Read Los misterios de Udolfo Online
Authors: Ann Radcliffe
—¡Emily! —dijo—, este es el momento más amargo que he sufrido en mi vida. ¡No es posible que me ames! Si así fuera, no podrías razonar con tanta frialdad. Me siento destrozado por la angustia ante la idea de nuestra separación y por los males que pueden aguardarte como consecuencia de ella, y estoy dispuesto a correr todos los riesgos para prevenirlo, para salvarte. ¡No! ¡Emily, no! ¡No es posible que me ames!
—No tenemos tiempo para perderlo en exclamaciones o afirmaciones —dijo Emily, luchando para ocultar su emoción—, si aún no estás convencido de lo importante que eres para mí y para mi corazón, ninguna de mis afirmaciones podrá lograrlo.
Las últimas palabras se quebraron en sus labios y prorrumpió en sollozos. Palabras y lágrimas que llevaron, una vez más y con fuerza instantánea la convicción de su amor a Valancourt. Sólo pudo exclamar: «¡Emily! ¡Emily!», y llorar sobre la mano que llevó a sus labios. Pero ella, pasados unos momentos, se sobrepuso a la pena y dijo:
—Tengo que dejarte. Es muy tarde y mi ausencia del castillo podría ser descubierta. Piensa en mí, ámame cuando esté lejos. El pensar en que lo harás será mi consuelo.
—¡Pensar en ti! ¡Amarte! —exclamó Valancourt.
—Trata de moderar esos impulsos —dijo Emily—, inténtalo por mí.
—¡Por ti!
—Sí, por mí —replicó Emily con voz temblorosa—. ¡No puedo dejarte así!
—¡Entonces, no me dejes! —dijo Valancourt—, ¿por qué hemos de separamos antes de mañana?
—No me siento con fuerzas en este momento —replicó Emily—, me destrozas el corazón, pero nunca consentiré en esa imprudente proposición.
—Si pudiéramos ser dueños de nuestro tiempo, Emily, no sería como lo supones. Pero hemos de sometemos a las circunstancias.
—¡Así es! Ya te lo he dicho con todo mi corazón. Aceptaste la fuerza de mis objeciones, hasta que tu ternura hizo aparecer esos vagos terrores que nos han proporcionado a los dos una angustia innecesaria. ¡Ahórramela! No me obligues a repetirte las razones que ya te he expuesto.
—¡Ahorrártela! —gritó Valancourt—, soy despreciable, ¡sólo he pensado en mí! Yo, que debía haberte mostrado la fortaleza de un hombre, que debía haber sido tu consuelo, he aumentado tus sufrimientos comportándome como un niño. ¡Perdóname, Emily! ¡Piensa en todo lo que ha afectado mi mente ahora que estoy a punto de separarme de lo que más quiero, y perdóname! Cuando te hayas ido, recordaré con amargo remordimiento lo que te he hecho sufrir y desearé en vano poder verte, aunque sea sólo un momento para poder aliviar tu dolor.
De nuevo su voz se vio interrumpida por las lágrimas y Emily lloró con él.
—Me mostraré más merecedor de tu amor —dijo Valancourt, finalmente—, no prolongaré estos momentos. ¡Mi Emily! ¡No me olvides! ¡Dios sabe cuándo nos volveremos a ver! ¡La dejo en tus manos, Dios mío! ¡Protégela y bendícela!
Valancourt oprimió su mano contra su corazón. Emily se dejó caer casi sin vida sobre su pecho y ni hablaron ni lloraron. Valancourt, dominando su propia desesperación, trató de consolarla, pero ella parecía totalmente ajena a lo que le decía y sólo un suspiro, escapado de vez en cuando, fue la única prueba de que no se había desmayado.
Valancourt la condujo lentamente, apoyada en él, hacia el castillo, llorando y hablándole; pero ella contestó sólo con suspiros, hasta que al llegar a la verja que cerraba la avenida, pareció recobrar la conciencia, y al darse cuenta de lo cerca que estaban del castillo se detuvo.
—Debemos separamos aquí —dijo—, ¿por qué prolongar estos momentos? Enséñame a tener la fortaleza que he olvidado.
Valancourt luchó para mantener un aire de firmeza.
—¡Adiós, amor mío! —dijo con una voz llena de solemne ternura—, confiemos en que volveremos a encontramos para no separamos jamás. —Le falló la voz, pero consiguió recobrarse y continuó en un tono más firme—. No puedes suponer lo que sufriré hasta que tenga noticias tuyas. No perderé oportunidad alguna para hacerte llegar mis cartas. Sin embargo, tiemblo al pensar en las pocas veces en que podrá ocurrir. Y confía en mi amor, por lo que te es más querido; trataré de soportar tu ausencia con fortaleza. ¡Qué poca te he demostrado esta noche!
—¡Adiós! —dijo Emily en tono desmayado—, cuando te hayas ido, pensaré en muchas cosas que quisiera haberte dicho.
—¡Y yo también! —dijo Valancourt—, nunca te dejaré, no habrá momento en que no recuerde alguna pregunta, algún comentario, alguna circunstancia relativa a mi amor que querré mencionarte y me sentiré desgraciado por no poder hacerlo. ¡Oh, Emily! Ese rostro en el que ahora me miro se habrá ido en un momento de mi vista y ni todos los esfuerzos de mi fantasía serán capaces de recordarlo con toda su exactitud. ¡Oh! ¡Qué infinita diferencia hay entre este momento y el siguiente! ¡Ahora estoy ante ti, puedo verte! Luego todo quedará en blanco, seré un vagabundo, exiliado de mi propio hogar.
Valancourt la volvió a estrechar contra su corazón y la sostuvo en silencio, llorando. Las lágrimas volvieron a calmar la mente oprimida de Emily. Se volvieron a despedir, deteniéndose un momento y por fin se separaron. Valancourt tuvo que hacer un esfuerzo para alejarse de aquel lugar. Se dirigió con paso rápido por la avenida, y Emily, según caminaba lentamente hacia el castillo, oyó sus pasos distantes. Escuchó atentamente su sonido, que se fue haciendo cada vez más leve, hasta que sólo quedó envolviéndole la melancolía de la noche. Corrió entonces a su habitación, en busca del reposo que la librara de la desesperación.
Por dondequiera que vague, cualquier reino que vea, mi corazón sigue volviéndose hacia ti. GOLDSMITH |
L
os carruajes estuvieron preparados a la puerta a una hora muy temprana; el rumor de los criados, pasando a lo largo de los pasillos, despertó a Emily de un pesado sueño: su mente inquieta durante toda la noche, le había producido imágenes aterradoras y oscuras circunstancias en relación con la persona objeto de su afecto y de su vida futura. Se esforzó para liberarse de las impresiones que habían dejado en su interior; pero de los males imaginados despertó a la conciencia de lo real. Recordando que se había separado de Valancourt, tal vez para siempre, se afectó su corazón en la medida que se hacía más presente su imagen. Pero trató de ahuyentar su desánimo alejando los pensamientos que se apretaban en su mente para soportar las penalidades que podría esperar. Los esfuerzos se extendieron por su exterior melancólico y su rostro adquirió una expresión de resignación controlada, cubriendo con un fino velo los detalles de su belleza, haciéndolos más interesantes por esa parcial ocultación. Pero madame Montoni no observó nada en aquel rostro excepto su extraordinaria palidez, lo que despertó sus censuras. Le dijo a su sobrina que se había dejado llevar por pesares imaginarios y le rogó que tuviera más en cuenta el decoro y que no dejara que el mundo pudiera ver que no podía renunciar a un compromiso impropio. Ante su comentario, las pálidas mejillas de Emily se encendieron en su alteración, pero fue un rubor de orgullo y no contestó. Poco después, Montoni entró en la habitación en la que estaban desayunando, habló poco y parecía impaciente porque se marcharan.
Las ventanas de la habitación se abrían sobre el jardín. Cuando Emily pasó cerca de ellas, vio el lugar en donde se había despedido de Valancourt la noche anterior; el recuerdo presionó profundamente su corazón y volvió con rapidez la vista del lugar que lo había despertado.
El equipaje ya había sido acomodado y los viajeros subieron a los carruajes. Emily habría abandonado el castillo sin un solo suspiro para lamentarlo, de no haber sido por estar situado próximo a la residencia de Valancourt.
Desde una pequeña altura, Emily se volvió a mirar hacia Toulouse y a las lejanas praderas de Gascuña, detrás de las cuales las escarpadas cumbres de los Pirineos se recortaban en el horizonte lejano, iluminadas por el sol de la mañana. «¡Queridas y gratas montañas! —se dijo a sí misma—, ¡cuánto tiempo pasará antes de que os vea de nuevo y cuántas cosas sucederán que me harán desgraciada en el intervalo! ¡Oh, si pudiera estar segura de que he de volver aquí y encontrar a Valancourt esperándome, podría irme tranquila! ¡Él seguirá viendo todo esto mientras yo estaré lejos!»
Los árboles, que cubrían todas las altas orillas del camino y que formaban una línea de perspectiva con el paisaje lejano, amenazaban ahora con ocultarlo; pero las azuladas montañas seguían asomando más allá del oscuro ramaje, y Emily continuó apoyada en la ventanilla, hasta que las alargadas ramas las ocultaron a su vista.
Otro tema reclamó de inmediato su atención. Casi no había mirado a la persona que paseaba a lo largo de la orilla, con el sombrero, en el cual destacaban las plumas militares, inclinado sobre sus ojos. Al ruido de las ruedas, se volvió rápidamente y Emily comprobó que se trataba de Valancourt, que la saludó con la mano, corrió por el camino y a través de la ventanilla le puso una carta en sus manos. Hizo un esfuerzo por sonreír a través de la desesperanza que dominaba su rostro mientras ella pasaba. El recuerdo de aquella sonrisa pareció quedar impreso en la mente de Emily para siempre. Se inclinó por la ventanilla y le vio a un lado del camino, apoyado en los altos árboles que se extendían sobre él, siguiendo la marcha del carruaje con su mirada. Le dijo adiós con la mano y ella continuó mirando hasta que la distancia fue desdibujando su figura y poco después, en una revuelta del camino, desapareció totalmente de su vista.
Después de detenerse para recoger al signor Cavigni en un castillo en el camino, los viajeros, de los que Emily había sido desconsideradamente separada para sentarla con la doncella de madame Montoni en un segundo carruaje, siguieron su camino por las llanuras de Languedoc. La presencia de la sirviente contuvo a Emily en su deseo de leer la carta de Valancourt, porque no estaba dispuesta a exponer las emociones que podría despertar a la observación de persona alguna. Sin embargo, tal era su deseo de leer su última comunicación, que su mano temblorosa se dirigía de continuo a la misma casi a punto de romper el sello.
Por fin llegaron a la ciudad, donde se detuvieron únicamente para cambiar de caballos, sin apearse, y, hasta que no se bajaron para cenar, Emily no tuvo oportunidad de leer la carta. Aunque nunca había dudado de la sinceridad del afecto de Valancourt, las firmes manifestaciones que ahora recibía animaron su espíritu; lloró sobre su carta con ternura, guardándola para volver a ella cuando se sintiera especialmente deprimida y pensó en él con mucha menos angustia de lo que había hecho desde que se separaron. Entre otras peticiones, que fueron muy interesantes para ella, porque eran la expresión de su ternura y porque el leerlas disminuía de momento el dolor de su ausencia, le pedía que pensara en él siempre a la puesta del sol. «Me encontrarás entonces en el pensamiento —había escrito—, miraré siempre la caída del sol y me sentiré feliz al creer que tus ojos están fijos en el mismo punto que los míos y que nuestra mentes conversan. No sabes, Emily, el consuelo que te prometo para esos momentos; confío en que vivas la experiencia».
No es necesario decir con qué emoción contempló Emily aquella tarde el sol mientras se ocultaba sobre las largas y extensas llanuras, en donde lo vio, sin ser interrumpida, desaparecer hacia la provincia en la que vivía Valancourt. Después se sintió mucho más tranquila y resignada de lo que había estado desde la celebración del matrimonio de Montoni con su tía.
Durante varios días los viajeros recorrieron las llanuras del Languedoc, entrando después en el Delfinado, cruzando durante algún tiempo las montañas de tan romántica provincia. Dejaron los carruajes y comenzaron a subir por los Alpes. Allí se abrieron ante sus ojos escenas de tal sublimidad que ningún color del lenguaje puede atreverse a pintar. La mente de Emily se veía a veces tan conmovida por aquellas nuevas y maravillosas imágenes que en ocasiones le borraban el recuerdo de Valancourt, aunque con más frecuencia lo revivían. Estos paisajes trajeron a su memoria el recorrido por los Pirineos, que habían admirado juntos y que creyeron entonces que ningún otro podía excederlos en grandeza. Cuántas veces sintió la necesidad de comunicarle las nuevas emociones que despertaba este sorprendente escenario y que ambos pudieran participar de él. En ocasiones se animaba incluso anticipar cuáles serían sus observaciones y casi a imaginar que él estaba presente. Parecía haber sido llevada a otro mundo y haber dejado a un lado todos los oscuros pensamientos que no fueran los de la grandeza y sublimidad que dilataban su mente y elevaban los afectos de su corazón.
¡Con qué emociones de esa sublimidad, suavizada por la ternura, se encontraba en su pensamiento con Valancourt, a la acostumbrada hora de la puesta del sol, cuando, recorriendo los Alpes, contemplaba la órbita gloriosa hundiéndose entre sus cumbres, con sus últimos colores desdibujándose en sus puntos nevados, mientras una solemne oscuridad se extendía sobre el paisaje! Y cuando se ocultaba el último resplandor, retiraba su mirada del oeste con un sentimiento de melancolía casi igual al que había experimentado al dejar a su querido amigo, mientras estos tristes sentimientos eran ennoblecidos por las sombras que se extendían y por los leves sonidos, que sólo se oyen cuando la oscuridad permite concentrar la atención, y que hacen la tranquilidad general más impresionante: el movimiento de las hojas por el viento, el último suspiro de la brisa que escapa tras el sol, o el murmullo de las corrientes lejanas.
Durante los primeros días del viaje entre los Alpes, el paisaje les ofreció una muestra maravillosa de soledad y silencio, de cultivo y desnudez. Al borde de tremendos precipicios y sobre el filo de los acantilados, bajo los que con frecuencia quedaban las nubes, vieron ciudades, agujas y torres de conventos; mientras los verdes pastos y los viñedos aportaban sus colores al pie de las rocas perpendiculares de mármol, o de granito, cuyos extremos, perdidos entre todos los Alpes, o exhibiendo únicamente masas rocosas, se levantaban por encima del anterior, hasta concluir en la cumbre nevada de la montaña, desde la que caía el torrente que atronaba a lo largo del valle.
La nieve no se había derretido aún en la cumbre del monte Cenis, sobre el que pasaron los viajeros; pero Emily, según miraba hacia el claro lago y la extensa llanura, rodeada por rocas puntiagudas, vio, en su imaginación, la belleza verdosa que exhibiría cuando toda la nieve hubiera desaparecido, y los pastores, conduciendo a mitad del verano sus rebaños desde el Piamonte, acudirían a sus pastos, con lo que se añadirían figuras arcadianas a aquel paisaje de la Arcadía.