Read Los misterios de Udolfo Online
Authors: Ann Radcliffe
La barcaza se detuvo ante el pórtico de una gran casa, de la que salió un criado de Montoni e inmediatamente desembarcaron. Del pórtico pasaron a un vestíbulo noble, hacia una escalera de mármol que les condujo a un salón, decorado con tal magnificencia que Emily quedó sorprendida. Las paredes y el techo estaban adornadas con pinturas históricas y alegóricas al fresco; trípodes de plata, colgados de cadenas del mismo metal, iluminaban la habitación, cuyo suelo estaba cubierto con alfombras indias pintadas con variedad de colores y diseño; las cortinas de las celosías eran de seda en color verde pálido, bordado con verde y oro. Los balcones se abrían sobre el gran canal, del que llegaba una confusión de voces y de instrumentos musicales con la brisa que refrescaba el ambiente. Emily, considerando el sombrío temperamento de Montoni, miró el espléndido mobiliario de su casa con sorpresa y recordó el informe sobre el mal estado de su fortuna con asombro. «¡Ah! —se dijo a sí misma—, si Valancourt pudiera ver esta casa, ¡cómo le tranquilizaría! Se convencería de que aquel informe no tenía fundamento».
Madame Montoni asumió el aire de una princesa; pero Montoni estaba inquieto y descontento y ni siquiera observó el gesto civilizado de darle la bienvenida a su casa.
Poco después de su llegada, ordenó que prepararan su góndola y se marchó a mezclarse con Cavigni en los acontecimientos de la tarde. Madame se puso seria y pensativa. Emily, que estaba encantada con todo lo que veía, trató de animarla, pero sus consideraciones no cambiaron la actitud de madame Montoni y sus respuestas descubrieron su malhumor. Emily, en un intento por entretenerla, la llevó hacia una celosía para distraerse con las escenas del exterior tan nuevas y tan encantadoras.
Lo primero que llamó su atención fue un grupo de bailarines en una terraza, acompañados por una guitarra y otros instrumentos. La muchacha que tocaba la guitarra y otra que golpeaba una pandereta, marcaban el aire de la danza con tal gracia ligera y alegría de corazón que hubieran animado a la diosa de la tristeza en sus peores momentos. Tras ellos seguía un grupo de figuras fantásticas, algunos vestidos como gondoleros, otros como menestrales, mientras los últimos parecían desafiar cualquier descripción. Cada uno cantaba su parte y sus voces se acompañaban por varios suaves instrumentos. Se detuvieron a poca distancia del pórtico y Emily distinguió los versos de Ariosto. Cantaban las guerras de los moros contra CarIo Magno y después los votos de Orlando. Cambiaron la métrica y continuaron con la dulzura melancólica de Petrarca. La magia de su tristeza se veía asistida por toda la música italiana y su expresión engrandecida por el encanto que podía prestar la luz de la luna veneciana.
Emily, conmovida por el entusiasmo pensativo, dejó correr sus lágrimas silenciosamente mientras su imaginación volaba a Francia y a Valancourt. Cada soneto que seguía, más lleno de encantadora tristeza que el merior, parecía despertar el hechizo de la melancolía y con pesar vio que los músicos se alejaban y se quedó contemplándolos hasta que el último susurro de su canción murió en el aire. Se quedó entonces sumida en una tranquilidad pensativa, la que la música dulce deja en la mente, un estado igual al que produce la vista de un hermoso paisaje iluminado por la luna o el recuerdo de escenas marcadas con la ternura de los amigos perdidos para siempre y con las penas que el tiempo ha ido ocultando. Esas escenas son para la mente como «esas huellas desdibujadas que la memoria descubre en la música que pasa».
Otros sonidos llamaron de nuevo su atención; era la solemne armonía de las trompas que sonaban en la distancia, y al observar las góndolas que se situaban en los márgenes de las terrazas, se echó el velo por la cara y salió al balcón, descubriendo en la distante perspectiva del canal, algo parecido a una procesión, flotando en la leve superficie de las aguas. Según se aproximaban, los sonidos de las trompas y otros instrumentos se mezclaron dulcemente y poco después las deidades de fábula de la ciudad parecieron surgir del Océano, ya que Neptuno, con Venecia personificada como su reina, llegó en las aguas ondulantes, rodeado por tritones y ninfas marinas. El esplendor fantástico de aquel espectáculo, junto con la grandeza de los palacios, parecía la visión de un poeta, y las fantásticas imágenes que despertaron en la mente de Emily se mantuvieron largo rato después de que hubiera concluido el desfile. Se entretuvo pensando en lo que podrían ser los actos y los entretenimientos de una ninfa marina, hasta que casi deseó verse libre de la imposición de la mortalidad y hundirse en una ola verde para participar con ellas.
«¡Qué encantador —se dijo—, vivir entre las cuevas de coral y de cristal del océano, con mis hermanas las ninfas, y escuchar el ruido de las aguas por encima y las blandas conchas de los tritones y después, tras la caída del sol, nadar hasta la superficie de las aguas rodeadas por las rocas y por las solitarias playas, a las que, tal vez algún caminante pensativo acude para llorar! Yo suavizaría sus penas con mi música dulce y le ofrecería en una concha alguno de los frutos deliciosos que rodean el palacio de Neptuno».
La llamada para algo tan mortal como la cena la arrancó de su fantasía y no pudo evitar una sonrisa al pensar en lo que había imaginado y por la seguridad del descontento que habría mostrado madame Montoni si hubiera tenido noticia de ello.
Después de la cena, su tía esperó hasta muy tarde, pero Montoni no regresó y, finalmente, se retiró a descansar. Si Emily había admirado la magnificencia del salón, no se quedó menos sorprendida al observar la apariencia de las habitaciones que cruzó hasta llegar a la suya, a medio amueblar y abandonadas. Según se alejaba de las habitaciones nobles encontró otras de aspecto desolado que hacía muchos años que no eran utilizadas. En las paredes de algunas de ellas quedaban las sombras de los tapices; en otras, pintadas al fresco, la suciedad casi había borrado los colores y el dibujo. Cuando llegó a su propia habitación, la encontró espaciosa, pero desolada y abandonada como el resto, con altos ventanales que se abrían sobre el Adriático. El ambiente le trajo recuerdos tristes, pero la vista del Adriático no tardó en despertarle otros más animados, y entre ellos el de la ninfa marina, cuyas distracciones la habían entretenido en su imaginación, y, ansiosa por escapar de reflexiones más serias, se animó a plasmar sus ideas y concluyó el día componiendo los siguientes versos:
LA NINFA MARINA
Abajo, a mil brazas de profundidad,
voy entre las sonoras aguas;
jugando a los pies de los acantilados
cuyos riscos se elevan por encima del océano.
Allí, dentro de las cavernas secretas,
oigo rugir a los poderosos ríos;
y llevar sus corrientes a través de las olas de Neptuno
para bendecir las recónditas playas de la verde tierra;
y ofrecer las aguas frescas y deslizantes
a las ninfas coronadas de helechos del lago, o del río,
a través de los recodos de los bosques, en la anchura de los pastos
y en muchos escondrijos silvestres y románticos.
Por eso, las ninfas, cuando cae la noche,
danzan a veces en las orillas floridas,
y cantan mi nombre, y trenzan guirnaldas,
para mostrar su agradecimiento bajo las olas.
Quiero reposar en colonias de coral,
y oír el oleaje batirse por encima,
y, a través de las aguas, ver en lo alto
barcos que navegan orgullosos y gentes alegres que caminan.
Ya veces, en la hora quieta de la media noche,
cuando los mares del verano bañan los navíos,
me gusta probar mi poder encantador
mientrasfloto sobre las olas a la luz de la luna.
y cuando la tripulación ha caído en profundo sueño,
y el triste enamorado meditabundo se inclina
sobre un costado del barco, respiro alrededor
con tal fuerza como no lo haría ningún mortal.
Por las olas oscuras, su ojo vigilante
sólo ve la sombra alargada del navío.
¡Arriba —la luna y el cielo azul;
extasiado escucha, y a medias temeroso!
El joven tembloroso, hechizado por mi fuerza,
llama a la tripulación, que, silenciosa, se inclina
sobre la cubierta alta, pero registran en vano;
¡mi canción se acalla, mi encantamiento termina!
Dentro de la bahía arbolada de la montaña,
donde el alto barco cabalga sobre el ancla,
a la hora del crepúsculo, con alegres tritones,
bailo sobre los mares ondulantes;
y con mis ninfas hermanas, juego
hasta que el ancho sol mira las aguas;
entonces, buscamos ligeras nuestra mansión de cristal
en las olas profundas, en los bosque!#de Neptuno.
En los porches frescos y de estímulos acristalados,
pasamos las sofocantes horas del mediodía,
más allá de donde llegan los rayos del sol,
trenzandoflores marinas en vistosas guirnaldas.
Es el tiempo en que cantamos nuestras dulces cantinelas
a alguna concha que susurra próxima;
acompañadas por el murmullo de la corriente veloz,
que resbala por nuestros claros salones.
Allí, la perla pálida y el zafiro azul,
y el rubí rojo, y la verde esmeralda,
lanzan desde la bóveda tintes irisados
y columnas de mástiles engalanan la escena.
Cuando la oscura tormenta mira con genio la profundidad
y suena el largo estruendo de los truenos,
contemplo desde algún alto acantilado,
todos los mares inquietos que me rodean.
Hasta que desde el lejano ondular de las olas,
viene un navío solitario, avanzando lentamente,
lanzando espuma blanca al aire
con las velas del palo mayor bajas.
Entonces, me zambullo en medio del rugir del océano
mostrando mi camino por trémulos relámpagos,
para guiar al barco a la tranquila playa
y acallar los gemidos de miedo del marino.
Y si llego demasiado tarde a su costado,
para salvarle del destructor oleaje,
llamo a mis delfines en la marea
para que conduzcan a la tripulación a las islas que emergen.
Pronto alegro sus apesadumbrados espíritus,
mientras paso por la costa solitaria,
con canciones melodiosas que oyen débilmente,
cuando los arrebatos de la tormenta se abaten.
Mi música les lleva a las elevadas arboledas,
que ondulan sobre la orilla del mar;
donde florecen dulces frutos, y corren frescos manantiales,
y ramas tupidas desafían la tempestad.
Entonces, los espíritus del aire obedecen,
y, en las nubes, dibujan visiones alegres,
mientras en la distancia surgen indicios de calma.
Y así, engaño las horas solitarias,
aliviando el corazón del marinero del barco hundido,
hasta que la tormenta retira el oleaje,
y por el este asoma el día brillante.
Por ello, Neptuno me arrastra rápido
a las rocas del fondo, con cadenas de coral,
hasta que toda la tormenta ha pasado,
y los marineros ahogados lloran en vano.
Quienquiera que seas que gustas de mi canción,
ven, cuando los rayos rojos del ocaso tiñen la ola,
hasta las arenas tranquilas, "donde juegan las hadas,
allí, en los mares tibios, me gusta bañarme.
Es un gran observador, y ve todo a través de los actos del hombre: no le gustan las comedias, no escucha la música; sonríe rara vez; y sonríe de tal modo, como si se burlara de sí mismo, y desdeñara su espíritu que puede llegar a sonreír por cualquier cosa. Hombres como él nunca tendrán el corazón tranquilo, mientras contemplen a alguien más grande que ellos mismos. JULIUS CAESAR |
M
ontoni y su acompañante no regresaron a casa hasta muchas horas después de que el amanecer hubiera iluminado el Adriático. Los alegres grupos, que habían bailado toda la noche en la plaza de San Marcos, se dispersaron antes de la mañana, como muchos espíritus. Montoni había estado ocupado; su alma no se dejaba llevar fácilmente por los placeres. Le gustaban las energías de las pasiones; las dificultades y las tempestades de la vida, que destruyen la felicidad de otros, le levantaban y parecían fortalecer su mente permitiéndole los más altos entretenimientos de que era capaz su naturaleza. Sin algo por lo que sintiera un fuerte interés, la vida para él era poco más que un sueño; y, cuando fallaba el tema real que pudiera interesarle, lo sustituía con otros artificiales, hasta que la costumbre cambiaba su naturaleza y dejaban de ser irreales. De esta clase era su hábito de jugar, que había adquirido, primero, con el propósito de liberarse de la inanición, pero que había pasado a alcanzar el ardor de la pasión. En esta ocupación había pasado la noche con Cavigni y un grupo de jóvenes, que tenían más dinero que rango, y más vicio que cualquiera de las otras condiciones. Montoni despreciaba a la mayoría por la inferioridad de su talento y no por sus inclinaciones viciosas y se asoció con ellos para convertirlos en instrumento de sus propósitos. Sin embargo, algunos tenían habilidades superiores y unos pocos eran admitidos por Montoni en su intimidad, pero incluso ante ellos mantenía un aire reservado y altivo, que, mientras imponía la sumisión en los de mente débil y tímida, despertaba un odio profundo en los más fuertes. Tenía, naturalmente, muchos y encarnizados enemigos; pero el rencor del odio que despertaba probaba el alto grado de su fuerza; y como el poder era su máxima ambición, se veía glorificado más por ser odiado de lo que podría haberse sentido de ser estimado. Desdeñaba el sentimiento templado de la estima y se habría despreciado a sí mismo si pensara que era capaz de sentirse halagado por ello.
Entre los pocos a los que distinguía, estaban los signors
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Bertolini, Orsino y Verezzi. El primero era un hombre de temperamento alegre, de fuertes pasiones, disipado y de gran extravagancia, pero generoso, valiente y confiado. Orsino era reservado y altivo, le gustaba más el poder que la ostentación, de temperamento cruel y desconfiado, rápido en sentirse herido e incansable en la venganza; astuto y escurridizo en los intereses de los demás, paciente e infatigable en la ejecución de sus designios. Tenía un dominio perfecto de su rostro y de sus pasiones en las que destacaban el orgullo, la venganza y la avaricia y, cuando se trataba de satisfacerlas, pocas consideraciones tenían fuerza suficiente para detenerle, pocos obstáculos se oponían a la profundidad de sus estratagemas. Este hombre era el favorito de Montoni. Verezzi era un hombre de cierto talento, de exaltada imaginación, esclavo de sus pasiones. Era alegre, voluptuoso y temerario; sin embargo, no tenía perseverancia o verdadero valor y en todos sus actos se veía dominado por el egoísmo. Rápido para sus proyectos y sanguíneo en sus esperanzas de éxito, era el primero en comenzar y en abandonar, no sólo en sus propios planes sino también en los de las demás personas. Lleno de orgullo e impetuoso, se revolvía contra toda subordinación; no obstante, los que conocían bien su carácter y la irregularidad de sus pasiones, podían conducirle como a un niño.