Read Los misterios de Udolfo Online
Authors: Ann Radcliffe
—Quizá lo dudéis —dijo madame Cheron—, cuando os asegure que esta misma mañana he rechazado su petición... —Lo dijo sin intención de imponer el sentido que podían tener sus palabras, sino simplemente por su costumbre de considerarse a sí misma como la persona más importante en cualquier asunto que se refiriera a su sobrina, y porque, literalmente, ella había rechazado a Valancourt.
—Vuestras razones son verdaderamente tan sólidas que no pueden ser puestas en duda —replicó la señora, con una sonrisa irónica.
—No más que el discernimiento del chevalier Valancourt —añadió Cavigni, que estaba en la silla contigua a madame Cheron y que había oído cómo se atribuía, según él pensó, una distinción que había sido hecha a su sobrina.
—Su discernimiento puede ser justamente puesto en duda, signor —dijo madame Cheron, que se había sentido halagada por lo que entendía como un elogio dirigido a Emily.
—¡No! —exclamó Cavigni, contemplando a madame Cheron con afectado éxtasis—, ¡qué vana es esa afirmación, cuando el rostro, la figura, el aire se combinan para refutarla! ¡infeliz Valancourt! Su discernimiento ha sido su destrucción.
Emily le miró sorprendida y embarazada; la señora que había hablado anteriormente, asombrada, y madame Cheron, quien, aunque no entendió perfectamente el comentario, estaba dispuesta a creer que se trataba de una lisonja, dijo sonriendo:
—¡Oh, signor!, sois muy galante; pero quienes os hayan oído vindicar el discernimiento del chevalier supondrán que yo soy el objeto del mismo.
—No pueden dudarlo —replicó Cavigni, inclinando la cabeza.
—¿Y no sería eso muy mortificante, signor?
—Sin duda lo sería —dijo Cavigni.
—No puedo soportar esa idea —dijo madame Cheron.
—No es para ser soportada —replicó Cavigni.
—¿Qué se puede hacer para prevenir un error tan humillante? —replicó madame Cheron.
—Lo siento, no puedo ayudaros —replicó Cavigni con un aire de haber meditado sobre el asunto—. La única oportunidad para rechazar la calumnia y hacer que los demás entiendan lo que deseáis que crean es insistir en vuestra primera afirmación; porque, cuando se les dice lo que decidió el chevalier en su discernimiento, es muy posible que supongan que él nunca temió molestaros con su admiración. Pero entonces, una vez más, esa deficiencia que os hace tan insensible a vuestras propias perfecciones la considerarán, y el buen gusto de Valancourt no será puesto en duda, aunque lo hayáis intentado. En resumen, por encima de vuestros esfuerzos, continuarán creyendo, lo que naturalmente se les habría ocurrido sin indicación alguna por mi parte, que el chevalier tiene suficiente sentido del buen gusto como para admirar a una mujer hermosa.
—¡Todo esto es de lo más desconsolador! —dijo madame Cheron, con un profundo suspiro.
—¿Puedo preguntar qué es eso tan desconsolador? —dijo madame Clairval, que se había sorprendido del rubor y del acento desesperado con que lo había dicho.
—Es un asunto delicado —dijo madame Cheron—, y muy mortificante para mí.
—Me interesa oírlo —dijo madame Clairval—, espero que no os haya ocurrido nada esta tarde que pueda desconsolaros.
—¡Sí, así es! En esta última hora, y no sé cómo puede acabar. Mi orgullo no se había visto nunca tan afectado, pero os aseguro que la información carece de todo fundamento.
—¡Dios mío! —exclamó madame Clairval—, ¿qué podemos hacer? ¿Me podéis indicar algún camino para que pueda ayudaros o consolaros?
—El único modo por el que podréis lograr cualquiera de las dos cosas —replicó madame Cheron— es contradecir esa información adonde quiera que vayáis.
—¡Bien!, pero debéis informarme primero de lo que debo contradecir.
—Es tan humillante que no sé cómo decirlo —continuó madame Cheron—, pero vos misma podréis juzgar. ¿Veis a ese joven sentado casi al final de la mesa que está conversando con mademoiselle D'Emery?
—Sí, sé a quién os referís.
—Observad que no tiene mucho aire de ser una persona de buena condición; es lo que he dicho hace un momento, que no le habría tomado por un caballero si no le hubiera visto sentado a esta mesa.
—¡Bien!, pero la información —dijo madame Clairval—. Informadme del tema que os preocupa.
—¡Ah!, el tema que me preocupa —replicó madame Cheron—; esa persona, que nadie conoce, ese joven impertinente, después de haber tenido la presunción de dirigirse a mi sobrina, me temo que ha hecho correr el informe de que se había declarado admirador mío. ¡Considerad ahora lo mortificante del asunto! Estoy segura de que os daréis cuenta de mi situación. ¡Una mujer de mi condición! Pensad en lo degradante que es incluso el rumor de tal alianza.
—¡Verdaderamente degradante, mi pobre amiga! —dijo madame Clairval—. Podéis tener la confianza absoluta en que negaré la verdad de ese informe en todas partes donde vaya.
Nada más decirlo, volvió su atención a otros comensales, y Cavigni, que había permanecido como un serio espectador de la escena, temió en ese momento no poder contener una carcajada y se ausentó abruptamente.
—Me doy cuenta de que no sabéis —dijo la dama que estaba sentada junto a madame Cheron— que el caballero del que habéis estado hablando es sobrino de madame Clairval.
—¡Imposible! —exclamó madame Cheron, que empezaba a comprender que había estado totalmente equivocada sobre el joven Valancourt y que en ese momento decidió alabarle en voz alta con tanta servidumbre como antes le había censurado con frívola virulencia.
Emily, que durante gran parte de esta conversación se había mantenido absorta en sus pensamientos, al extremo de ahorrarse el dolor de escucharla, se quedó extremadamente sorprendida al oír a su tía elogiar a Valancourt, cuya relación con madame Clairval no había oído, pero no lamentó que madame Cheron, que aunque trataba de aparentar indiferencia estaba realmente confusa, estuviera dispuesta a marcharse inmediatamente después de la cena. Montoni se acercó para acompañar a madame Cheron a su carruaje, y Cavigni, con un aire de burlona solemnidad, les siguió con Emily, que al desearles buenas noches y dejar su copa vio a Valancourt entre los que se acercaban a la verja. Antes de que el carruaje iniciara su marcha, desapareció. Madame Cheron se cuidó muy bien de no mencionarle, y en cuanto llegaron al castillo se separaron para descansar.
A la mañana siguiente, cuando Emily desayunaba con su tía, le llevaron una carta en la que reconoció la escritura. Según la cogía con mano temblorosa, madame Cheron le preguntó rápidamente de quién era. Emily rompió el sello, y al ver la firma de Valancourt se la entregó sin leerla a su tía, que la recibió con impaciencia. Emily trató de leer en su rostro cuál era el contenido. Se la devolvió a su sobrina, que le preguntó con los ojos si podía examinarla.
—Sí, léela, muchacha —dijo madame Cheron en un tono menos severo del que había esperado, y Emily nunca había obedecido a su tía de tan buena gana.
En la carta Valancourt decía poco de su entrevista del día anterior, pero concluía declarando que sólo aceptaría ser rechazado por la propia Emily, y que mientras tanto le permitiera esperarla aquella tarde. Al leer esto se quedó asombrada por la moderación de madame Cheron y la miró con una tímida expectación.
—¿Qué tengo que decir, señora? —preguntó llena de pesadumbre.
—¿Qué? Debemos ver a ese joven, creo yo —replicó su tía—, y oír qué más tiene que decir por su parte. Puedes decirle que venga. —Emily casi no se atrevía a dar crédito a lo que estaba oyendo—. Sin embargo, quédate, se lo diré yo misma.
Llamó para que le trajeran pluma y tinta. Emily seguía sin atreverse a confiar en las emociones que sentía, casi dominada por ellas. Su sorpresa habría sido menor si la tarde anterior hubiera oído lo que madame Cheron no había olvidado que Valancourt era sobrino de madame Clairval.
Emily no se enteró del contenido de la nota escrita por su tía, pero el resultado fue la visita de Valancourt aquella tarde, al que madame Cheron recibió sola y con el que tuvo una larga conversación antes de que Emily fuera llamada. Cuando entró en la habitación, su tía estaba hablando con complacencia y vio en los ojos de Valancourt, que se levantó impaciente, el ánimo de la esperanza.
—Hemos estado hablando de este asunto —dijo madame Cheron—, el chevalier me ha estado diciendo que el difunto monsieur Clairval era hermano de la condesa de Duvarney, su madre. Me habría gustado que hubiera comentado antes su relación con madame Clairval. Por supuesto, habría considerado esa circunstancia como suficiente introducción en mi casa.
Valancourt inclinó la cabeza e iba a dirigirse a Emily, pero su tía le detuvo.
—En consecuencia, he consentido en que recibas sus visitas; y aunque no me ataré por promesa alguna o diré que le consideraré como mi sobrino, sin embargo, permitiré la relación y pensaré en una conexión futura como en un acontecimiento que pudiera tener lugar en el curso de los años, siempre que el chevalier ascienda en su profesión o que se presente alguna circunstancia que haga que sea prudente para él tomar esposa. Pero observad, monsieur Valancourt, y tú también, Emily, que hasta que eso suceda prohíbo decididamente cualquier proyecto de matrimonio.
El rostro de Emily, a lo largo de aquel agrio discurso, fue cambiando por momentos y, hacia el final, su desconsuelo había aumentado de tal modo que estuvo a punto de abandonar la habitación. Mientras tanto, Valancourt, no menos embarazado ante la situación, no se atrevió ni a mirarla. Cuando madame Cheron guardó silencio, dijo:
—Honrado y halagado, señora, como estoy, por vuestra aprobación, tengo sin embargo tantos temores que casi no me atrevo a tener esperanzas.
—Por favor, señor, os ruego que os expliquéis —dijo madame Cheron; una solicitud inesperada, que volvió a confundir a Valancourt a tal extremo que si hubiera sido un simple observador de la escena habría sonreído.
—Hasta que reciba de mademoiselle St. Aubert el permiso para aceptar vuestra complacencia —dijo él—, hasta que ella me permita tener la esperanza...
—¡Oh! ¿Es eso? —interrumpió madame Cheron—. Bien, yo me encargo de responder por ella. Pero, al mismo tiempo, señor, dejadme que os indique que soy su guardián, y que espero, en todo momento, que mi voluntad sea la suya.
Al decir esto, se levantó y salió de la habitación, dejando a Emily y a Valancourt en un estado de mutua confusión. Cuando las esperanzas de Valancourt le permitieron superar sus temores y dirigirse a ella con el tono de sinceridad tan natural en él, pasó mucho tiempo antes de que ella estuviera suficientemente recobrada para oír con claridad sus peticiones y preguntas.
La conducta de madame Cheron en el asunto había estado totalmente gobernada por su vanidad egoísta. Valancourt, en su primera entrevista, le había abierto con gran candor el verdadero estado de sus circunstancias y de sus expectaciones futuras, y ella, con más prudencia que humanidad, había rechazado absoluta y abruptamente su petición. Deseaba que su sobrina se casara ambiciosamente, no porque deseara verla en posesión de la felicidad, que rango y riqueza se considera siempre que la proporcionan, sino porque deseaba participar de la importancia que semejante alianza le daría. En consecuencia, cuando descubrió que Valancourt era sobrino de una persona tan importante como madame Clairval, se interesó profundamente en su conexión, ya que la posibilidad de la futura fortuna y distinción de Emily prometía la exaltación para ella misma. Sus cálculos en relación con la fortuna de aquella alianza se habían guiado más por sus deseos que por su atención hacia Valancourt o por las fuertes apariencias de probabilidad que aquello implicaba, aunque cuando apoyó sus esperanzas en la fortuna de madame Clairval pareció olvidar totalmente que ésta tenía una hija. Valancourt, por su parte, no había olvidado esa circunstancia y su consideración le había hecho ser modesto en sus esperanzas procedentes de madame Clairval, al extremo de que ni siquiera había mencionado su parentesco en su primera conversación con madame Cheron. Pero cualquiera que fuera la fortuna futura de Emily, la presente distinción que esa relación le había aportado, era ya un hecho, ya que el esplendor de la situación de madame Clairval era suficiente para excitar la envidia general y la imitación parcial por parte de todos sus vecinos. Así, había consentido en comprometer a su sobrina en lo que veía únicamente con una conclusión distante e incierta, con muy poca consideración por su felicidad y con la misma precipitación con la que antes lo había prohibido. Pensaba que poseía los medios de que aquella unión se consumara, pero con prudencia. Por el momento no formaba parte de sus intenciones.
En aquel período Valancourt hizo frecuentes visitas a madame Cheron, y Emily pasó en su compañía las horas más felices que había conocido desde la muerte de su padre. Ambos estaban demasiado envueltos en el presente para prestar consideraciones serias al futuro. Amaban y eran amados y no veían que su relación, que era el fundamento de su felicidad aquellos días, pudiera ser ocasión de sufrimiento durante años. Mientras tanto, la relación de madame Cheron con madame Clairval se hizo más frecuente que antes, y su vanidad se sintió satisfecha con la oportunidad de proclamar en todas partes la relación que había entre sus sobrinos.
Montoni se había convertido también en visitante asiduo del castillo, y Emily había llegado a observar que era realmente un admirador, un admirador favorecido, de su tía.
Así pasaron los meses de invierno, no sólo en paz, sino llenos de felicidad para Valancourt y Emily. Su regimiento estaba estacionado tan cerca de Toulouse que les permitía esta frecuente relación. El pabellón de la terraza era el lugar favorito de sus entrevistas, y allí Emily, con madame Cheron, solían trabajar, mientras Valancourt leía en voz alta obras geniales y de buen gusto, despertando su entusiasmo y expresando el suyo y encontrando nuevas oportunidades para observar que sus mentes estaban hechas para proporcionar la felicidad al otro, por los mismos gustos y por los mismos sentimientos nobles y benevolentes que animaban a ambos.
Como cuando un pastor de las islas Hébridas, situado lejos en medio del paisaje melancólico, (sea porque la fantasía solitaria le engaña, o porque seres etéreos se dignan a veces hacerse corporales a nuestros sencillos sentidos) ve en la colina desnuda, o en el bajo valle, el momento en que Febo sumerge su carroza en el océano, un inmenso gentío moviéndose de un lado a otro, entonces, de pronto, se desvanece en el aire el maravilloso espectáculo. CASTLE OF INDOLENCE |