Los misterios de Udolfo (23 page)

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Authors: Ann Radcliffe

BOOK: Los misterios de Udolfo
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Madame Cheron siguió con sus triunfos.

—También ha pensado que era propio decirme que no recibiría la negativa final de nadie más que de ti; esta posibilidad, sin embargo, se la he negado de modo absoluto. Debe comprender que es más que suficiente que yo le desapruebe. Y aprovecho esta oportunidad para repetir que si conciertas cualquier medio de entrevista a mis espaldas, saldrás de mi casa inmediatamente.

—¡Qué poco me conocéis, señora, para pensar que tal aviso es necesario! —dijo Emily, tratando de contener su emoción—, ¡qué poco sabéis de mis queridos padres, que me educaron!

Madame Cheron se marchó para vestirse para un compromiso al que tenía que acudir por la tarde, y Emily, que habría solicitado con gusto ser excusada de acompañar a su tía, no pidió quedarse en casa pensando que su propuesta podría ser atribuida a un motivo impropio. Cuando se retiró a su habitación, la leve fortaleza que la había ayudado en presencia de su pariente la abandonó. Recordó sólo que Valancourt, cuyo carácter se hacía más amistoso en cada circunstancia que lo iba descubriendo, había sido borrado de su presencia, tal vez para siempre. Pasó el tiempo llorando aunque, conforme a las instrucciones de su tía, debía haberlo empleado en vestirse. Este importante deber fue despachado rápidamente; pero al reunirse con madame Cheron en la mesa, sus ojos revelaron que había estado llorando y arrancaron contra ella severos reproches.

Sus esfuerzos por aparentar cierto ánimo no fallaron completamente cuando se unió a los invitados en la casa de madame Clairval, una viuda de cierta edad que hacía poco que había pasado a residir en Toulouse, en una propiedad de su difunto marido. Había vivido muchos años en París, en un estilo espléndido, y tenía, naturalmente, un temperamento alegre, y desde que vivía en Toulouse había ofrecido algunas de las fiestas más magnificentes que se habían visto en la vecindad.

Esto excitaba no sólo la envidia, sino la frívola ambición de madame Cheron, quien, ya que no podía rivalizar con el esplendor de sus fiestas, ardía en deseos de ser situada entre sus amigas más íntimas. Con este propósito le dedicaba su atención más obsequiosa, y cuidaba de no tener compromiso alguno siempre que recibía una invitación de madame Clairval, de la que siempre hablaba, a cualquier parte que fuera, para hacer creer o impresionar con ello, de la amistad que las unía, como si fuera casi de un nivel familiar.

Los entretenimientos de la noche consistían en un baile y una cena. Era un baile especial y los invitados bailaban en grupo en los jardines, que eran muy extensos. Los altos y floridos árboles, bajo los que los grupos se reunían, estaban iluminados con profusión de lámparas, dispuestas con gusto e imaginación. Los alegres y variados vestidos de los invitados, algunos de los cuales estaban sentados en la hierba, conversando apaciblemente, observando. los cotillones, tomando algún refrigerio y a veces tocando distraídamente la guitarra; las maneras galantes de los caballeros, el aire exquisitamente caprichoso de las damas; la ligereza fantástica de los pasos y de sus danzas; los músicos, con el laúd, el oboe y el tamboril, sentados al pie de un olmo, y el selvático escenario de bosque que les rodeaba eran circunstancias que, al unirse, formaban un cuadro característico y sorprendente de las fiestas francesas. Emily contempló la alegría de aquel escenario con una especie de placer melancólico, y sus emociones pueden ser imaginadas cuando, según estaba al lado de su tía, mirando uno de los grupos, descubrió a Valancourt; le vio bailando con una joven hermosa, conversando con ella con una mezcla de atención y familiaridad que rara vez había observado en sus maneras. Se volvió con violencia de la escena y trató de alejarse con madame Cheron, que estaba conversando con el signor Cavigni, y no vio a Valancourt o no estaba dispuesta a ser interrumpida. Emily se vio sumergida en un desmayo e, incapaz de sostenerse, se sentó en la hierba cerca de los árboles, donde había otras personas. Una de ellas, al observar la extrema palidez de su rostro, le preguntó si estaba enferma y le suplicó que le permitiera traerle un vaso de agua, cuya gentileza agradeció, sin aceptarla. Su temor a que Valancourt pudiera observar sus emociones la hizo mostrarse más inquieta por superarlas y lo consiguió al extremo de que su rostro se rehízo. Madame Cheron seguía conversando con Cavigni; y el conde Bauvillers, que se había dirigido a Emily, le hizo algunas observaciones sobre la escena, a las que contestó casi inconscientemente, porque su mente seguía ocupada con la idea de Valancourt y la inquietud que le producía encontrarse tan cerca de él. Algunas indicaciones que hizo el conde sobre los que bailaban, la obligaron a volver los ojos hacia ellos, y, en ese momento, los de Valancourt se encontraron con los suyos. Sintió que perdía el color y que estaba a punto de desmayarse e instantáneamente volvió la cabeza, no sin antes haber observado el rostro alterado de Valancourt, que la había visto. Habría abandonado aquel lugar inmediatamente si no hubiera sido consciente de que esa conducta le habría mostrado a él de un modo más obvio el interés que despertaba en su corazón; y, tras tratar de prestar atención a la conversación del conde y de participar en ella, logró, finalmente, recuperar su ánimo. Pero, cuando el conde hizo una observación sobre la pareja de Valancourt, el miedo a mostrar que estaba interesada en el comentario, le habría traicionado ante él, de no ser porque el conde, mientras hablaba, miraba hacia la persona a la que se refería.

—La dama —dijo— que baila con ese joven chevalier, que parece poder competir en todo, menos en la danza, está considerada entre las bellezas de Toulouse. Es hermosa y su fortuna será considerable. Espero que elija mejor para pareja de su vida de lo que lo ha hecho para el baile, porque ya veo que ha puesto al grupo en gran confusión; no hace más que cometer errores. Me sorprende que con su aire y su figura no se haya preocupado de saber bailar.

Emily, cuyo corazón temblaba a cada palabra que se pronunciaba, trataba ahora de desviar la conversación de Valancourt, preguntando el nombre de la dama con la que bailaba; pero, antes de que el conde pudiera replicar, la danza concluyó, y Emily, advirtiendo que Valancourt se dirigía hacia ella, se levantó y se puso al lado de madame Cheron.

—Ahí está el chevalier Valancourt, señora —dijo, convirtiendo el tono de su voz en un susurro—, alejémonos.

Su tía lo hizo de inmediato, pero no antes de que Valancourt llegara hasta ellas, . que inclinó su cabeza ante madame Cheron, y dirigió una mirada hacia Emily que; reuniendo todos sus esfuerzos, consiguió manifestar un aire reservado. La presencia de madame Cheron impidió que Valancourt se quedara, y siguió su camino reflejando en su rostro una melancolía que parecía reprochable a ella por haberla incrementado. Llamaron a Emily del grupo con el que había estado, que incluía al conde Beauvillers, conocido de su tía.

—Os presento mis disculpas, mademoiselle —dijo—, por mi rudeza, que estoy seguro consideraréis no intencionada. No sabía que conocíais al chevalier cuando critiqué tan libremente su danza.

Emily enrojeció, sonriendo, y madame Cheron la libró de la situación, replicando:

—Si os referís a la persona que acaba de pasar —dijo—, os puedo asegurar que no es amigo mío ni de mademoiselle St. Aubert; no sé nada de él.

—¡Oh!, es el chevalier Valancourt —dijo Cavigni sin darle importancia y volviendo la cabeza.

—¿Le conocéis? —preguntó madame Cheron.

—No nos une amistad alguna —repicó Cavigni.

—Entonces no conocéis las razones por las que le he llamado impertinente. ¡Ha tenido la presunción de admirar a mi sobrina!

—Si todos los hombres merecen el título de impertinentes por admirar a mademoiselle St. Aubert —replicó Cavigni—, me temo que hay un gran número de impertinentes y estoy dispuesto a reconocer que soy uno de ellos.

—¡Oh, signor! —dijo madame Cheron con una sonrisa afectada—, me doy cuenta de que habéis aprendido bien el arte de los cumplidos desde que llegasteis a Francia. Pero es cruel decírselo a los niños, porque pueden confundir la lisonja con la verdad.

Cavigni volvió la cara un momento y dijo después con un aire estudiado:

—¿A quién tendríamos entonces que halagar, señora? Porque sería absurdo hacerlo a una mujer de comprensión refinada; ella está por encima de todo elogio.

Al terminar la frase echó una socarrona mirada a Emily, y la sonrisa que había brillado en sus ojos cubrió su rostro. Emily le comprendió perfectamente y se ruborizó pensando en madame Cheron, que replicó:

—Tenéis toda la razón, signor, ninguna mujer de entendimiento puede soportar la lisonja.

—He oído decir al signor Montoni —prosiguió Cavigni— que sólo ha conocido a una mujer que las merece.

—¡Vaya! —exclamó madame Cheron con una leve risa, y sonriendo con gran complacencia—, ¿y quién puede ser?

—¡Oh! —replicó Cavigni—, es imposible confundirla, porque ciertamente sólo hay una mujer en el mundo que tenga tanto mérito para merecer lisonjas como el genio para rehusarlas. La mayoría de las mujeres lo hacen al revés —volvió a mirar a Emily, que enrojeció más aún pensando en su tía y se volvió con disgusto.

—¡Oh, signor! —dijo madame Cheron—, parecéis francés; jamás he oído a un extranjero decir ni la mitad de galanterías que vos.

—Así es, señora —dijo el conde, que había estado algún tiempo silencioso, inclinando la cabeza—; pero la galantería se ha perdido últimamente, por la ingenuidad que pone al descubierto su aplicación.

Madame Cheron no comprendió el sentido de aquella frase satírica y se libró de la dolorosa impresión que sintió Emily en su lugar.

—¡Oh! Aquí viene el mismísimo signor Montoni —dijo su tía—, os aseguro que le diré todas esas cosas que me habéis comentado. —El signor, sin embargo, se dirigió por otro paseo. —¿Quién ha sido el que ha comprometido tanto a vuestro amigo esta tarde? —preguntó madame Cheron, más bien mortificada—, no le he visto ni un momento.

—Tiene un compromiso muy particular con el marqués La Riviere —replicó Cavigni—, que le ha entretenido hasta este momento; en caso contrario, no habría faltado el honor de presentaros sus respetos mucho antes, señora, como él me ha pedido que haga. Pero, no sé cómo me ha podido ocurrir, vuestra conversación es tan fascinante que ha encantado incluso a mi memoria. Creo o, mejor, estoy cierto, de que os debí presentar antes las disculpas de mi amigo.

—Las disculpas, señor, habrían sido más satisfactorias viniendo de él mismo —dijo madame Cheron, cuya vanidad se había visto más mortificada por el abandono de Montoni que halagada por el comentario de Cavigni. Sus maneras en aquel momento y la última conversación con Cavigni despertaron una sospecha en la mente de Emily, que, aunque algunos otros recuerdos servían para confirmarla, le parecía descabellada. Le pareció que Montoni se dirigía en serio a su tía en sus comentarios y que ella no sólo los aceptaba, sino que estaba celosa de cualquier impresión de descuido por parte de él. Que madame Cheron, a su edad, eligiera un segundo marido era ridículo, aunque su vanidad no lo hacía imposible; pero que Montoni, con su talento, su figura y pretensión pudiera elegir a madame Cheron resultaba fantástico. Sus pensamientos, sin embargo, no se entretuvieron largo tiempo en el tema; intereses más próximos presionaron en ellos; Valancourt rechazado por su tía, y Valancourt bailando con una alegre y bella pareja, atormentaban alternativamente su mente. Según caminaba por el jardín miró tímidamente hacia adelante, a medias temiendo y a medias esperando que él pudiera aparecer entre la gente; y la desilusión que sintió al no verle, le indicó claramente que estaba más interesada en la esperanza que en el temor.

Poco después Montoni se unió al grupo. Musitó algo brevemente sobre lo que sentía haber sido entretenido en otra parte, cuando sabía que le esperaba el placer de ver a madame Cheron; y ella, recibiendo la disculpa con aire de muchacha ofendida, se dirigió totalmente a Cavigni, que miraba jocosamente a Montoni, como si le dijera: «No triunfaré sobre vos; tendré la bondad de compartir los honores que recibo; pero, cuidado signor, o acabaré llevándome vuestro premio».

La cena fue servida en diferentes pabellones en los jardines, así como en un gran salón del castillo, y con más gusto que esplendor o abundancia. Madame Cheron y su grupo cenaron con madame Clairval en el salón, y Emily, con dificultad, disimuló su emoción, cuando vio a Valancourt sentado en su misma mesa. Allí, madame Cheron, después de mirarle con gran desagrado, dijo a una persona que estaba sentada a su lado:

—¿Quién es ese joven?

—Es el chevalier Valancourt —fue la respuesta.

—Sí, no ignoro su nombre, ¿pero quién es ese chevalier Valancourt que se entromete así en esta mesa?

La atención de la persona a la que se había dirigido fue reclamada antes de que recibiera una segunda réplica. La mesa, en la que estaban sentados, era muy larga. Valancourt se había sentado con su pareja cerca del final, y Emily cerca del principio, y la distancia entre ellos explicaba que él no se hubiera dado cuenta inmediatamente de su presencia. Emily evitó mirar al otro extremo, pero cada vez que sus ojos se dirigían hacia allí, vio que estaba conversando con su bella compañera y la observación no contribuyó a restaurar su tranquilidad, como tampoco las informaciones que había oído sobre la fortuna y los méritos de aquella dama.

Madame Cheron, a quien dirigieron otra vez esos comentarios porque eran los que servían para sus conversaciones triviales, parecía infatigable en su esfuerzo por despreciar a Valancourt, hacia el que sentía todos los pequeños resentimientos de un orgullo extremo.

—Admiro a la dama —dijo—, pero debo condenar su elección de pareja.

—¡Oh, el chevalier Valancourt es uno de los jóvenes más distinguidos que tenemos! —replicó la señora a la que había dirigido su comentario—; se murmura que mademoiselle D'Emery, y su enorme fortuna, serán suyos.

—¡Imposible! —exclamó madame Cheron, que había enrojecido—, es imposible que esa dama carezca a tal extremo de gusto; él tiene tan poco aire de persona distinguida que, si no le hubiera visto sentado a la mesa de madame Clairval, jamás habría pensado que lo era. Además, tengo razones particulares para creer que esa información está equivocada.

—No puede dudar de la verdad de lo que digo —replicó la dama seriamente disgustada por la ruda contradicción que había recibido en relación con su opinión sobre los méritos de Valancourt.

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