Read Los misterios de Udolfo Online
Authors: Ann Radcliffe
Por la tarde, al no atreverse a bajar a la muralla, donde se podía ver expuesta a la ruda mirada de los asociados de Montoni, paseó por la galería a la que daba su habitación. Al llegar a uno de sus extremos, oyó sonidos distantes de diversiones y risas. Era la turbulencia de una explosión salvaje, no la controlada alegría temperada, y parecía provenir de la parte del castillo ocupada habitualmente por Montoni. Tales sonidos, en aquel momento, cuando sólo habían pasado unos pocos días desde la muerte de su tía, la afectaron particularmente, pese a que se correspondían con la conducta reciente de Montoni.
Al escuchar, creyó distinguir voces femeninas, mezcladas con las risas, y esto confirmó sus peores sospechas, relativas a la personalidad de la signora Livona y sus acompañantes. Era evidente que no habían sido llevadas allí de forma obligada y se encontraban ahora en una zona salvaje y remota de los Apeninos, rodeadas de hombres que Emily consideraba poco menos que rufianes, y como sus compañeras, entre las escenas de vicio, ante las que su alma se encogió con horror. En aquel momento, las escenas del presente y del futuro se abrieron a su imaginación, entre ellas la imagen de Valancourt cediendo a su influencia y su decisión se vio sacudida por el temor. Creyó que comprendía todos los horrores que Montoni preparaba para ella y tembló ante el encuentro con una venganza sin remordimientos como él le podía infligir. Casi decidió ceder las disputadas propiedades en cuanto se lo pidiera, con lo cual se vería segura y libre; pero de nuevo, el recuerdo de Valancourt se adueñó de su corazón y la empujó a apartarse de toda duda.
Continuó paseando por la galería hasta que la tarde dejó caer su luz incierta y melancólica y se hizo más profunda la oscuridad de las paredes cubiertas de roble que la rodeaban, mientras que la distante perspectiva del corredor se llenó de sombras y sólo permitía ver la luz pálida que entraba por la ventana que había al final del mismo.
De los vestíbulos, salones y pasillos de abajo, le llegaban los débiles ecos de las carcajadas a intervalos y hacían más temerosa la quietud que la rodeaba. Emily, sin embargo, no estaba dispuesta a regresar a su triste habitación, y como Annette no había llegado aún siguió paseando por la galería. Al cruzar por delante de la puerta de la habitación, donde en una ocasión anterior se había atrevido a levantar el velo que le descubrió un espectáculo tan horrible que después no había podido recordar sin verse asaltada por emociones indescriptibles, aquel recuerdo volvió de nuevo. Se unía ahora a reflexiones más terribles que entonces por la actitud de Montoni, y al correr para abandonar la galería, oyó pasos tras ella. Podrían ser los de Annette; pero, al volverse temerosa para mirar, vio, a través de la oscuridad, una figura alta que la seguía, y todos los horrores de aquella habitación se mezclaron en su mente. Un momento después fue agarrada por las manos de una persona y oyó una voz profunda que murmuraba a su oído.
Cuando tuvo fuerzas para hablar o para emitir sonidos articulados, preguntó quién la detenía.
—Soy yo —replicó la voz—. ¿Por qué estáis tan asustada?
Miró al rostro de la persona que había hablado, pero la débil luz que entraba por el alto ventanal al final de la galería no le permitió distinguir quién era.
—¡Quienquiera que seáis —dijo Emily con voz temblorosa—, por lo que más queráis, dejadme ir!
—Mi encantadora Emily —dijo el hombre—, ¿por qué os encerráis en este oscuro lugar, cuando hay tanta alegría allí abajo? Volved conmigo al salón de cedro, en el que seréis el más delicioso ornamento de la fiesta, y no os arrepentiréis del cambio.
Emily desdeñó replicar y siguió tratando de liberarse.
—Prometedme que vendréis —continuó— y os soltaré inmediatamente, pero antes dadme un premio por hacerlo.
—¿Quién sois? —preguntó Emily en un tono a medias de terror y a medias de indignación, mientras seguía luchando por liberarse—, ¿quién sois que tenéis la crueldad de insultarme de ese modo?
—¿Por qué me llamáis cruel? —dijo el hombre—. Quiero apartaros de esta terrible soledad y llevaros a una alegre fiesta. ¿No me conocéis?
Emily recordó entonces ligeramente que era uno de los oficiales que estaban con Montoni cuando se entrevistó con él por la mañana.
—Os doy las gracias por la amabilidad de vuestra intención —replicó, no dando a entender que le había comprendido—, pero no deseo otra cosa sino que me dejéis.
—¡Encantadora Emily! —dijo él—, renunciad a esa pasión loca por la soledad y venid conmigo a la fiesta para eclipsar a las bellezas que están abajo; sólo vos sois merecedora de mi amor.
Intentó besar su mano, pero el fuerte impulso de su indignación le dio poder suficiente para liberarse y corrió hacia su habitación. Cerró la puerta antes de que él llegara, y tras asegurarla, se dejó caer en una silla dominada por el terror y vencida por el esfuerzo que había hecho, mientras oía su voz y sus intentos de abrir la puerta, sin fuerzas para levantarse. Al rato, percibió que se marchaba y se quedó escuchando largo tiempo. Se animó al no oír ruido alguno, cuando de pronto recordó la puerta de la escalera privada, y que aquel hombre podría intentar entrar por allí, puesto que sólo estaba cerrada por el lado exterior. Se ocupó entonces de asegurarla del mismo modo que había hecho en otras ocasiones. Tenía la impresión de que Montoni ya había empezado su política de venganza, retirándole su protección, y se arrepintió de la ira que le había hecho enfrentarse al poder de aquel hombre. Retener las propiedades se presentaba como algo imposible, y para conservar su vida y tal vez su honor, decidió que si escapaba a los horrores de aquella noche, renunciaría a ellas por la mañana, si Montoni cumplía su promesa de dejarla salir de Udolfo.
Tras tomar esta decisión, se tranquilizó en parte su ánimo, aunque siguió escuchando con ansiedad, y con frecuencia se asustó de ruidos imaginados que le parecían proceder de la escalera.
Tras haber estado durante horas en la oscuridad, sin que apareciera Annette, comenzó a temer que algo hubiera sucedido; pero, al no atreverse a salir por el castillo, se vio obligada a permanecer en la incertidumbre sobre la causa de su extraña ausencia.
De vez en cuando se acercaba a la puerta de la escalera para escuchar y tratar de percibir algunos pasos que se acercaran, pero ningún ruido la alarmó. Sin embargo, decidió estar atenta durante la noche, y una vez más se echó en su oscuro lecho y mojó la almohada con lágrimas inocentes. Pensó en sus padres muertos y en el ausente Valancourt y repitió sus nombres, ya que la profunda quietud que reinaba era propicia a las meditaciones tristes.
Mientras permanecía en esta actitud, su oído captó de pronto las notas de una música distante, que escuchó atentamente. No tardó en comprobar que se trataba del instrumento que había oído anteriormente a medianoche. Se levantó y se acercó sin ruido hasta el ventanal, en el que los sonidos le parecieron llegar de una habitación del piso inferior.
A los pocos momentos, la suave melodía se vio acompañada por una voz tan llena de tristeza que era evidente que no cantaba pesares imaginarios. Tuvo la impresión de que aquel tono dulce y peculiar lo había oído en alguna parte anteriormente; sin embargo, esto no era producto de su fantasía, sino un recuerdo lejano. Se mantuvo en su mente, en medio de la angustia de sus sufrimientos presentes, como una música celestial, que la conmovía y la animaba:
—«Grata como las galas de la primavera, que suspiran en el oído del cazador, cuando se despierta de sus sueños alegres, y ha oído la música de los espíritus de la colina».
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Pero su emoción casi no puede ser imaginada, cuando oyó, con el gusto y la sencillez del verdadero sentimiento, una de las arias populares de su provincia natal, que con frecuencia había escuchado llena de satisfacción cuando era niña y que había oído cantar a su padre. Ante aquella canción tan conocida que nunca hasta entonces había oído fuera de su país, su corazón se conmovió, mientras volvían los recuerdos de tiempos pasados. Las escenas tranquilas, agradables de Gascuña, la ternura y la bondad de sus padres, el sabor y la sencillez de su vida anterior, todo, se mezcló en su fantasía y formó un cuadro tan dulce y brillante, tan sorprendentemente distinto de las escenas, de los personajes y de los peligros que la rodeaban, que su ánimo no pudo soportarlo y se vio vencida por lo agudo de sus sufrimientos.
Suspiraba profunda y convulsivamente. No podía seguir escuchando aquella melodía que en otro tiempo había despertado su tranquilidad, y se retiró de la ventana hacia la parte más alejada de la habitación. Pero no estaba allí fuera del alcance de la música; oyó que cambiaba el compás y el aria siguiente la atrajo de nuevo a la ventana, porque inmediatamente recordó que era la misma que había oído en el pabellón de pesca de Gascuña. Debido tal vez al misterio que acompañó entonces aquella melodía, hizo tan profunda impresión en su memoria que desde entonces nunca la había olvidado. El estilo en que era interpretada la convenció, a pesar de lo remotas que aparecían las circunstancias, que se trataba de la misma voz que oyó entonces. La sorpresa se impuso a cualquier otra emoción; un pensamiento surgió en su mente como un relámpago, que le descubrió una cadena de esperanzas que revivió todos sus ánimos. Sin embargo, estas esperanzas eran tan nuevas, tan inesperadas, tan sorprendentes, que no se atrevió a confiar en ellas, aunque no se decidió a rechazarlas. Se sentó junto a la ventana, sin respiración, y dominada por emociones sucesivas de esperanza y miedo; después se levantó, asomándose de modo que pudiera oír algún sonido más próximo, escuchando, dudando un momento y creyendo al siguiente, y con suavidad, pronunció el nombre de Valancourt, cayendo a continuación en su silla. Sí, era posible, Valancourt podía estar cerca de ella, y recordó las circunstancias que la inducían a creer que era su voz la que acababa de escuchar. Recordó que él había dicho más de una vez que el pabellón de pesca, en el que había oído anteriormente esa voz y esa música, y en el que había escritos sonetos dirigidos a ella, había sido su zona favorita antes de conocerla; allí, además, se había encontrado inesperadamente con él por primera vez. De todo ello parecía más que probable que fuera el músico de los versos que habían expresado una admiración tan tierna; ¿quién podría ser, si no? Entonces no pudo asegurar que él fuera el autor, pero, desde su relación con Valancourt, cada vez que él había mencionado el pabellón de pesca como un lugar que conocía, no había tenido escrúpulos en creer que así era.
Mientras meditaba en todas estas consideraciones, la alegría, el miedo y la ternura se mezclaron en su corazón. Se inclinó de nuevo por la ventana para percibir los sonidos que pudieran confirmar o destruir su esperanza, aunque no recordaba haberle oído cantar; pero la voz y el instrumento callaron.
Consideró por un momento si debía aventurarse a hablar. Después, decidida a no mencionar su nombre y sin embargo demasiado interesada como para desaprovechar la oportunidad de preguntar, dijo desde la ventana: «¿Es esa canción de Gascuña?» Su atención ansiosa no se vio animada por réplica alguna; todo permaneció en silencio. Su impaciencia aumentó con el miedo y repitió la pregunta; pero de nuevo no se oyó sonido alguno, excepto los murmullos del viento por las fortificaciones, y trató de consolarse con la idea de que el desconocido, quienquiera que fuera, se habría retirado antes de que ella hablara, hasta quedar fuera del alcance de su voz, puesto que parecía evidente que si Valancourt la hubiera oído y reconocido habría replicado de inmediato. Sin embargo, consideró que un motivo de prudencia y no una retirada accidental, podría haber ocasionado su silencio, pero el impulso que la llevó a esta reflexión cambió de pronto su esperanza y su alegría en terror y desolación; porque si Valancourt estaba en el castillo, era muy probable que fuera prisionero, capturado con alguno de sus compatriotas, muchos de los cuales estaban por entonces envueltos en las guerras de Italia, o que hubiera sido interceptado en algún intento de llegar a ella. De haber reconocido la voz de Emily, habría temido en aquellas circunstancias atreverse a contestar en presencia de los hombres que le custodiaban.
Lo que había esperado tan ansiosamente la atemorizaba ahora; le atemorizaba saber que Valancourt estuviera cerca de ella; y mientras estaba ansiosa por liberarse de las dudas respecto a su seguridad, no tenía conciencia de que la esperanza de verle pronto se debatía con el miedo.
Se quedó escuchando en la ventana hasta que empezó a refrescar, y una de las altas montañas del este se iluminó con la mañana. Cuando, conmovida por la ansiedad, se retiró a su cama, descubrió que le era imposible dormir, porque la alegría, la ternura, la duda y los temores la asaltaron durante toda la noche. En ocasiones se levantó y abrió la ventana para escuchar; momentos después paseaba por la habitación con pasos impacientes para, al final, volver a apoyar la cabeza en la almohada. Nunca le había parecido que las horas avanzaran tan pesadamente como las de aquella noche inquieta, tras la cual confió en que apareciera Annette y concluyera su estado de torturante inquietud.
...si pudiéramos oír la recogida del rebaño guardado en su vallado aprisco, o el sonido del caramillo pastoril con interrupciones de flauta, o la llamada del albergue, o el gallo del pueblo valorando en la vigilia de la noche sus emplumadas damas, sería algún alivio, alguna pequeña animación en este cerrado calabozo de innumerables cepos. MILTON |
P
or la mañana, Emily se liberó de sus temores gracias a Annette, que acudió muy temprano. «Ocurrieron cosas importantes en el castillo anoche, mademoiselle —dijo nada más entrar en la habitación—, ¡cosas importantes de verdad! ¿No os asustasteis, mademoiselle, al no verme?»
—Me preocupé por ambas, por ti y por mí —replicó Emily—. ¿Qué te impidió venir?
—Se lo dije, pero no me hizo caso. No fue culpa mía, mademoiselle, ya que no pude salir. Ese pícaro de Ludovico me encerró de nuevo.
—¡Te encerró! —dijo Emily con desagrado—. ¿Por qué permites que Ludovico te encierre?
—¡Cielo Santo! —exclamó Annette—. ¡Qué puedo hacer! ¿Si echa la llave a la puerta, mademoiselle, y se la lleva, cómo puedo salir a menos que salte por la ventana? No me importaría si los ventanales no estuvieran tan altos; ya es difícil subirse a ellos desde dentro, y desde luego supongo que se puede uno romper la cabeza si se cae. Pero, ¡vaya barullo que hubo anoche en el castillo!, algo debéis haber oído de ello.