Read Los misterios de Udolfo Online
Authors: Ann Radcliffe
Se despertó de su abstracción por los cascos de los caballos en el camino que pasaba por delante de las ventanas del pabellón y un caballero pasó montado, cuyo parecido con Valancourt, en su aire y su figura, le pareció seguro, aunque la luz del crepúsculo no le permitió ver su rostro. Se retiró rápidamente de la celosía, temiendo ser vista, y al mismo tiempo deseando mirar más, mientras el desconocido pasaba sin levantar la cabeza. Cuando volvió a la ventana le vio difuminado a través de la luz, por los altos árboles que conducían a Toulouse. Este pequeño incidente alteró su ánimo de tal modo que el paisaje dejó de interesarle, y después de pasear por la terraza volvió al castillo.
Madame Cheron, ya fuera porque hubiera visto cómo admiraban a una rival, porque hubiera perdido en el juego o hubiera asistido a una fiesta más espléndida que las suyas, regresó de su visita con un temperamento más descompuesto que de costumbre; y Emily se sintió liberada cuando llegó la hora en la que pudo retirarse a la soledad de su cámara.
A la mañana siguiente fue llamada para que se presentara a madame Cheron, cuyo rostro estaba inflamado por el resentimiento y, según Emily avanzaba, extendió una mano con una carta.
—¿Conoces esta letra? —preguntó en tono severo y con una mirada que intentaba investigar el corazón de Emily, que examinaba la carta atentamente y aseguró que no la conocía.
—No me provoques —dijo su tía—; la conoces, confiesa la verdad inmediatamente. Insisto en que confieses la verdad ahora mismo.
Emily se quedó silenciosa y se dio la vuelta para salir de la habitación, pero madame la hizo volver.
—Oh, eres culpable —dijo—, sí conoces esta letra.
—Si antes lo dudabais madame —replicó Emily con calma—, ¿por qué me acusasteis de haber dicho una falsedad?
Madame Cheron no se sonrojó, pero su sobrina sí, un momento después, cuando oyó el nombre de Valancourt. No fue, sin embargo, con la conciencia de merecer un reproche, porque, si alguna vez había visto aquella escritura, los caracteres de su carta no se la trajeron a su memoria.
—Es inútil que lo niegues —dijo madame Cheron—, he visto en tu rostro que no desconoces la letra de esta carta; y me atrevo a decir que has recibido muchas de este joven impertinente, sin mi conocimiento, en mi propia casa.
Emily, sorprendida por la falta de delicadeza de la acusación, y más aún por la vulgaridad de sus modos, olvidó instantáneamente el orgullo que había impuesto su silencio y trató de vindicar su conducta, pero madame Cheron no estaba dispuesta a ser convencida.
—No quiero suponer —continuó— que ese joven se hubiera tomado la libertad de escribirte, si tú no le hubieras animado a hacerlo, y ahora debo...
—Me permitiréis, señora, que os recuerde —dijo Emily tímidamente— algunos detalles de una conversación que tuvimos en La Vallée. Entonces os dije que no sólo prohibí a monsieur Valancourt que se dirigiera a mi familia...
—No toleraré que se me interrumpa —dijo madame Cheron, interrumpiendo a su sobrina—, iba a decir..., he olvidado lo que iba a decir. Pero, ¿cómo es posible que no se lo prohibieras? —Emily guardó silencio—. ¿Cómo es posible que le animaras a molestarte con esta carta? Un joven al que nadie conoce; un total desconocido en este lugar, un joven aventurero, sin duda, que va en busca de fortuna. Aunque, en ese punto, se ha confundido.
—Su familia era conocida de mi padre —dijo Emily modestamente y sin aparentar reacción alguna por la última frase.
—¡Oh!, eso no es una recomendación —replicó su tía, con su habitual disposición frente a ese tema—. ¡Solía tomar tan extrañas actitudes ante la gente! Siempre juzgaba a las personas por su rostro y se engañaba continuamente.
—Hace un momento, señora, me juzgabais culpable por mi rostro —dijo Emily, en un deseo de reprobar a madame Cheron, a lo que le había inducido la irrespetuosa mención de su padre.
—Te he hecho venir —continuó su tía, enrojeciendo— para decirte que no seré molestada en mi propia casa por cartas o visitas de jóvenes que intentan cortejarte. Este monsieur de Valantine, creo que le llamas así, tiene la impertinencia de pedirme que le permita presentarme sus respetos. Le enviaré la respuesta que se merece. Y por lo que se refiere a ti, Emily, te lo repito por última vez, si no aceptas conformarte con mi dirección y con mi manera de vivir, renunciaré a la obligación de ocuparme de tu conducta. Dejaré de preocuparme de tu educación, pero te enviaré a vivir a un convento.
—Querida señora —dijo Emily, rompiendo en lágrimas y vencida por la espantosa sospecha que había expresado su tía—. ¡Cómo merezco estos reproches!
No pudo decir más. Estaba tan temerosa de actuar de modo impropio en el asunto, que, en aquel momento, madame Cheron tal vez habría podido lograr arrancarle la promesa de renunciar a Valancourt para siempre. Su mente, debilitada por las aprensiones, no podía seguir viéndole como antes; temía el error de su propio juicio, no el de madame Cheron, y también que en su conversación con él en La Vallée, no se había comportado con la suficiente reserva. Sabía que no se merecía las crueles sospechas que su tía había lanzado contra ella, pero se despertaron mil escrúpulos para atormentarla, entre ellos el de haber alterado la paz de madame Cheron. Así, dispuesta ansiosamente a evitar cualquier oportunidad de error y a someterse a cualquier restricción que su tía considerara apropiada, expresó una obediencia, a la que madame Cheron no prestó mucha confianza, y que le pareció consecuencia de miedo o artificio.
—Bien —dijo—, entonces prométeme que ni verás a este joven ni le escribirás sin mi consentimiento.
—Querida señora —replicó Emily—, ¿podéis suponer que yo haría cualquiera de esas dos cosas sin que lo supierais?
—No sé qué suponer; nunca se sabe como actuará una joven. Es difícil poner confianza en ellas, porque rara vez tienen suficiente sentido para reclamar el respeto del mundo.
—Señora —dijo Emily—, yo estoy ansiosa por cuidar de mi propio respeto; mi padre me enseñó cuál es su valor; me dijo que si yo merezco mi propia estima, la del mundo vendrá como consecuencia.
—Mi hermano era un buen hombre —replicó madame Cheron—, pero no conocía el mundo. Estoy segura de que he tenido siempre respeto por mí misma, sin embargo... —se detuvo, pero podría haber añadido que el mundo no había mostrado siempre ese mismo respeto para ella, y eso sin traicionar su juicio.
—Bien —concluyó madame Cheron—, no me has hecho la promesa que he pedido.
Emily la hizo, y al ser autorizada para retirarse, paseó por el jardín. Tratando de rehacerse, llegó por fin a su pabellón favorito al final de la terraza, donde, sentándose ante una de las ventanas que se abría a un mirador, la tranquilidad y silencio le permitieron recomponer sus pensamientos para considerar con un juicio más claro su conducta ante Dios. Se decidió a reconsiderar con exactitud todos los detalles de su conversación con Valancourt en La Vallée, tuvo la satisfacción de comprobar que nada podía alarmar su delicado orgullo y que podía confirmarse en su propia estimación que era tan necesaria para su paz. Su mente se serenó y vio a Valancourt amistoso e inteligente, como antes, y a madame Cheron ni una cosa ni otra. El recuerdo de su amor, sin embargo, le trajo emociones muy dolorosas que de ningún modo se conciliaban con la idea de renunciar a él. Madame Cheron ya había mostrado con qué intensidad desaprobaba su relación y vio claramente cuánto sufrimiento envolvía esa oposición de intereses. Con todo, la idea se mezclaba con una cierta satisfacción que, por encima de la razón, apoyaba la esperanza. Decidió, pese a todo, que nada la induciría a permitir una correspondencia clandestina y que observaría en su conversación con Valancourt, si se encontraban de nuevo, la misma reserva atenta que hasta entonces había marcado su conducta. Mientras repetía las palabras: «i Si se encontraban de nuevo!», se conmovió como si fuera una circunstancia que nunca se le hubiera ocurrido y sus ojos se llenaron de lágrimas, que secó rápidamente al oír pasos que se aproximaban, y allí, en la puerta abierta del pabellón, al volverse, vio a Valancourt. Una emoción mezcla de complacencia, sorpresa y temor asaltó tan inesperadamente su corazón que casi dominó su espíritu; el color desapareció de sus mejillas para volver más intenso que antes y durante un momento fue incapaz de hablar o de levantarse de la silla. El rostro de él era el espejo en el que Emily vio reflejadas sus propias emociones y le sirvió para dominarse. La alegría, que le animaba cuando entraba en el pabellón, se vio súbitamente contenida cuando, al acercarse, advirtió su agitación y en un trémolo de voz le preguntó por su salud. Recobrada de su primera sorpresa, le contestó con una leve sonrisa; pero una enorme variedad de emociones encontradas asaltaron su corazón y lucharon para dominar la suave dignidad de sus maneras. Era difícil decir cuál predominaba; la alegría de ver a Valancourt o el terror ante la disconformidad de su tía, cuando se enterara del encuentro. Después de una conversación breve y embarazosa, le condujo hacia los jardines y le preguntó si había visto a madame Cheron.
—No —dijo él—, aún no la he visto, porque me han dicho que tenía un compromiso y tan pronto como he sabido que estabais en el jardín he venido. —Se detuvo un momento, muy agitado, y después añadió—: ¿Puedo aventurarme a deciros el propósito de mi visita, sin incurrir en vuestro desagrado y que pueda esperar que no me acuséis de precipitación al utilizar el permiso que una vez me disteis para dirigirme a vuestra familia?
Emily, que no sabía qué replicar, que estaba aún más perpleja, y sensible únicamente al temor, levantó los ojos y vio que madame Cheron asomaba por una de las avenidas. Al recobrar la conciencia de su inocencia se disipó el miedo, al extremo de permitirle aparecer tranquila y, en lugar de evitar a su tía, avanzó con Valancourt a su encuentro. La mirada de desagrado impaciente que les lanzó madame Cheron hizo titubear a Emily, que comprendió de un vistazo que aquella reunión se supondría algo más que accidental; tras mencionar el nombre de Valancourt se sintió demasiado agitada para quedarse con ellos y regresó al castillo, donde esperó largo tiempo, en un estado de ansiedad temblorosa, el término de la conferencia. No sabía cómo explicar la visita de Valancourt a su tía antes de que recibiera el permiso que había solicitado, ya que ignoraba la circunstancia de que la solicitud no tenía sentido, incluso aunque madame Cheron hubiera estado inclinada a concederla. Valancourt, en medio de su agitación, había olvidado fechar su carta y, en consecuencia, era imposible para madame Cheron contestarle. Cuando se dio cuenta de esta circunstancia, tal vez no lamentó la omisión que le servía de excusa para acudir antes de que ella pudiera remitirle una negativa.
Madame Cheron tuvo una larga conversación con Valancourt, y, cuando regresó al castillo, su rostro expresaba mal humor, pero no el grado de severidad que Emily había temido.
—He despedido a ese joven por fin —dijo—, y espero que mi casa no será nunca más molestada con visitas similares. Me ha asegurado que tu entrevista no había sido concertada previamente.
—¡Querida señora! —dijo Emily con extrema emoción—, ¡no es posible que lo hayáis preguntado!
—Por supuesto que sí, no pensarás que iba a ser tan imprudente como para olvidarlo.
—¡Dios mío! —exclamó Emily—, ¡qué opinión se habrá formado de mí, cuando vos, señora, podéis expresar una sospecha de conducta tan reprochable!
—Pocas consecuencias puede tener la opinión que se haya formado de ti —replicó su tía—, porque he puesto punto final al asunto; pero creo que él no se formará una opinión peor de mí por mi conducta prudente. Le he hecho ver que no estaba dispuesta a ser engañada y que tenía más delicadeza que la de permitir cualquier correspondencia clandestina en mi propia casa.
Emily había oído con frecuencia a madame Cheron utilizar la palabra delicadeza, pero se quedó más perpleja que nunca para entender qué era lo que quería indicar al aplicarla en aquella ocasión, en la que todo su comportamiento parecía merecer exactamente lo contrario de lo que significaba ese término.
—Ha sido muy desconsiderado por parte de mi hermano —concluyó madame Cheron— dejarme el problema de ocuparme de tu conducta. Me gustaría que tuvieras tu vida hecha. Pero si descubro que voy a ser molestada de nuevo con visitas como la de este monsieur Valancourt, te enviaré a un convento de inmediato; así que recuerda cuál es la alternativa. Este joven ha tenido la impertinencia de decirme, ¡de decírmelo!, que su fortuna es muy pequeña y que depende fundamentalmente de su hermano mayor y de la profesión que ha elegido. Por lo menos podría haberme ocultado esas circunstancias, si esperaba tener éxito conmigo. ¡Ha tenido la presunción de suponer que casaría a mi sobrina con una persona como él se ha descrito a sí mismo!
Emily secó sus lágrimas cuando oyó la cándida confesión de Valancourt; y, aunque las circunstancias que le descubrían afectaban a sus esperanzas, la sinceridad de su conducta le produjo tal grado de satisfacción que se sobrepuso a cualquier otra emoción. Pero se había visto obligada, incluso en aquel temprano momento de su vida, a observar que el buen sentido y la noble integridad no son siempre suficientes para luchar contra la locura y la astucia; y su corazón era lo suficientemente puro para permitirle, incluso en aquel momento de prueba, mirar con más orgullo la derrota de lo primero que la mortificación de la victoria de lo último.