Read Los misterios de Udolfo Online
Authors: Ann Radcliffe
Recluida ya en su cámara, los pensamientos más melancólicos la envolvían con la imagen de su padre muerto, y cuando cayó en una especie de somnolencia, esas imágenes de su mente despierta siguieron hechizando su fantasía. Pensó que veía a su padre acercándose a ella con gesto benigno; entonces, con una sonrisa muy triste y señalando hacia delante, se movieron sus labios, pero en lugar de palabras oyó una dulce música que le llegaba desde lo lejos y vio su figura brillar con el velo de un ser superior. Su tensión era tan fuerte que despertó. La visión había desaparecido, pero la música seguía llegando a su oído como si fuera el aliento de los ángeles. Dudó, escuchó atentamente y se levantó de la cama volviendo a escuchar. Era música lo que oía y no una ilusión de su imaginación. Tras unas armonías solemnes, hubo una pausa; comenzó de nuevo, con una dulzura muy triste y cesó en una cadencia que parecía llevarse el alma al cielo. Recordó instantáneamente la música de la noche anterior y las extrañas circunstancias relatadas por La Voisin y la inquietante conversación a que les llevó, relacionada con el estado de los espíritus que se han ido para siempre. Todo lo que St. Aubert había dicho sobre ello la presionaba en el corazón y la conmovía. ¡Qué cambio se había producido en tan pocas horas! Él, que sólo podía suponerla, conocía ahora la verdad; él mismo había pasado a ser uno de los que se habían ido. Según escuchaba, sintió un escalofrío ante aquellas supersticiones, dejó de llorar, se puso en pie y se dirigió a la ventana. En el exterior todo estaba oscurecido por las sombras, pero Emily, apartando los ojos de la masa oscura de los árboles, cuya silueta se recortaba en el horizonte, vio, hacia la izquierda, el brillante planeta que su anfitrión le había señalado cuando se ocultaba tras el bosque. Recordó lo que había dicho sobre ello, y la música le llegaba ahora a intervalos con el aire. Abrió el ventanuco para escuchar la melodía, que no tardó en perderse gradualmente a mayor distancia y trató de descubrir de dónde venía. La oscuridad le impedía distinguir objeto alguno en la llanura verde que tenía ante ella, y el sonido le llegó cada vez más débil hasta que desapareció en el silencio. Siguió escuchando pero ya no volvió. Poco después, vio cómo el planeta temblaba entre las copas de los árboles, y, un momento más tarde, desaparecía tras ellos. Temblorosa, con un temblor melancólico, volvió a la cama y pudo finalmente olvidar sus penas en el sueño.
Al día siguiente fue a visitarla una hermana del convento para manifestarle sus buenos oficios y una segunda invitación de la madre abadesa. Emily, aunque no quería abandonar la casa mientras siguieran allí los restos de su padre, consintió, a pesar de lo doloroso que le resultaría en su presente estado de ánimo, visitar a la abadesa por la tarde.
Alrededor de una hora antes de que se ocultara el sol, La Voisin le mostró el camino que conducía al convento a través de los árboles, que estaba en una pequeña bahía del Mediterráneo, coronado por un anfiteatro de madera. Emily, de no haberse sentido tan desdichada, habría admirado la extensa vista del mar que se ofrecía ante el declive cubierto de césped, frente al edificio, y las ricas playas, rodeadas con bosques y pastos que se extendían a ambos lados. Pero sus pensamientos estaban ocupados por uno especialmente triste, y las bellezas de la naturaleza no tenían para ella ni forma ni color. En el momento de cruzar la vieja puerta del convento, la campana tocó a vísperas, y le pareció que era una llamada a muertos por St. Aubert. Los pequeños acontecimientos afectan siempre a una mente enervada por el dolor. Emily luchó contra la sensación de perder el conocimiento que la dominó y fue conducida a presencia de la abadesa, que la recibió con gesto de ternura maternal, un gesto de consideración y de preocupación tan profundo que hizo que le expresara inmediatamente su gratitud. Sus ojos se llenaron de lágrimas y las palabras se negaron a salir de sus labios. La abadesa la ayudó a sentarse y después se sentó junto a ella, sosteniendo su mano y mirándola en silencio, mientras Emily secaba sus manos e intentaba hablar.
—Calmaos, hija mía —dijo la abadesa en tono cariñoso—, no hablad aún; sé todo lo que diríais. Calmaos. Tenemos que ir a nuestras oraciones, ¿queréis asistir a nuestro servicio de la tarde? Es reconfortante confiar a Dios nuestras aflicciones, porque Él nos ve y tiene piedad de nosotros y nos concede su misericordia.
De nuevo Emily comenzó a llorar, pero mil dulces emociones se mezclaron con sus lágrimas. La abadesa esperó en silencio sin interrumpirla mientras lloraba, mirándola con compasión, en un gesto que hubiera caracterizado el rostro de un ángel guardián. Emily, cuando consiguió tranquilizarse, fue animada a hablar sin reservas y a mencionar el motivo que había hecho que no estuviera dispuesta a abandonar la casa, lo que la abadesa no había supuesto; pero alabó la piedad filial de su conducta y añadió que esperaba que pasara unos pocos días en el convento antes de regresar a La Vallée.
—Necesitáis de algún tiempo para recobraros de la primera impresión, hija mía, antes de encontraros con una segunda. No os oculto que me doy cuenta de lo que vuestro corazón ha de sufrir al regresar al lugar de vuestra antigua felicidad. Aquí tendréis todo lo que pueden dar el silencio, la simpatía y la religión para que recuperéis vuestro ánimo. Pero vayamos —añadió al observar de nuevo las lágrimas en los ojos de Emily—, vayamos a la capilla.
Emily la siguió al locutorio, donde estaban reunidas las monjas y cuya atención reclamó la abadesa diciendo:
—Ésta es una hija por la que siento una gran estima; comportaos con ella como con una hermana.
Pasaron en fila a la capilla, donde la solemne devoción con la que atendieron el acto religioso elevó sus pensamientos y le proporcionó el consuelo de la fe y la resignación.
El crepúsculo ya había hecho acto de presencia antes de que la amabilidad de la abadesa hiciera que Emily lamentara tener que marcharse, pero dejó el convento con el corazón más aliviado y fue de nuevo conducida por La Voisin a través del bosque, cuyo aire pensativo se expresaba al unísono con su estado de ánimo. Siguió por el estrecho sendero silenciosa hasta que su guía se detuvo de pronto, miró a su alrededor y saltó desde el sendero hasta las altas hierbas, diciendo que se había confundido de camino. El hombre empezó a caminar con rapidez y Emily le seguía con dificultad por lo oscuro e irregular del camino, hasta quedarse retrasada. Tuvo que llamarle, aunque no parecía dispuesto a detenerse.
—Si dudáis del camino —dijo Emily—, ¿no sería mejor que preguntarais en ese castillo de ahí, entre los árboles?
—No —replicó La Voisin—, éste no es momento. Cuando lleguemos a aquel arroyo, mademoiselle (veis la luz allí sobre las aguas, más allá del bosque), cuando lleguemos a ese río, estaremos en casa. No sé cómo he podido confundir el sendero. Después de ponerse el sol vengo muy raramente por este camino.
—Es muy solitario —dijo Emily—, pero no hay bandidos.
—No mademoiselle, no hay bandidos.
—¿Entonces, de qué tenéis miedo? ¿Sois supersticioso?
—No, no soy supersticioso, pero, si he de deciros la verdad, a nadie le gusta estar cerca del castillo cuando oscurece.
—¿Quién lo habita? —dijo Emily.
—Casi no está habitado, porque el señor marqués, señor de todos estos bosques, ha muerto. Estuvo sin venir por aquí durante muchos años, y la gente que se ocupa de cuidar el castillo vive en una casa próxima al mismo.
Emily comprendió que se trataba del castillo que La Voisin les había indicado anteriormente como propiedad del marqués Villeroi, a cuya mención su padre se había inquietado tanto.
—¡Ah!, todo esto está ahora desolado —continuó La Voisin—, pero era un lugar hermoso, lo recuerdo bien.
Emily le preguntó cuál había sido la causa de aquel cambio, pero el hombre guardó silencio, y Emily, cuyo interés se había despertado por los temores que había expresado antes y, sobre todo, al recordar la agitación de su padre, repitió la pregunta y añadió:
—Si no tenéis miedo de sus habitantes y no sois supersticioso, ¿cómo es posible que temáis el pasar cerca del castillo en la oscuridad?
—Tal vez sea algo supersticioso, y si supierais lo que yo sé también lo seríais vos. Aquí han pasado cosas extrañas. Vuestro buen padre parecía haber conocido a la difunta marquesa.
—¿Podríais informarme de lo que sucedió? —dijo Emily con una emoción que apenas podía contener.
—Por favor —contestó La Voisin—, no me preguntéis. No me corresponde a mí descubrir los secretos familiares de mi señor.
Emily, sorprendida por las palabras de aquel viejo y por el tono en que las había dicho, decidió no repetir su pregunta. Un interés más próximo, el recuerdo de St. Aubert, ocupó sus pensamientos y la llevó a recordar la música que había oído la noche antes, detalle que mencionó a La Voisin.
—No fuisteis la única, mademoiselle —replicó—, yo también la oí, pero me ha ocurrido tantas veces, a la misma hora, que ya no me sorprende.
—Sin duda creéis que esa música tiene algo que ver con el castillo —dijo Emily de pronto—, y que, en consecuencia, se relaciona con la superstición.
—Es posible, pero hay otras circunstancias relacionadas con el castillo que recuerdo, y bastante tristes también.
Se le escapó un suspiro, pero Emily contuvo con delicadeza la curiosidad que sus palabras despertaban y no volvió a preguntarle.
Al llegar a la casa se renovaron todas las violencias de su dolor. Parecía que había podido escapar a su pesada presión sólo mientras se mantuvo alejada. Entró inmediatamente en la habitación en la que yacía el cuerpo de su padre y cedió a la angustia de un dolor sin esperanza. La Voisin consiguió al fin persuadirla para que abandonara la habitación y volvió a la suya, donde, agotada por los sufrimientos y quehaceres del día, no tardó en encontrarse profundamente dormida y se despertó considerablemente recuperada.
Cuando llegó la hora dolorosa en que los restos de St. Aubert debían ser separados de ella para siempre, acudió sola a la habitación para mirar su rostro una vez más, y La Voisin, que esperaba pacientemente al pie de las escaleras, hasta que cediera su desesperanza, con el respeto debido al dolor, no quiso interrumpirla, pero sorprendido por el largo tiempo que llevaba, las dudas vencieron sus escrúpulos y subió para hacerla salir de la habitación. Dio unos golpes suaves en la puerta, sin recibir contestación. Escuchó atentamente sin oír suspiros' o sollozos y, alarmado por este silencio, abrió la puerta y encontró a Emily que yacía sin conocimiento a los pies de la cama, cerca de donde estaba el féretro. Llamó pidiendo ayuda y la llevaron a su habitación, donde consiguieron al fin reanimarla.
Durante su estado inconsciente, La Voisin había dado instrucciones para que fuera cerrado el ataúd y consiguió convencer a Emily para que no volviera a la habitación. Ella comprendió que debía aceptarlo y también la necesidad de reforzar su ánimo y reunir fuerzas suficientes para soportar la escena que se aproximaba. St. Aubert había expresado su deseo de que sus restos fueran enterrados en la iglesia del convento de St. Clair, y mencionando la parte norte del presbiterio, cerca de la vieja tumba de los Villeroi, había señalado el lugar exacto en donde deseaba su descanso. El superior había accedido a ello y, en consecuencia, la triste procesión empezó su recorrido, que había de encontrarse, en la entrada de la iglesia, con el venerable sacerdote, seguido de una fila de frailes. Todas las personas, al oír el solemne canto del himno y los acordes del órgano que empezó a sonar cuando el cuerpo entró en la iglesia, y al ver también los débiles pasos con los que avanzaba Emily, prorrumpieron en llanto. Ella no, pero caminó con el rostro parcialmente cubierto por un fino velo negro, entre dos personas que la sostenían, precedida por la abadesa y seguida por las monjas, cuyas voces implorantes dulcificaban la conmovedora armonía del canto fúnebre. Cuando la procesión llegó a la tumba, la música cesó. Emily se cubrió la cara enteramente con el velo y en una pausa momentánea, entre el himno y el final del acto religioso, sus sollozos fueron claramente audibles. El santo padre comenzó las oraciones y Emily dominó sus sentimientos, hasta que el ataúd fue introducido en la tumba y oyó cómo caía la tierra sobre la tapa. Entonces, mientras temblaba, un gemido brotó de su corazón y tuvo que apoyarse en las personas que estaban cerca de ella. No tardó en recuperarse, y en oír aquellas afectuosas y sublimes palabras: «Su cuerpo es enterrado en paz y su alma vuelve a Él, que se la dio». Su angustia se deshizo en lágrimas.
La abadesa la condujo desde la iglesia a su propio locutorio y allí le ofreció todo el consuelo que la religión y la amable simpatía pueden alcanzar. Emily luchaba contra el peso del dolor y la abadesa, tras observarla atentamente, ordenó que le prepararan una cama y le recomendó que se retirara a descansar. También le hizo prometer amablemente que se quedaría unos días en el convento, y Emily, que no tenía deseo alguno de volver a la cabaña, que era el escenario de todos sus sufrimientos, al no tener la presión que suponía el tener algo en qué ocuparse, se sintió indispuesta e incapaz de iniciar de inmediato el viaje.
Mientras tanto, el afecto maternal de la abadesa y las atenciones de las monjas hicieron todo lo que era posible para calmar su espíritu y devolverle la salud. Pero esta última se había visto afectada, a través de las preocupaciones de su mente, para reaccionar con rapidez. Se quedó varias semanas en el convento, bajo la influencia de una lenta fiebre, deseosa de volver a casa y, sin embargo, incapacitada para ello. A veces incluso inquieta por la idea de abandonar el lugar en que yacían las reliquias de su padre y con la idea que asaltaba su mente de que si muriera allí sus restos reposarían junto a los de St. Aubert. Mientras tanto, envió cartas a madame Cheron y a su vieja ama de llaves, informándoles del triste acontecimiento que había tenido lugar y de su propia situación. De su tía recibió una respuesta más abundante en condolencias de cumplido que en impresiones de auténtico dolor, en la que le indicaba que enviaría a un criado para que la condujera a La Vallée, ya que estaba tan ocupada con sus invitados que no tenía la posibilidad de realizar aquel largo camino. Aunque Emily prefería La Vallée a Toulouse, no fue insensible a la indecorosa y poco amable conducta de su tía, al no tener en cuenta sus sufrimientos por regresar a un lugar donde ya no tenía parientes que la consolaran o la protegieran; una conducta que era más culpable aún, puesto que St. Aubert había designado a madame Cheron como guardián de su hija huérfana.