura hacia ella. Se sintió inquieta por suavizar la dura impresión que su mente había recibido del carácter de su tía y se dispuso a aceptarla. Su esfuerzo no falló del todo; escuchó con ánimo aparente, mientras madame Cheron hablaba del esplendor de su casa, de las numerosas fiestas que organizaba y lo que esperaba de Emily, cuya reacción fue un aire de reserva que su tía tomó por orgullo e ignorancia unidos y aprovechó la ocasión para reprenderla. Desconocía el comportamiento de una mente que teme confiar en sus propios poderes, que, poseyendo un juicio claro e inclinada a creer que todos los demás lo perciben de modo más crítico, teme someterse a su censura y busca cobijo en la oscuridad del silencio. Emily había enrojecido con frecuencia ante esas maneras atrevidas, que ella parecía admirar y ante las vaciedades brillantes que ella aplaudía; sin embargo, ese aplauso, en lugar de animarla para imitar su conducta, la hacían recogerse en una reserva que la protegiera de tales absurdos.

Madame Cheron miró la modestia de su sobrina con un sentimiento de desdén y se propuso hacerla reaccionar con reproches en vez de animarla con gentileza.

La llegada de la cena interrumpió en parte el complaciente discurso de madame Cheron y las dolorosas consideraciones que había despertado en Emily. Cuando la comida, que había sido servida con ostentación y atendida por un gran número de sirvientes, con profusión de platos, terminó, madame Cheron se retiró a sus habitaciones y una criada vino para mostrarle a Emily las suyas. Tras pasar una amplia escalera y varias galerías, llegaron a un piso en la parte de atrás, que conducía a un pequeño corredor en la parte más remota del castillo, y allí la criada abrió la puerta de una pequeña cámara que dijo que era la de mademoiselle. Emily, al encontrarse de nuevo a solas, cedió a las lágrimas que había tratado de contener desde hacía mucho tiempo.

Aquellos que saben por experiencia cómo el corazón queda prendido incluso en los objetos inanimados a los que se ha acostumbrado con el tiempo, saben lo difícil que resulta renunciar a ellos; con la sensación de hallar a un viejo amigo cuando se encuentran, tras una ausencia temporal, comprenderán los sentimientos de soledad de Emily, de una Emily apartada del único hogar que había conocido desde su infancia y que había sido colocada en un escenario y entre personas desagradables por más razones que por su novedad. El perro favorito de su padre, que estaba en la cámara, parecía adquirir así el carácter y la importancia de un amigo. El animal daba vueltas a su alrededor y cuando ella lloraba, lamía sus manos.

—¡Ah, pobre Manchón —dijo—, no tengo a nadie que me quiera, sólo a ti! —y lloró más aún.

Pasado algún tiempo, sus pensamientos volvieron a los comentarios de su padre. Cuántas veces le había reprochado el que cediera a penas inútiles; cuántas veces le había señalado la necesidad de la fortaleza y de la paciencia, asegurándole que las facultades de la mente deben fortalecerse hasta sobreponerse a la aflicción y triunfar sobre ella. Estos recuerdos secaron sus lágrimas y tranquilizaron gradualmente su ánimo y la inspiraron con la dulce emulación de practicar preceptos que su padre le había inculcado con tanta frecuencia.

Capítulo XII
Un poder imparte la lanza y el escudo,
ante los cuales las pasiones mágicas huyen,
por lo que las gigantescas locuras mueren.

COLLINS

L
a casa de madame Cheron estaba a poca distancia de la ciudad de Toulouse, rodeada por extensos jardines en los que Emily, que se había levantado temprano, se entretuvo paseando antes del desayuno. Desde una terraza que se extendía a lo largo de la parte más alta de los mismos, la vista se perdía por el Languedoc. En el distante horizonte, hacia el sur, descubrió las agrestes cumbres de los Pirineos y su imaginación dibujó inmediatamente los verdes pastos de Gascuña que se extienden a sus pies. Su corazón la llevó a su tranquilo hogar, a la vecindad en la que estaba Valancourt, en la que St. Aubert había estado; y su imaginación, rompiendo el velo de la distancia, trajo hasta sus ojos aquel hogar con toda su interesante y romántica belleza. Experimentó un placer inexplicable creyendo que contemplaba el paisaje que la rodeaba como suyo, aunque ninguno de sus detalles pudiera distinguirse, exceptuando la alejada cordillera de los Pirineos. Sin prestar atención al paisaje más próximo ni al paso del tiempo, continuó apoyada en la ventana de un pabellón que había al extremo de la terraza, con los ojos fijos en Gascuña, y con la mente ocupada con las interesantes ideas que la vista había despertado, hasta que un criado vino a decirle que estaba preparado el desayuno. Sus pensamientos se fijaron entonces en todo lo que la rodeaba, los altos muros, los parterres cuadriculados y las fuentes artificiales del jardín, que no podían, según los cruzaba, aparecer peor y más opuestos a la gracia negligente y belleza natural de los paisajes de La Vallée, en cuyo recuerdo había estado sumida tan intensamente.

—¿Por dónde has estado tan temprano? —dijo madame Cheron, según entraba su sobrina en la habitación—. No apruebo esos paseos solitarios. —Emily se quedó sorprendida cuando, tras haber informado a su tía de que no había ido más allá de los jardines, supo que también estaban incluidos en su reproche—. Deseo que no vuelvas a pasear por ahí en una hora tan temprana sin ir acompañada —dijo madame Cheron—; mis jardines son muy extensos; y una joven que puede pasearse a la luz de la luna en La Vallée no debe confiarse a sus inclinaciones en cualquier otra parte.

Emily, extremadamente sorprendida y conmovida, casi no tuvo fuerzas para rogar una explicación de aquellas palabras, y, cuando lo hizo, su tía se negó en redondo a dárselas, aunque, por sus miradas severas y por las frases dichas a medias, parecía ansiosa por impresionar a Emily con la creencia de que había sido muy bien informada de algunas degradantes circunstancias de su conducta. Pese a su consciente inocencia, no pudo impedir un rubor en sus mejillas; tembló y miró confusamente a madame Cheron, que también se ruborizó; pero el suyo era un enrojecimiento de triunfo, de esos que cruzan a veces el rostro de una persona, congratulándose a sí misma por la penetración con la que acostumbra a sospechar de los demás.

Emily, no dudando de que el error de su tía procedía de haberla visto paseando por el jardín la noche anterior a su marcha de La Vallée, mencionó el motivo que había tenido para ello, y poco después concluyó con el tema diciendo:

—Yo nunca confío en las afirmaciones de la gente, los juzgo sólo por sus acciones; pero estoy dispuesta a esperar a ver cómo es tu comportamiento en el futuro.

Emily, menos sorprendida por la moderación y misterioso silencio de su tía que por las acusaciones que había recibido, consideró profundamente estas últimas y casi no dudó de que era Valancourt el que había visto por la noche en los jardines de La Vallée, y que había sido observado por madame Cheron; que pasando de un tema doloroso únicamente para revivir otro que lo era casi igualmente, habló de la situación de las propiedades de su sobrina en manos de monsieur Motteville. Mientras hablaba con piedad ostentosa de las desgracias de Emily, supo inculcarle los deberes de humildad y gratitud y someter a Emily a crueles mortificaciones, que pronto comprendió que sería considerada como una protegida, no sólo por su tía, sino por todos los criados.

A continuación, fue informada de que se esperaba a muchas personas para la cena, ocasión que aprovechó madame Cheron para repetir las lecciones de la noche anterior en relación a su conducta, cuando estaba acompañada, y Emily deseó tener coraje suficiente para practicarlo. Su tía procedió a continuación a examinar la sencillez de su vestido, añadiendo que esperaba verla ataviada con alegría y gusto; después de lo cual condescendió a mostrar a Emily el esplendor de su castillo, poniendo de manifiesto cada detalle de belleza o de elegancia que pensaba que distinguía cada una de las numerosas series de habitaciones. Después se retiró a las suyas, el trono de su propio homenaje, y Emily a su cámara para sacar sus libros y tratar de distraer la mente con la lectura hasta la hora de vestirse.

Cuando llegaron los invitados, Emily entró en el salón con un aire de timidez que sus esfuerzos no pudieron superar y que aumentaron por la conciencia de la severa mirada de madame Cheron. Su traje de luto, el suave rechazo de su hermoso rostro y la desconfianza de sus maneras, la convirtieron en un objeto interesante para muchos de los invitados, entre los cuales distinguió al signor Montoni y a su amigo Cavigni, los últimos visitantes de monsieur Quesnel, que parecían hablar con madame Cheron con la familiaridad de una vieja amistad y a los que ella atendía con especial satisfacción.

El signor Montoni tenía un aire de consciente superioridad, animada por su espíritu y fortalecida por su talento, ante el cual todos parecían ceder involuntariamente. La rapidez de sus percepciones se reflejaba claramente en su rostro, y aunque aquel rostro parecía sometido a la situación de la fiesta, en más de una ocasión había revelado el triunfo del arte sobre la naturaleza. Su cara era alargada y más bien estrecha, pese a ello se le consideraba hermoso, pero era, quizá, el espíritu y el vigor de su alma, que salpicaba todo su aspecto, lo que triunfaba en él. Emily sentía admiración, pero no esa admiración que conduce a la estima, ya que se mezclaba con un cierto grado de temor que no sabía exactamente de dónde procedía.

Cavigni se mostraba alegre e insinuante, como la vez anterior; y, aunque no cesaba de mostrar sus atenciones a madame Cheron, encontró algunas oportunidades para conversar con Emily, a la que dirigió al principio frases llenas de agudeza, pero de cuando en cuando asumió un cierto aire de ternura que ella observó, lamentándolo. Pese a que Emily intervino muy poco, lo gentil y dulce de sus maneras animaban a hablar a Cavigni, y se sintió liberada cuando una de las jóvenes invitadas, que hablaba sin cesar, se acercó para reclamar su atención. Aquella dama, que poseía toda la ligereza de las mujeres francesas, toda su coquetería, simuló entender de todos los temas, o más bien no se trataba de una afectación, ya que, sin mirar nunca más allá de los límites de su propia ignorancia creía que no tenía nada que aprender. Atrajo la atención de todos; divirtió a algunos, disgustó a otros en algún momento y después quedó olvidada.

El día pasó sin que sucediera nada; y Emily, aunque entretenida con los personajes que había visto, se sintió mejor cuando pudo retirarse a sus recuerdos, que habían adquirido en ella el carácter de deberes.

Transcurrieron quince días de disipación y compañía, y Emily, que acompañaba a madame Cheron en todas sus visitas, se entretuvo en ocasiones pero se hastió con más frecuencia. Al principio se sorprendió por los conocimientos y talento aparente que mostraban en las varias conversaciones que escuchó, pero no tardó mucho en descubrir que aquel talento en la mayoría de los casos era el de la impostura y los conocimientos no iban más allá de lo necesario para sostenerlos. Pero lo que más la engañó fue el aire de alegría constante y animado espíritu que mostraban todos los visitantes y que supuso que procedía de su contento y benevolencia. Por fin, ante la exageración de algunos, menos preparados que otros, advirtió que, aunque contento y benevolencia son las únicas fuentes de la alegría, la animación inmoderada y enfebrecida que se exhibía habitualmente en las grandes fiestas era consecuencia parcial de la insensibilidad ante los demás, mientras la benevolencia debe derivar en ocasiones del sufrimiento de los otros, y, por otra parte, por su deseo de mostrar apariencias de prosperidad que sabían que captarían la sumisión y la atención para ellos mismos. Las horas más gratas para Emily pasaban en el pabellón de la terraza, al que se retiraba cuando podía liberarse de ser observada, con un libro para entretenerse o el laúd para perderse en la melancolía. Allí, sentada con los ojos fijos en los Pirineos perdidos en la distancia, y sus pensamientos puestos en Valancourt y en los queridos escenarios de Gascuña, interpretaba las dulces y melancólicas canciones de su provincia, las canciones populares que había escuchado desde la infancia.

Una tarde, tras haberse excusado ante su tía por no acompañarla, se retiró al pabellón con sus libros y su laúd. Era una tarde hermosa y serena tras un día bochornoso, y las ventanas, que se miraban al oeste, se abrían a toda la gloria de la puesta de sol. Sus rayos iluminaban con fortalecido esplendor los riscos de los Pirineos y tocaban sus nevadas cumbres con un halo rosado, que se mantuvo largo tiempo después de que el sol hubo desaparecido por el horizonte y las sombras del crepúsculo se extendieron por el paisaje. Emily tocaba el laúd con esa expresión fina y melancólica que procede del corazón. La hora meditabunda y el escenario, la luz de la tarde sobre el Garona, que pasaba a poca distancia, y cuyas aguas, cuando cruzaban hacia La Vallée había visto a menudo con un suspiro, todas estas circunstancias unidas dispusieron su mente hacia la ternura y sus pensamientos se fueron con Valancourt, del que no había tenido noticias desde su llegada a Toulouse, y que ahora que había sido alejada de él y en medio de la incertidumbre, comprendía cómo le interesaba a su corazón. Antes de que viera a Valancourt nunca se había encontrado con una mente y unas preferencias tan próximas a las suyas, y, aunque madame Cheron le hablaba siempre de las artes del disimulo y de que la elegancia y la propiedad de pensamiento, que ella tanto admiraba en su amante, habían sido asumidas por él con el propósito de complacerla, ella casi no podía dudar de su verdad. Esta posibilidad, sin embargo, pese a ser tan leve, fue suficiente para llenarla de inquietud, y comprobó que pocas condiciones son más dolorosas que las de la incertidumbre cuando se trata del objeto de nuestro amor; una incertidumbre que de no haberla sufrido le habría dado una mayor confianza en sus propias opiniones.

Other books

The Fall by John Lescroart
The Whirling Girl by Barbara Lambert
Richardson's First Case by Basil Thomson
Razorhurst by Justine Larbalestier
Golden Christmas by Helen Scott Taylor
The Chocolate Heart by Laura Florand
The Beautiful Daughters by Nicole Baart