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Authors: Ann Radcliffe

Los misterios de Udolfo (62 page)

BOOK: Los misterios de Udolfo
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Acababa de llegar madame a su propia habitación, cuando su marido dio la orden de que debía permanecer en el torreón; pero Emily, dando gracias por haber realizado el traslado tan prontamente, corrió a informarle de ello a la vez que le comunicaba que llevarla allí de nuevo sería fatal y que debía aceptar que quedara donde estaba.

Durante aquel día Emily no dejó a madame Montoni ni un momento, excepto para preparar ligeros alimentos que consideraba necesarios para sostenerla, y que madame Montoni recibió con silenciosa aquiescencia, aunque se diera cuenta de que no la salvarían del final que se acercaba y que no parecía tener interés alguno por vivir. Emily la cuidó con su solicitud más tierna, sin ver ya a su imperiosa tía en aquel pobre cuerpo que tenía ante ella, sino a la hermana de su querido padre desaparecido, en una situación que exigía toda su compasión y su afecto. Cuando llegó la noche, decidió quedarse con su tía, pero fue decididamente prohibido por esta última, que le ordenó que se retirará a descansar y que sólo quedara Annette con ella en la habitación. El descanso era, verdaderamente, imprescindible para Emily, cuyo ánimo y resistencia se habían visto igualmente afectados por los acontecimientos y conmociones del día; pero no quiso dejar a madame Montoni hasta pasada la medianoche, momento que entonces era considerado como crítico por los médicos.

Poco después de las doce, tras haber indicado a Annette que se mantuviera despierta y que la llamara en caso de que se presentara algún empeoramiento, Emily, dio las buenas noches a madame Montoni y se retiró a su habitación llena de pesar.

Su ánimo estaba más deprimido que de costumbre por la lamentable situación de su tía, cuya recuperación casi no se atrevía a esperar. Para su propia desgracia, no pudo ver el final, encerrada como estaba en un castillo remoto, más allá del alcance de cualquier amigo, si lo tuviera, y más allá incluso de la piedad de los desconocidos, sabiendo que estaba en poder de un hombre capaz de cualquier acto que le pudiera sugerir su interés o su ambición.

Ocupada por reflexiones melancólicas y anticipaciones tan tristes, no se retiró inmediatamente a descansar, sino que se apoyó pensativa en el abierto ventanal. La escena que se abría ante ella de bosques y montañas, reposando a la luz de la luna, formaba un triste contraste con el estado de su ánimo; pero el lejano murmullo de esos bosques y la vista del dormido paisaje, suavizaron gradualmente sus emociones e hicieron brotar sus lágrimas.

Continuó llorando durante algún tiempo, ausente de todo lo que no fuera el sentimiento interior de sus desgracias. Cuando, finalmente, apartó el pañuelo de sus ojos, advirtió, ante ella, en la terraza inferior, la figura que había observado anteriormente, que estaba quieta y silenciosa frente a su ventana. Al darse cuenta de ello, dio un paso atrás, y durante un momento el terror se sobrepuso a la curiosidad; pudo al fin regresar a la ventana, y allí seguía la figura, que ya se atrevió a observar, aunque se sentía incapaz de hablar, como había planeado. La luna brillaba con luz clara, y tal vez fue la agitación de su mente lo que le impidió distinguir con algún detalle la forma que había ante ella. Seguía inmóvil y empezó a dudar de si realmente era una figura animada.

Sus pensamientos se tranquilizaron lo suficiente como para recordarle que la luz la exponía a una peligrosa observación, y cuando iba a retroceder para apartarla, vio cómo la figura se movía y que agitaba lo que parecía ser un brazo, como para saludarla; y, mientras miraba, inmóvil por el miedo, repitió la acción. Trató entonces de hablar, pero las palabras murieron en sus labios, y se alejó de la ventana para retirar la lámpara. Cuando lo hacía, oyó, en el exterior, un gemido desfallecido. Se quedó escuchando, sin atreverse a regresar, y lo oyó de nuevo.

—¡Dios mío! ¡Qué puede ser! —dijo.

Escuchó de nuevo, pero no llegó sonido alguno; y, tras un largo intervalo de silencio, recobró el coraje suficiente para acercarse a la ventana donde vio de nuevo la misma aparición. La saludó de nuevo y de nuevo también produjo un sonido grave.

«¡Ese quejido era sin duda humano! —se dijo—. Hablaré».

—¿Quién es —exclamó Emily con voz desmayada— el que pasea a esta hora?

La figura levantó la cabeza, pero de pronto comenzó a alejarse y se escurrió por la terraza. Miró durante un largo rato cómo avanzaba a la luz de la luna, pero sin oír paso alguno, hasta que un centinela del otro extremo de la muralla empezó a caminar lentamente hacia la ventana. El soldado le preguntó respetuosamente si había visto pasar a alguien. Ante la respuesta negativa de Emily, el centinela no dijo nada más pero siguió paseando hacia el otro extremo de la terraza y Emily le siguió con la vista hasta que se perdió en la distancia. Como estaba de guardia, Emily sabía que no podría ir más allá de la muralla, y, en consecuencia, decidió esperar su regreso.

Poco después, oyó su voz, en la distancia, llamando en voz alta; y después una voz aún más distante contestó. Al momento se dio la voz de alerta. Según cruzaban a toda prisa los soldados por debajo de la ventana, les llamó para preguntarles lo que había sucedido, pero pasaron sin mirarla.

El pensamiento de Emily volvió a la figura que había visto. «No puede tratarse de una persona de las que viven en el castillo —se dijo—', se comportaría de modo muy diferente. No se aventuraría en la zona donde están los centinelas, ni se situaría frente a una ventana donde podría ser observado; menos aún saludarla, o expresar un sonido de queja. Sin embargo, no puede tratarse de un prisionero. ¿Cómo obtendría la oportunidad de moverse así si lo fuera?»

Si hubiera sido una persona vanidosa, habría supuesto que la figura tendría que ser algún habitante del castillo, que paseaba bajo su ventana con la esperanza de verla y que le fuera permitido declarar su admiración; pero esta idea no se le ocurrió nunca a Emily, y, si así hubiera sido, la habría rechazado como improbable, considerando que, cuando se había presentado la oportunidad de hablar, había cruzado en silencio; y que, incluso en el momento en que ella había hablado, la forma había abandonado abruptamente el lugar.

Mientras meditaba, dos centinelas pasaron por la muralla en animada conversación, de la que captó algunas palabras, y se enteró por ellos de que uno de sus camaradas había caído sin sentido. Poco después, otros tres soldados avanzaron lentamente desde el final de la terraza, pero sólo oyó una voz baja que le llegaba a intervalos. Cuando estuvieron más cerca, advirtió que era la voz del que iba en medio, aparentemente sostenido por sus compañeros, y de nuevo les preguntó lo que había ocurrido. Al oír su voz, se detuvieron y miraron hacia arriba, mientras repetía su pregunta. Fue informada de que Roberto, uno de los compañeros de la guardia, había sufrido un ataque, y que su grito, al caer, había causado una falsa alarma.

—¿Le suelen dar ataques? —dijo Emily.

—Sí, signora —replicó Roberto—, pero si no fuera así, lo que vi era suficiente para haber asustado al propio Papa.

—¿Qué ha sido? —preguntó Emily temblando.

—No puedo decir lo que era, señora, o lo que vi, o cómo desapareció —replicó el soldado, que temblaba al recordarlo.

—¿Ha sido la persona a la que seguisteis por la muralla la que ha ocasionado vuestra alarma? —dijo Emily, tratando de ocultar la suya.

—¿Persona? —exclamó el hombre—. ¡Era el demonio y no es la primera vez que le he visto!

—Ni será la última —comentó uno dé sus compañeros, riendo.

—No, no, te lo aseguro —dijo otro.

—Está bien —prosiguió Roberto—, podéis divertiros ahora como queráis; no estabas tan jocoso la otra noche, Sebastián, cuando estuviste de guardia con Launcelot.

—No hace falta que Launcelot hable de ello —replicó Sebastián—, deja que recuerde cómo se quedó temblando, incapaz de dar la alerta hasta que el hombre hubo desaparecido. Si no se hubiera acercado a nosotros tan silenciosamente, me habría hecho con él y le habría obligado bien pronto a decir quién era.

—¿De qué hombre se trata? —preguntó Emily.

—No era un hombre, señora —dijo Launcelot, que se había acercado—, sino el mismísimo diablo, como ha dicho mi compañero. ¿Qué hombre, que no vive en el castillo, podría atravesar los muros a medianoche? Yo podría del mismo modo pretender regresar a Venecia, y mezclarme con los senadores, cuando están en consejo; y garantizo que tendría más oportunidades de salir de nuevo vivo que cualquiera que pesquemos dentro de estos muros tras oscurecer. Así que creo que he probado lo suficiente que no puede tratarse de nadie que no viva en el castillo; y ahora probaré que no puede tratarse de nadie que viva en el castillo, porque, si es así, ¿por qué habría de temer ser visto? En consecuencia, después de esto, espero que nadie pretenda decirme que se trata de cualquiera. No, lo digo de nuevo, ¡por el Santo Padre! Era el demonio, y Sebastián, ahí, sabe que no es la primera vez que le hemos visto.

—¿Cuándo visteis antes la figura? —dijo Emily con media sonrisa, ya que a pesar de que resultaba excesiva la conversación, sentía un interés que no le permitía renunciar a ella.

—Hará una semana, señora —dijo Sebastián, interviniendo de nuevo.

—¿Dónde?

—En la muralla, señora, más arriba.

—¿Le perseguisteis y se escapó?

—No, signora; Launcelot y yo estábamos juntos de guardia y todo estaba tan tranquilo que se podía oír caminar a un ratón, cuando, de pronto, Launcelot dijo: «¡Sebastián! ¿Ves algo?» Volví la cabeza un poco hacia la izquierda, así. «No —dije yo. «¡Silencio! —dijo Launcelot—, mira ahí, ¡exactamente hacia el último cañón de la muralla!» Miré y entonces vi que algo se movía. Como no había más luz que la que daban las estrellas, no pude estar seguro. Nos quedamos quietos y silenciosos, vigilándole, y en ese momento ¡vi algo que pasaba por el muro del castillo frente a nosotros!

—¿Por qué no le detuviste? —exclamó un soldado que no había hablado hasta entonces.

—Sí, ¿por qué no le detuvisteis? —dijo Roberto.

—Tenías que haber estado allí para haberlo hecho —replicó Sebastián—. Habrías sido lo suficientemente arrojado para haberlo cogido por la garganta, aunque hubiera sido el mismo diablo; nosotros no pudimos tomarnos esa libertad, quizá porque no estamos tan bien relacionados con él como tú. Pero, como iba diciendo, desapareció ante nosotros tan deprisa que no nos dio tiempo a recuperarnos de la sorpresa antes de que se hubiera ido. Entonces, sabíamos muy bien que no tenía sentido seguirle. Nos mantuvimos vigilantes toda la noche, pero no le volvimos a ver. A la mañana siguiente lo comentamos con algunos de nuestros compañeros, que habían estado de guardia en otras partes de la muralla y les dijimos lo que habíamos visto; pero ellos no habían advertido nada y se rieron de nosotros y hasta esta noche la figura no había aparecido de nuevo.

—¿Dónde desapareció? —preguntó Emily a Roberto.

—Cuando os dejé, señora —replicó el hombre—, me habréis visto seguir por la muralla, pero hasta que no llegué a la terraza del lado este no vi nada. Allí, a la luz brillante de la luna, vi algo como una sombra que se movía delante de mí, como si estuviera a cierta distancia. Me detuve, cuando me volví en la esquina de la torre este, donde había visto la figura un momento antes, ¡ya había desaparecido! Según estaba mirando por el viejo arco que conduce a la muralla este y por el que estoy seguro que pasó, oí de pronto ¡tal sonido! No era un gemido, un llanto, o un grito, o cualquier cosa de las que he oído en mi vida. Sólo lo oí una vez y para mí fue bastante; ya que no sé nada de lo que pasó después, hasta que me encontré aquí con mis camaradas, a mi alrededor.

—Vamos —dijo Sebastián—, volvamos a nuestros puestos, se está ocultando la luna. ¡Buenas noches, señora!

—Vayamos —repitió Roberto—. Buenas noches, señora.

—¡Buenas noches; que nuestra Santa Madre os guarde! —dijo Emily, mientras cerraba la ventana y se retiraba a reflexionar sobre las extrañas circunstancias que acababan de suceder, relacionándolas con lo que había ocurrido en noches anteriores, y tratando de concluir de todo el asunto algo más positivo que simples conjeturas. Pero su imaginación estaba encendida, mientras que su juicio no era claro, y el terror de la superstición se impuso de nuevo en su mente.

Capítulo IV
Hay uno en el interior,
además de las cosas que hemos oído y visto,
relata las más horribles escenas, vistas por la guardia.

JULIUS CAESAR

P
or la mañana, Emily encontró a madame Montoni poco más o menos en el mismo estado de la noche anterior; había dormido poco, y ese poco no la había reanimado; sonrió a su sobrina, y pareció animada por su presencia, pero sólo habló unas pocas palabras, y nunca mencionó a Montoni, quien, no obstante, entró poco después en la habitación. Su esposa, cuando comprendió que él estaba allí, apareció más agitada, pero se mantuvo totalmente silenciosa, hasta que Emily se levantó de una silla en la que se había sentado al lado de la cama y suplicó con voz débil que no la dejara.

La visita de Montoni no era para animar a su esposa, que sabía que se estaba muriendo, o para consolarla, o para pedirle perdón, sino para hacer un último intento de conseguir su firma, que le transferiría sus propiedades en el Languedoc, tras la muerte, en lugar de que pasaran a Emily. Fue una escena que mostró, por su parte, su habitual inhumanidad, y, por la de madame Montoni, un espíritu perseverante luchando con un cuerpo debilitado; mientras, Emily declaraba repetidamente a Montoni su disposición a renunciar a toda reclamación sobre aquellas propiedades, con la esperanza de que las últimas horas de su tía no se vieran afectadas por su negativa. Montoni, no' obstante, no salió de la habitación, hasta que su esposa, exhausta por la obstinada disputa, cayó desfallecida, y estuvo tanto tiempo inconsciente que Emily empezó a temer que la chispa de su vida se hubiera extinguido para siempre. Al fin, revivió, y, mirando débilmente a su sobrina, cuyas lágrimas caían sobre ella, hizo un esfuerzo para hablar, pero sus palabras fueron ininteligibles, y Emily de nuevo comprendió que se estaba muriendo. Sin embargo, poco después recuperó el habla, y, tras reanimarse con un cordial, conversó durante largo tiempo sobre sus propiedades en Francia, con claridad y precisión. Orientó a su sobrina para que pudiera encontrar los documentos relativos a las mismas, que había ocultado de los registros de Montoni, y la encargó que no permitiera nunca que esos papeles se le escaparan.

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