Read Los misterios de Udolfo Online
Authors: Ann Radcliffe
La carta provocó muchas lágrimas a Emily; lágrimas de ternura y de satisfacción al saber que Valancourt estaba bien, y de que el tiempo y la ausencia no habían borrado su imagen de su corazón. Había pasajes que la afectaron de modo especial, como aquellos en los que describía sus visitas a La Vallée y los sentimientos de delicado afecto que aquellas escenas le despertaban. Pasó largo tiempo antes de que su mente pudiera abstraerse suficientemente de Valancourt para darse cuenta de la importancia de sus informaciones en relación con La Vallée. Que monsieur Quesnel lo hubiera alquilado, sin consultarla siquiera sobre ello, la sorprendió y conmovió en especial porque probaba la absoluta autoridad que creía poseer para intervenir en sus asuntos. Era cierto que él había propuesto antes de que ella saliera de Francia que se alquilara el castillo durante su ausencia y ante la prudencia económica que ello suponía no tuvo nada que objetar, pero el poner en manos y someter al capricho de desconocidos lo que había sido la villa de su padre y el privarla de un hogar seguro en caso de que circunstancias desagradables la obligaran a regresar allí buscando asilo, eran consideraciones que le habían hecho, incluso entonces, oponerse fuertemente a la medida. Incluso su padre, en sus últimos momentos, había recibido de ella la promesa solemne de no disponer nunca de La Vallée y la consideraba violada en parte al haberse alquilado. Tenía evidencia del poco respeto con el que monsieur Quesnel había estimado sus objeciones y qué insignificantes consideraba los obstáculos frente a las ventajas pecuniarias. Daba también la impresión de que ni siquiera se había molestado en informar a Montoni del paso que había dado, ya que no había motivo evidente para que Montoni le hubiera ocultado esta circunstancia, de haberlo sabido. Todo ello la sorprendió y la disgustó, pero la causa principal de su intranquilidad con la temporal disposición de La Vallée, era el haber prescindido de la vieja y leal servidora de su padre. «Pobre Theresa —se dijo Emily—, de poco te ha servido tu servidumbre, ¡tú que siempre has sido tierna con los pobres y que has creído que morirías con la familia con la que has pasado tus mejores años! ¡Pobre Theresa! ¡Ahora que te ves en la vejez debes buscarte el pan!»
Emily lloró amargamente mientras pensaba en ello y decidió considerar lo que podría hacer por Theresa y hablar muy claro a monsieur Quesnel del tema; pero temió que su corazón lleno de frialdad sólo se preocupara por sí mismo. También decidió preguntar si había informado del asunto en sus cartas a Montoni, quien no tardó en darle la oportunidad de hacerlo al solicitar que acudiera a su estudio. No dudó de que la entrevista tenía la intención de comunicarle la parte de la carta de monsieur Quesnel referente al alquiler de La Vallée y le obedeció de inmediato. Montoni no estaba solo.
—Acabo de escribir a monsieur Quesnel —dijo cuando entró Emily— en contestación a la carta que recibí de él hace unos días y quiero hablarte de un tema que trata en la misma.
—Yo también deseo hablaros sobre ese asunto, señor —dijo Emily.
—Es un asunto que sin duda te interesa —prosiguió Montoni—, y creo que debes verlo desde el mismo punto de vista que yo; por supuesto no aceptaré ningún otro. Confío en que estarás de acuerdo conmigo, en que cualquier objeción basada en los sentimientos, como suelen llamarlos, debe someterse a las circunstancias de más sólidas ventajas.
—Podéis estar seguro, señor —replicó Emily, modestamente—, que aquellos de humanidad deben ser atendidos. Pero me temo que es demasiado tarde para hablar de ese plan, y debo lamentar que ya no esté en mi mano el rechazarlo.
—Es demasiado tarde —dijo Montoni—, pero siendo así, me complace observar que te sometes a la razón y a la necesidad sin dejarte llevar por lamentaciones inútiles. Aplaudo firmemente esa conducta, más aún cuando tal vez pone de manifiesto una fortaleza de entendimiento que se observa rara vez en tu sexo. Cuando seas mayor recordarás con gratitud a los amigos que te ayudaron a liberarte de las ilusiones románticas de los sentimientos, y comprenderás que sólo son juegos infantiles y que deben ser suprimidos en el mismo momento en que se sale de esa infancia. No he concluido mi carta y puedes añadir algunas líneas para informar a tu tío de tu conformidad. Pronto le verás, ya que tengo la intención de llevarte con madame Montoni a pasar unos días en Miarenti y podrás entonces hablar con él del asunto.
Emily escribió en la página siguiente del papel estas palabras:
Ahora no tiene sentido, señor, para mí, insistir en las circunstancias sobre la» que el signor Montoni me informa que os ha escrito. Me habría gustado, al menos, que el asunto hubiera sido cerr ado con menos precipitación, y que yo me habría sabido contener en algunos prejuicios como el signor los llama, que permanecen en mi corazón. Pero así es, y me someto. Desde el punto de vista de la prudencia es cierto que no se puede hacer objeción alguna; pero, aunque me someto, tengo mucho que decir en algunos aspectos del tema, cuando tenga el honor de veros. Mientras tanto os suplico que os ocupéis de Theresa, así os lo pide,
Señor,
Vuestras afectuosa sobrina,
EMILY ST. AUBERT
Montoni sonrió burlonamente al leer lo que había escrito Emily, pero no objetó nada y ella se retiró a su habitación, donde se sentó a escribir una carta a Valancourt, en la que le relataba los detalles de su viaje y de su llegada a Venecia, describiéndole algunos de los más sorprendentes paisajes que había visto al cruzar los Alpes; sus emociones ante la primera visión de Italia; el comportamiento y la personalidad de las gentes que la rodeaban y algunas circunstancias sobre la conducta de Montoni. Pero evitó incluso nombrar al conde Morano y más aún la declaración que le había hecho, puesto que sabía muy bien de la inquietud del verdadero amor y de la celosa vigilancia sobre cualquier detalle que pueda afectar a su interés, y soslayó escrupulosamente dar a Valancourt la más ligera razón para que creyera que tenía un rival.
Al día siguiente el conde Morano cenó de nuevo en casa de Montoni. Estaba más animado que de costumbre y Emily pensó que había una cierta exaltación en el modo con que se dirigía a ella que nunca había advertido anteriormente. Se mantuvo aún más cautelosa en su habitual reserva, pero la fría actitud de su aire parecía animarle en lugar de deprimirle. Vigiló todas las oportunidades para hablar con ella a solas y en más de una ocasión se lo pidió; pero Emily le repitió en todo momento que no quería oírle decir nada que no pudiera repetir delante de todos.
Por la tarde, madame Montoni y sus invitados salieron al mar. Mientras el conde conducía a Emily a su
zendaletto,
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se llevó su mano a sus labios y le dio las gracias por la condescendencia que había mostrado hacia él. Emily, sorprendida y contrariada en extremo, retiró la mano con cierta violencia y dedujo que el comentario del conde era de carácter irónico pero, al llegar a los escalones de la terraza y observar por las libreas que era el
zendaletto
del conde el que esperaba, mientras el resto del grupo se acomodaba en la góndolas, decidió no permitir una conversación a solas y dándole las buenas noches regresó al pórtico. El conde la siguió y en ese momento Montoni se acercó y sin hablar, la cogió de la mano y la condujo al
zendaletto.
Emily no se mantuvo callada, indicó a Montoni en voz baja que considerara lo impropio de la situación y que la liberara de la mortificación a la que la sometía. Sin embargo, se mostró inflexible.
—Este capricho es intolerable —dijo—, y no será tolerado; no hay nada impropio en este caso.
En ese momento el desagrado que Emily sentía por el conde Morano se convirtió en aborrecimiento. Le indignaba su insistencia después de que le hubiera expresado cuál era su opinión, pero era evidente que para él no significaba nada mientras sus pretensiones estuvieran sancionadas por Montoni, lo que añadía mayor disgusto al que ya sentía por él. Se sintió algo consolada al observar que Montoni se unía a su grupo, sentándose a su lado, mientras que Morano lo hacía al otro. Se produjo una pausa mientras los gondoleros preparaban los remos, y Emily tembló ante la idea de la charla que seguiría al silencio. Por fin, reunió el coraje suficiente para romperlo ella misma, con la esperanza de prevenir los comentarios corteses de Morano y los reproches de Montoni. Con referencia a una observación trivial que hizo Emily, Montoni respondió con una réplica breve y poco interesada; pero Morano continuó con el tema con observaciones generales que consiguió llevar al final a una galantería, y, aunque Emily la pasó por alto y ni siquiera mostró que se enteraba con una sonrisa, él no se desanimó.
—Estaba impaciente —dijo, dirigiéndose a Emily— por expresaros mi gratitud y daros las gracias por vuestra bondad, pero también tengo que agradecerle al signor Montoni el que me haya dado esta oportunidad de hacerlo.
Emily miró al conde con una mezcla de sorpresa y desagrado.
—¿Por qué —continuó— queréis desaprovechar las delicias de este momento con ese aire de reserva cruel? ¿Por qué buscáis el lanzar sobre mí las perplejidades de la duda, haciendo que vuestros ojos contradigan la gentileza de vuestra reciente declaración? No podéis dudar de la sinceridad y del ardor de mi pasión. ¡Encantadora Emily!, es totalmente innecesario que tratéis por más tiempo de ocultar vuestros sentimientos.
—Si los hubiera ocultado, señor —dijo Emily con el ánimo tranquilo—, sería cierto e innecesario seguir haciéndolo. Confiaba, señor, en que no me obligaríais a la necesidad de aludir a ello; pero, puesto que no parecéis haberlo comprendido, permitidme declarar y, por última vez, que vuestra perseverancia os ha privado incluso de la estima que estaba inclinada a creer que merecíais.
—¡Sorprendente! —exclamó Montoni—, esto es más de lo que esperaba, a pesar de que había hecho justicia a los caprichos del sexo femenino. Pero observarás, mademoiselle Emily, que yo no soy el enamorado, aunque lo sea el conde Morano, y que no me van a entretener tus momentos de capricho. Aquí tenemos la oferta de una alianza que supone un honor para cualquier familia; la tuya, recuérdalo, no pertenece a la nobleza; has resistido mucho tiempo a mis comentarios, pero ahora mi honor está comprometido y con él no se puede jugar. Tendrás que atenerte a la declaración en la que me has nombrado agente para llegar a un acuerdo con el conde.
—Debo haberos confundido, señor —dijo Emily—; mis respuestas sobre el tema han sido siempre uniformes; no es justo que me acuséis de caprichosa. Si habéis condescendido a ser mi agente, se trata de un honor que no he solicitado. Yo misma y constantemente he asegurado al conde Morano y a vos, señor, también, que nunca aceptaré el honor que me ofrece y ahora repito mi declaración.
El conde miró con aire de sorpresa y como preguntando a Montoni, cuyo rostro reflejaba el asombro, pero un asombro mezclado con indignación.
—Además del capricho, la presunción —dijo este último—. ¿Negarás tus propias palabras?
—No merece la pena responder a esa pregunta, señor —dijo Emily enrojeciendo—, os daréis cuenta de ello y sentiréis haberla hecho.
—Vayamos al asunto —continuó Montoni, en un tono de voz cada vez más vehemente—. ¿Negarás tus propias palabras; negarás que has reconocido, sólo hace unas horas, que era demasiado tarde para insistir en tus compromisos y que aceptabas la mano del conde?
—Lo niego, porque ninguna de mis-palabras se ha referido jamás a eso.
—¡Increíble! ¿Negarás lo que has escrito a monsieur Quesnel, tu tío? Si lo haces, tu propia mano será testigo contra ti. ¿Qué tienes que decir ahora? —continuó Montoni, observando el silencio y la confusión de Emily.
—Me doy cuenta ahora, señor, de que estáis en un gran error y que yo también he sido confundida.
—Te ruego que abandones la doblez; sé abierta y sincera, si es posible.
—Siempre he sido así, señor; y no puedo reclamar mérito alguno por esa conducta, porque no tengo nada que ocultar.
—¿Qué quiere decir eso, signor? —gritó Morano, con voz temblorosa por la emoción.
—Abandonad vuestros juicios, conde —replicó Montoni—, las vilezas del corazón de una mujer son insondables. Ahora, mademoiselle, tu explicación.
—Excusadme, señor, si demoro mi explicación hasta que estéis dispuesto a concederme vuestra confianza; mis afirmaciones por el momento sólo pueden someterme al insulto.
—¡Vuestra explicación, os lo ruego! —dijo Morano.
—Bueno —prosiguió Montoni—, te devuelvo mi confianza; oigamos ahora esa explicación.
—Permitidme que os lleve a ella haciéndoos una pregunta.
—Cuantas queráis —dijo Montoni con desdén.
—¿Cuál era entonces el tema de vuestra carta a monsieur Quesnel?
—El mismo tema al que te referiste, ciertamente. Hiciste bien en solicitar mi confianza antes de hacerme esa pregunta.
—Os ruego que seáis más explícito, señor; ¿de qué trataba la carta?
—Qué otra cosa podía ser, más que la noble oferta del conde Morano —dijo Montoni.
—Entonces, señor, los dos nos hemos entendido mal —replicó Emily.
—Los dos nos hemos entendido mal, supongo —continuó Montoni—, ¿en la conversación que precedió a la nota que escribiste? Debo reconocer en justicia que eres muy ingeniosa en ese arte de malentenderse.
Emily trató de contener las lágrimas y contestar con firmeza.
—Permitidme, señor, que explique todo o guardaré absoluto silencio.
—La explicación ya no es necesaria, ha quedado anticipada. Si el conde Morano sigue pensando que es necesaria, le ofreceré una muy honesta: has cambiado de intención desde nuestra última conversación; y, si tiene paciencia y humildad suficientes para esperar hasta mañana, probablemente descubrirá que has vuelto a cambiar; pero como yo no tengo ni la paciencia ni la humildad que tú esperas de un enamorado, ¡te aviso de los efectos que puede tener mi desagrado!
—Montoni, creo que os precipitáis —dijo el conde, que había escuchado la conversación con extrema ansiedad y paciencia—i ¡Signora, os ruego que nos deis vuestra propia explicación sobre este asunto!
—El signor Montoni ha dicho justamente —replicó Emily— que toda explicación queda ahora dispensada; después de lo sucedido no puedo dárosla. Es suficiente para mí, y para vos, señor, que repita mi última declaración; permitidme que confíe en que ésta sea la última vez que tenga que hacerlo: nunca podré aceptar el honor de vuestra alianza.