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Authors: Ann Radcliffe

Los misterios de Udolfo (6 page)

BOOK: Los misterios de Udolfo
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Siguieron su camino, sumidos en una melancolía pensativa, en la que influía el crepúsculo y la soledad. Michael había concluido su cántico y no se oía más que el murmullo de la brisa entre los árboles y los costados del carruaje. Se alarmaron al oír el ruido de armas de fuego. St. Aubert indicó al mulero que se detuviera y se quedaron escuchando. El ruido no se repitió, pero oyeron pasos entre los helechos. St. Aubert sacó una pistola y ordenó a Michael que continuaran el camino lo más rápidamente posible. Acababa de obedecerle cuando oyeron el sonido de un cuerno que se repitió por el anillo de montañas. Miró de nuevo por la ventanilla y vio a un joven que salía de entre las matas hacia el camino, seguido de una pareja de perros. El desconocido iba vestido de cazador.

Su escopeta colgada al hombro y el cuerno de caza en su cinturón. Llevaba en la mano una pequeña pica, que daba un aspecto más varonil a su figura y que le servía para caminar con mayor rapidez.

Tras un momento de duda, St. Aubert detuvo de nuevo el carruaje y esperó a que se acercara con la intención de preguntarle por la cabaña que estaban buscando.

El desconocido le informó que estaba a una distancia de media legua y que él también se dirigía hacia allí, por lo que podría mostrarles el camino. St. Aubert le dio las gracias por su ofrecimiento y satisfecho con su aire de caballero y la sinceridad que mostraba su rostro, le pidió que se sentara con ellos en el coche. El desconocido, con frases de agradecimiento, declinó la oferta y añadió que iría al paso de las mulas.

—Pero me temo que no estarán muy cómodos —dijo—; los habitantes de estas montañas son gentes sencillas, que no sólo carecen de lujos, sino que casi no llegan a lo que en otros lugares se considera como necesario.

—Advierto que no sois uno de esos habitantes, señor —dijo St. Aubert.

—No, señor. Estoy recorriendo esta zona.

El carruaje siguió su camino y el aumento de la oscuridad hizo que los viajeros se sintieran agradecidos por haber encontrado un guía. Los frecuentes manantiales que descienden de las montañas habrían aumentado sus dudas. Al mirar hacia uno de ellos, Emily vio a gran distancia algo parecido a una nube brillante en el aire.

—¿Qué luz es esa de allí, señor? —dijo ella.

St. Aubert miró, comprobando que era la cumbre nevada de una montaña, mucho más alta que las que tenía alrededor, que seguía reflejando los rayos del sol, mientras que las otras más bajas estaban cubiertas por su sombra.

Poco después vieron las luces de un pueblo oscilando a través del polvo y en seguida descubrieron algunas cabañas en el valle, o, mejor, vieron su reflejo en la corriente en cuyas márgenes estaban situadas y que seguía brillando en la luz de la tarde.

El desconocido se acercó al carruaje y St. Aubert, tras nuevas preguntas, se informó no sólo de que no había posada en aquel lugar, sino que tampoco casa alguna en la que pudieran recibirles. No obstante, el desconocido se ofreció para acercarse y preguntar si había alguna cabaña en la que pudieran acomodarles. St. Aubert le expresó su agradecimiento y le indicó que al estar tan próxima la aldea, se apearía e iría con él. Emily les seguiría más lentamente en el carruaje.

Por el camino, St. Aubert le preguntó a su acompañante si había tenido éxito en la caza.

—No mucho, señor —replicó—, no he puesto tampoco mucho empeño. Me gusta esta zona y tengo el proyecto de pasar algunas semanas por estos parajes. Llevo a los perros más para que me acompañen que para cazar. Mi traje me da también el aspecto de cuáles son mis intenciones y me sirve para contar con el respeto de estas gentes, que tal vez no estarían tan dispuestas a ayudar a un desconocido solitario que no presentara motivos visibles para estar por aquí.

—Admiro vuestro gusto —dijo St. Aubert—, y si fuera más joven me habría encantado pasar unas pocas semanas como usted. Yo también soy un poco vagabundo, pero ni mis planes ni mis propósitos son los vuestros. Yo busco mi salud tanto como mi entretenimiento. —St. Aubert suspiró e hizo una pausa y después, como rehaciéndose, prosiguió—: Si puedo encontrar un camino tolerable, en el que haya algún lugar decente para descansar, tengo la intención de llegar hasta el Rosellón y, por la costa, a Languedoc. Parece, señor, que conocéis bien el país y tal vez me podáis facilitar información sobre ello.

El desconocido dijo que toda la información que poseía estaba enteramente a su servicio y mencionó un camino, más hacia el este, que conducía a una ciudad, desde la que sería más fácil alcanzar el Rosellón.

Llegaron a la aldea e iniciaron la búsqueda de una cabaña en la que pudieran pasar la noche. En varias de las que entraron, prevalecían en las mismas proporciones la ignorancia, la pobreza y el regocijo, y los propietarios miraron a St. Aubert con una mezcla de curiosidad y timidez. No pudieron encontrar nada que se pareciera a una cama y ya habían cesado en su intento, cuando Emily se unió a ellos. Al ver el cansancio reflejado en el rostro de su padre, lamentó que hubiera elegido aquel camino tan mal provisto de las necesarias comodidades para un enfermo. Otras cabañas que examinaron parecían algo menos salvajes que las primeras, formadas por dos habitaciones, si es que se las podía llamar así.

La primera de ellas ocupada por mulas y cerdos, la segunda por la familia, que por lo general estaba integrada por seis u ocho hijos, además de los padres, que dormían en camas de piel y hojas secas, extendidas sobre el suelo de barro. La luz entraba por una abertura en el techo, por la que salía además el humo. Se percibía con bastante certeza el olor del alcohol (los contrabandistas que llenaban los Pirineos habían hecho que aquellas gentes rudas se familiarizaran con el uso del licor). Emily volvió la cabeza ante tal espectáculo y miró a su padre con ansiosa ternura, lo que fue observado por el desconocido. Se apartó con St. Aubert y le ofreció su propia cama.

—Al menos es decente —dijo—, si se la compara con las que acabamos de ver, aunque en cualquier otra circunstancia me habría avergonzado ofrecérsela.

St. Aubert le expresó lo obligado que se sentía ante su amabilidad, pero rehusó aceptarla, hasta que el joven desconocido rechazó su negativa.

—No me hagáis padecer sabiendo, señor, que un inválido como vos, yacéis en esas duras pieles, mientras yo duermo en mi cama. Además, señor, vuestra negativa hiere mi orgullo. Debo creer que mi oferta no tiene valor para que la aceptéis. Permitidme que os muestre el camino. Estoy seguro de que la señora de la casa podrá acomodar también a esta señorita.

St. Aubert consintió finalmente en hacerlo así, aunque se sintió sorprendido de que el desconocido hubiese dado tan pocas muestras de galantería, al preocuparse del descanso de un hombre enfermo, en lugar de hacerlo por una hermosa señorita, ya que en ningún momento ofreció a Emily su habitación. Ella no pensaba del mismo modo y la animada sonrisa que le dirigió, expresaba claramente cómo le agradecía las preferencias por su padre.

En su camino, el desconocido, cuyo nombre era Valancourt, se adelantó para hablar con su patrona, que salió a dar la bienvenida a St. Aubert a la cabaña, muy superior a todas las que había visto. Aquella buena mujer parecía muy dispuesta a acomodar a los forasteros, que fueron invitados a aceptar las dos únicas camas del lugar. Huevos y leche eran los únicos alimentos con que contaban, pero St. Aubert aportó las provisiones que llevaban y pidió a Valancourt que se quedara y participara de ello. Una invitación que fue aceptada inmediatamente y juntos pasaron una hora en comunicativa conversación. St. Aubert estaba complacido con la franqueza varonil, sencillez y naturaleza que había descubierto en su nueva amistad. Con frecuencia se le oía decir que sin una cierta sencillez de corazón hay cosas que no se pueden comprender.

La conversación se vio interrumpida por un violento bullicio en el exterior, en el que la voz del mulero se oía por encima d e cualquier otro sonido. Valancourt se levantó y salió a preguntar, pero la disputa se prolongó tanto tras su marcha que St. Aubert acudió también a enterarse. Se encontró a Michael discutiendo con la patrona porque se había negado a que sus mulas se acomodaran en la pequeña habitación en la que él mismo y tres de sus hijos iban a pasar la noche. El lugar era muy reducido, pero no había otro para que aquellas gentes pudieran dormir y, con algo más de delicadeza de la que es normal entre los habitantes de la zona, ella insistía en negarse a que los animales estuvieran en la misma alcoba que sus hijos. Éste era el punto más importante para el mulero, que sentía que se hería su honor cuando se trataba a sus mulos con desconsideración, y tal vez no habría recibido un golpe con menos indignación.

Afirmaba que sus bestias eran unas bestias honestas y tan buenas bestias como cualquiera de toda la provincia; y que tenían derecho a ser bien tratadas fueran por donde fueran.

—Son tan inofensivas como corderos —dijo—, si nadie las molesta. Nunca las he visto comportarse mal salvo en una o dos ocasiones en mi vida y tuvieron buenas razones para hacerlo. Una vez, es cierto, cocearon a un muchacho que se había echado a dormir en el establo y le rompieron una pierna. Les dije que salieran inmediatamente y, ¡por San Antonio!, creo que me entendieron porque no lo volvieron a hacer.

Concluyó aquella arenga elocuente con protestas de que tenían derecho a participar de todo como él y a estar donde él estuviera.

La disputa fue concluida por Valancourt, que se apartó un momento con la patrona y le indicó que lo mejor sería que dejara que el mulero y sus bestias ocuparan la habitación, mientras que sus hijos podían dormir en la cama de pieles que le habían preparado a él, que dormiría envuelto en su capa en el banco que había a la entrada de la cabaña. Ella pensó que era su deber oponerse y que su inclinación la llevaba a contrariar al mulero. Valancourt fue más práctico y el aburrido asunto acabó por resolverse.

Ya era tarde cuando St. Aubert y Emily se retiraron a sus habitaciones, y Valancourt a su puesto ante la puerta, que en aquella época de buen clima prefería a una habitación cerrada y a una cama de piel. St. Aubert se quedó sorprendido al ver en su habitación volúmenes de Homero, Horacio y Petrarca; pero el nombre de Valancourt escrito en ellos le informó de a quien pertenecían.

Capítulo IV
En verdad era un tipo extraño y díscolo.
Amigo de lo dócil, y de los paisajes terribles;
encontraba deleite en la oscuridad y en la tormenta;
no menos que, cuando sobre las olas serenas del océano,
el sol del sur derramaba su resplandor deslumbrante,
tristes vicisitudes, incluso, distraían su alma;
y si sobrevenía a veces un suspiro,
y por su mejilla caía una lágrima de piedad,
eran suspiro y lágrima, tan dulces, que no deseaba retenerlos.

THE MINSTREL

S
t. Aubert se despertó temprano, rea nimado por el descanso y deseoso de continuar la marcha. Invitó a desayunar al desconocido y volvieron a hablar del camino. Valancourt dijo que unos meses antes había viajado hasta Beaujeu, que era una ciudad de cierta importancia en dirección al Rosellón. Recomendó a St. Aubert que lo siguiera, y este último decidió hacerlo así.

—El camino desde esta cabaña —dijo Valancourt—, y el de Beaujeu, salen a una distancia de una milla y media desde aquí. Si me lo permitís, dirigiré a vuestro mulero. Debo seguir vagabundeando por alguna parte y vuestra compañía hará mi ruta más grata que cualquier otra que pudiera tomar.

St. Aubert le agradeció su oferta y partieron juntos, el joven desconocido a pie, ya que no aceptó la invitación de St. Aubert para que tomara asiento en su pequeño carruaje.

El camino se extendía al pie de las montañas a través de un valle, lleno de pastos y variadas arboledas de robles enanos, hayas y plátanos silvestres, bajo cuyas ramas reposaban los rebaños. Los fresnos y los sauces llorones extendían su ramaje por las altitudes, donde el suelo rocoso cedía con dificultad a sus raíces, y donde las ramas más ligeras se ondulaban por la brisa que soplaba entre las montañas.

A hora tan temprana, ya que el sol no se había levantado aún sobre el valle, los viajeros se cruzaron frecuentemente con los pastores que conducían sus rebaños desde las llanuras a los pastos de las colinas. St. Aubert había preferido comenzar temprano, no sólo para poder disfrutar de la salida del sol, sino para llenar sus pulmones del aire puro de la mañana que por encima de cualquier otra cosa servía de estímulo al espíritu del inválido. En estas regiones sucedía muy especialmente porque la abundancia de las flores silvestres y de las hierbas aromáticas invaden el aire con sus esencias.

El amanecer, que suavizaba el paisaje con sus peculiares tintes grises, se iba dispersando, y Emily contemplaba el avance del día, tembloroso primero en las cumbres de las montañas más altas, para tocarlas después con su luz espléndida, mientras que los lados y el valle seguían envueltos en la suave bruma. Mientras tanto, las nubes grises del este comenzaron a encenderse, más tarde a enrojecer y finalmente a brillar con mil colores, hasta que la luz dorada acabó por llenarlo todo. La naturaleza parecía haber despertado de la muerte hacia la vida; St. Aubert sintió cómo se renovaba su espíritu. Tenía el corazón lleno; lloró y sus pensamientos ascendieron hacia el Gran Creador.

Emily gustaba de caminar por el césped, verde y brillante por el rocío, y disfrutar de aquella libertad, que las lagartijas también parecían agradecer mientras se extendían por las rocas. Valancourt se detenía con frecuencia para hablar con los viajeros y señalarles los detalles que despertaban su admiración.

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