Read Los misterios de Udolfo Online
Authors: Ann Radcliffe
Se vio al fin libre del sueño que la había transportado con la confusión de voces distantes, y el ruido que le parecía llegar, en el viento, desde los patios. Una esperanza repentina de que se acercaba algo mejor.se adueñó de su mente, hasta que recordó las tropas que había observado desde la ventana y dedujo que se trataba del grupo que Annette había dicho que esperaban que llegara a Udolfo.
Poco después oyó las voces por los vestíbulos y el ruido de los cascos de los caballos que se alejaban con el viento; a continuación, el silencio. Emily escuchó ansiosa por si oía los pasos de Annette en el corredor, pero la pausa de total tranquilidad continuó, hasta que de nuevo el castillo se vio lleno de tumulto y confusión. Oyó los ecos de muchas pisadas, que cruzaban en todas direcciones los vestíbulos y los corredores inferiores y, a continuación, fuertes voces en la muralla. Corrió hacia la ventana, viendo que Montoni estaba con varios oficiales apoyados en el muro, señalándoles algo, mientras varios soldados permanecían en el extremo más alejado alrededor de un cañón. Continuó observándolos, sin advertir el paso del tiempo.
Finalmente llegó Annette, pero sin información alguna sobre Valancourt.
—Mademoiselle —dijo—, todo el mundo pretende no saber nada de los prisioneros. ¡Pero hay algo oculto en este asunto! El resto del grupo acaba de llegar. Venían como escapados, como si se hubieran roto la cabeza. Era difícil saber quién iba a llegar antes al portón, si ellos o sus caballos. Y han traído noticias terribles. Dicen que un grupo enemigo, como ellos lo llaman, viene hacia el castillo. ¡Así que tendremos a todos los oficiales de la justicia! Todos esos hombres de mal aspecto que solíamos ver en Venecia.
—¡Gracias a Dios! —exclamó Emily, fervorosamente—, ¡aún me queda una esperanza!
—¿Qué queréis decir, mademoiselle? ¿Deseáis caer en las manos de esos hombres de tan terrible aspecto? Solía temblar cuando me encontraba con ellos, y no habría supuesto lo que eran si Ludovico no me lo hubiera dicho.
—No podemos estar en peores manos que ahora —replicó Emily, sin reservas—. ¿Por qué supones que son oficiales de la justicia?
—Porque nuestras gentes están temerosas e inquietas, y no conozco otro miedo para ellos que el de la justicia, para que se alteren de ese modo. Antes pensaba que no había nada en el mundo que pudiera asustarlos, como no fuera un fantasma o algo así; pero ahora algunos de ellos se están escondiendo en los sótanos del castillo. No debéis decir nada de esto al signor, mademoiselle. He oído a dos de ellos hablando. ¡Virgen Santa! ¿Por qué estáis tan triste, mademoiselle? ¡No habéis oído lo que he dicho!
—Sí, te he oído, Annette, puedes continuar.
—Verá, mademoiselle, todo el castillo está revuelto. Algunos hombres cargan los cañones y otros examinan las grandes puertas de entrada y los muros, y están martillando y reparando, como si no lo hubieran hecho hace poco. ¿Qué será de mí y de vos, mademoiselle, y de Ludovico? ¡Oh! ¡Cuando oiga el ruido del cañón me moriré de miedo! ¡Si pudiera pescar un poquito abierta, aunque sólo fuera por un minuto, la gran puerta de entrada! ¡Me compensaría por haberme tenido encerrada tras estos muros durante tanto tiempo!, y no me volverían a ver.
Emily prestó atención a las últimas palabras de Annette. «¡Oh! ¡Si pudiera encontrarla abierta, sólo un momento! —exclamó—, ¡mi paz estaría a salvo!» El profundo gemido que lanzó y el desvarío de su mirada, aterrorizaron a Annette más que sus palabras. Trató que Emily le explicara el sentido que les había dado, y de pronto se le ocurrió que Ludovico podía prestarles un gran servicio si surgía la posibilidad de escapar, tras lo cual le repitió en resumen lo que había sucedido entre Montoni y ella, pero suplicándole que no se lo contara a nadie excepto a Ludovico.
—Tal vez esté en su mano —añadió— la posibilidad de nuestra huida. Ve a buscarle, Annette, dile a lo que tengo que enfrentarme y lo que ya he sufrido; pero pídele que guarde el secreto y que no pierda tiempo alguno para intentar liberamos. Si está dispuesto a hacerlo será ampliamente recompensado. No puedo hablar con él yo misma porque podríamos ser vistos y tomarían todas las medidas para prevenir nuestra huida. Sé rápida, Annette, y, por encima de todo, discreta. Esperaré tu regreso en esta habitación.
La muchacha, cuyo corazón sencillo se había conmovido por lo que le había contado, estaba tan decidida a obedecer como Emily a servirse de ella y salió de inmediato de la habitación.
La sorpresa de Emily aumentó al reflexionar sobre los comentarios de Annette. «¡Pobre de mí! —dijo—, ¿qué pueden hacer los oficiales de justicia contra un castillo armado? No debe tratarse de eso». Tras seguir pensando en el asunto, concluyó que, tras el recorrido hecho por las bandas de Montoni por los alrededores, los habitantes se habrían levantado en armas y vendrían con los oficiales de Policía y un grupo de soldados a entrar en el castillo. «Pero ellos no saben —pensó—, que se trata de una fortaleza, ni-el número de hombres armados que lo defienden. ¡Excepto que pueda escaparme, no me queda esperanza alguna!»
Montoni, aunque no fuera exactamente lo que Emily sospechaba de él, un capitán de bandidos, había utilizado sus tropas en hazañas no menos atrevidas o menos atroces de las que habrían llevado a cabo si lo fueran. No sólo se habían dedicado al pillaje, en todas las oportunidades que encontraron con viajeros indefensos, sino que habían atacado y saqueado las mansiones de varias personas, situadas en zonas solitarias de las montañas, que carecían totalmente de preparación para resistir. En estas expediciones los comandantes del grupo no aparecieron, y los hombres, parcialmente disfrazados, habían sido confundidos en ocasiones con ladrones comunes, y en otras por bandas de enemigos extranjeros que invadían el país en aquel período. Pero, aunque ya habían expoliado varias mansiones y traído considerables tesoros, sólo se habían aventurado a acercarse a un castillo, en un ataque en el que fueron asistidos por otras tropas de su propia calaña; sin embargo, fueron violentamente rechazados y perseguidos por algunos enemigos extranjeros que habían firmado una alianza con los atacados. Las tropas de Montoni huyeron precipitadamente hacía Udolfo, pero eran perseguidos tan de cerca por las montañas que, cuando alcanzaron una de las alturas en la vecindad del castillo y miraron hacia atrás por el camino, comprobaron que el enemigo avanzaba por las escarpaduras inferiores, y a no más de una legua de distancia. Ante este descubrimiento, avanzaron con mayor rapidez para que Montoni se preparara, y había sido su llegada lo que motivó la confusión y el tumulto que reinaban en el castillo.
Mientras Emily esperaba ansiosamente alguna información, vio desde su ventana un cuerpo de tropa que se acercaba por las alturas vecinas; y, aunque Annette había estado ausente muy poco tiempo y tenía una misión difícil y peligrosa que cumplir, su impaciencia por recibir noticias se hizo especialmente dolorosa: escuchó, abrió la puerta y salió varias veces al pasillo para encontrarse con ella.
Finalmente oyó pasos que se acercaban a su habitación y, al abrir la puerta, vio, no a Annette, ¡sino al viejo criado Cario! Nuevos miedos asaltaron su mente. Le dijo que venía por orden del signor, que le había mandado informarla de que debía prepararse inmediatamente para salir de Udolfo, ya que el castillo estaba a punto de ser sitiado y que ya se habían preparado unas mulas, con sus guías, para llevarla a un lugar seguro.
—¡Un lugar seguro! —exclamó Emily, pensativa—. ¿Entonces el signor tiene tanta consideración conmigo?
Cario bajó la vista y no contestó. Mil emociones opuestas conmovieron a Emily sucesivamente, según escuchaba a Cario; las de la alegría, el dolor, la desesperanza y los temores, aparecieron y desaparecieron de su mente con la velocidad del rayo. En un momento, le parecía imposible que Montoni hubiera tomado aquella decisión únicamente para preservarla de los peligros; y así era muy raro que la enviara fuera del castillo, que sólo podría atribuir a su decisión de ejecutar algún nuevo acto de venganza, con los que ya le había amenazado. Al momento siguiente parecía tan deseable abandonar el castillo, bajo cualquier circunstancia, que no podía evitar complacerse ante la idea, creyendo que el cambio sería para mejor, hasta que recordó la probabilidad de que Valancourt estuviera allí detenido, momento en el que se vio dominada por la pena y la desesperación, y deseó más fervientemente que antes que no fuera su voz la que había oído.
Carlo le recordó que no tenía tiempo que perder, ya que el enemigo estaba casi a las puertas del castillo. Emily le suplicó que le dijera adónde iría; y, tras algunas dudas, dijo que había recibido órdenes de no comentárselo; pero ante su insistencia, replicó que creía que la llevarían a la Toscana.
—¡A Toscana! —exclamó Emily—, ¿y por qué allí?
Carlo contestó que no sabía nada más, que iba a ser hospedada en una casa en la frontera de Toscana, al pie de los Apeninos.
—No hay más de un día de camino —dijo.
Emily le despidió y con manos temblorosas preparó un pequeño paquete con sus cosas. Mientras lo preparaba, Annette regresó.
—¡Oh, mademoiselle! —dijo—. ¡No se puede hacer nada! Ludovico dice que el nuevo portero es aún más celoso que Bamardine, y que nos sería más fácil lanzamos al encuentro de un dragón que al suyo. Ludovico está tan desesperado como vos en su preocupación por mí, dice, ¡y estoy segura de que no viviré lo suficiente para oír el cañón disparar dos veces!
Comenzó a llorar, pero reanimada al oír lo que acababa de ocurrir, suplicó a Emily que la llevara con ella.
—Lo haré de muy buena gana —replicó Emily— si el signor Montoni lo permite.
Annette no contestó, pero corrió fuera de la habitación en busca de Montoni, que estaba en la terraza, rodeado por sus oficiales, cuando inició su petición. Agriamente le hizo una señal para que regresara al interior del castillo y rehusó absolutamente su solicitud. Sin embargo, Annette insistió no sólo pidiéndolo para ella sino para Ludovico; y Montoni tuvo que ordenar a algunos de sus hombres que la retiraran de su presencia, antes de que ella lo hiciera.
En la agonía de la desesperación regresó junto a Emily, que dedujo malas consecuencias para ella de aquella negativa, y quien, poco después, recibió el recado de acudir al gran patio, donde las mulas, con los que habían de conducirla, esperaban. Emily trató en vano de consolar a la llorosa Annette, que insistía en decir que no volvería a ver de nuevo a su querida señorita. Un temor, que su señora pensó secretamente que estaba demasiado justificado, pero que trató de ocultar, mientras, con aparente tranquilidad, se despidió de su afectuosa sirviente. Sin embargo, Annette la siguió hasta el patio, que estaba lleno de gente muy ocupada en los preparativos para recibir al enemigo, y, tras haberla visto montar en la mula y emprender la marcha con sus acompañantes, cruzando la entrada, regresó al castillo y lloró de nuevo.
Emily, mientras tanto, según volvía la vista hacia el castillo, que ya no tenía el silencio que advirtió cuando entró en él por primera vez, sino que se conmovía con los ruidos de la preparación para su defensa, así como se veía lleno de soldados y trabajadores, corriendo de una parte a otra; y, cuando cruzó una vez más bajo el enorme cerco de la puerta, que anteriormente la había conmovido con terror y desmayo, y mirando a su alrededor, vio que ya no había muros que limitaran sus pasos, y sintió, pese a que era una anticipación, la inesperada alegría de un prisionero que se encuentra de pronto en libertad. Esta emoción no la dejó pensar imparcialmente en los peligros que la esperaban en el exterior; en las montañas infestadas de partidas hostiles, que aprovechaban cualquier oportunidad para el saqueo; y en un viaje iniciado con unos hombres cuyos rostros no hablaban ciertamente en favor de su intención. En aquel momento, sólo pudo alegrarse de que se había liberado de aquellos muros, tras los que había entrado con tan desesperados presentimientos; y, al recordar las supersticiones que se apoderaron entonces de ella, no pudo evitar una sonrisa por la impresión que habían causado en su mente.
Según miraba, con estas emociones, hacia los torreones del castillo, que se elevaba por encima de los árboles entre los que estaría el desconocido que creía que estaba confinado allí, regresó a su mente la ansiedad y el temor de que pudiera tratarse de Valancourt, lo que empañó su alegría. Pensó de nuevo en todas las circunstancias relacionadas con esa persona desconocida desde la noche en que le oyó por primera vez interpretar la canción de su provincia natal; circunstancia que había recordado y comparado tantas veces antes, y que seguía haciéndole creer que Valancourt estaba prisionero en Udolfo. Era posible, sin embargo, que los hombres que la custodiaban pudieran facilitarle alguna información sobre el asunto; pero, temiendo preguntarles inmediatamente, más aún pensando en que ninguno querría informar de nada en presencia de los otros, decidió esperar una oportunidad para hablar con ellos por separado.
Poco después, el sonido de una trompeta les llegó desde la distancia; los guías se detuvieron y miraron hacia la zona de donde había surgido el sonido, pero la espesura de los bosques que les rodeaban impedía la visión de lo que había más allá. Uno de los hombres avanzó hasta un punto más elevado, que permitía una vista más extensa, para observar lo cerca que estaba el enemigo, que suponía era de donde había partido el sonido de la trompeta. El otro se quedó con Emily, al que hizo algunas preguntas relacionadas con el desconocido de Udolfo. Ugo, porque éste era su nombre, dijo que había varios prisioneros en el castillo, pero que no recordaba quiénes eran ni podía precisar en qué momento fueron llevados allí, por lo que no podía darle información alguna. Había en su tono un cierto segundo sentido al hablar que hacía probable que no habría correspondido a sus preguntas aunque hubiera podido.
Al preguntarle qué prisioneros habían sido conducidos allí lo más próximo a la fecha en que oyó la música por primera vez, le contestó:
—Toda aquella semana estuve con un grupo, por las montañas, y no sé nada de lo que pasó en el castillo. Ya teníamos bastante trabajo entre manos.
El otro hombre, Bertrand, regresó y Emily dejó de preguntar. Cuando contó a su compañero lo que había visto, avanzaron en profundo silencio; mientras, Emily vio de cuando en cuando, entre los claros del bosque, aspectos parciales del castillo, las torres del oeste, cuyas almenas estaban llenas de arqueros, y las murallas por debajo, donde los soldados corrían de una parte a otra o se ocupaban de preparar el cañón.