Read Los misterios de Udolfo Online
Authors: Ann Radcliffe
El temor de lo que iba a encontrarse se hizo tan excesivo que en ocasiones amenazó sus sentidos; y, tan pronto como pensaba en ello, acudía a su mente el recuerdo de su padre desaparecido y de lo que habría sufrido si hubiera podido presentir los tremendos acontecimientos de su vida futura, y que ansiosamente había evitado la fatal confianza que le llevó a poner a su hija al cuidado de una mujer tan débil como madame Montoni. También le parecía improbable su propia situación, particularmente cuando la comparaba con el reposo y la belleza de sus primeros días, y hubo momentos en los que casi se creyó víctima de visiones atormentadas, producto de una fantasía desordenada.
Al contenerse por la presencia de sus guías en la expresión de sus terrores, su agudeza se transformó al fin en entristecida desesperanza. La visión espantosa de lo que podía esperarla al término de su viaje la hizo casi indiferente a los peligros que la rodeaban. Pudo mirar, con poca emoción, el salvaje escenario y la tristeza del camino y de las montañas, cuya silueta sólo era distinguible con un esfuerzo, detalles que la habían afectado de tal modo que habían despertado horribles visiones del futuro y sumido en su propia desesperación.
Se había puesto tan oscuro que los viajeros, que avanzaban al paso más lento posible, apenas podían ver el camino. Las nubes, que parecían cargadas con la tormenta, pasaban lentamente por el cielo, ocultando a intervalos las vigilantes estrellas, mientras las ramas de los cipreses se asomaban por la brisa sobre el valle y se volvían hacia los bosques más alejados. Emily sintió un escalofrío.
—¿Dónde está la antorcha? —dijo Ugo—, está muy oscuro.
—No tan oscuro aún —replicó Bertrand—, de momento podemos seguir el camino, y es mejor no encender la antorcha mientras podamos evitarlo, porque podrían descubrirnos si pasara cerca algún grupo enemigo.
Ugo murmuró algo que Emily no entendió y continuaron en medio de la oscuridad, mientras que casi deseó que el enemigo los descubriera, porque en el cambio cabía la esperanza y no podía imaginar una situación peor que la suya en aquel momento.
Según avanzaban lentamente se sorprendió al ver una llama que aparecía a intervalos en la punta de la pica que llevaba Bertrand, que le recordó la que había observado en la lanza del centinela, la noche que murió madame Montoni y que aquel hombre le dijo que era un augurio. El hecho pareció justificar la afirmación, y una impresión supersticiosa que quedaba en la imaginación de Emily que confirmaba el que apareciera en aquel momento. Pensó que se trataba de un augurio de su propio destino, y vigiló cómo, sucesivamente, aparecía y desaparecía, en un conmovido silencio que fue interrumpido por Bertrand.
—Encendamos la antorcha —dijo— y busquemos cobijo en el bosque; se acerca la tormenta, mira mi lanza.
La extendió hacia delante, con la llama luciendo en la punta.
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—Vamos —dijo Ugo—, tú no serás uno de ésos que cree en augurios: hemos dejado en el castillo a algunos cobardes que se pondrían pálidos al verlo. Por mi parte lo he comprobado tantas veces que sé que es sólo un augurio de tormenta y la tenemos aquí. Las nubes ya empiezan con los relámpagos.
Emily se consoló con esta conversación de algunos de los terrores de la superstición, pero aumentaron los de la razón, cuando, esperando mientras Ugo buscaba una piedra para hacer fuego, vio los relámpagos sobre el bosque en el que iban a entrar, que iluminaron los duros rostros de sus acompañantes. Ugo no conseguía encontrar una piedra y Bertrand se impacientó porque los truenos sonaban con mayor fuerza en la distancia y los relámpagos se hacían más frecuentes. A veces, ponían al descubierto los accesos más próximos del bosque o descubrían alguna abertura en sus copas, iluminando el suelo con esplendor, ya que el espeso follaje de los árboles mantenía el resto envuelto en profundas sombras.
Ugo encontró finalmente una piedra y encendieron la antorcha. Los hombres desmontaron y, tras ayudar a Emily, condujeron las mulas hacia el bosque que bordeaba el valle por la izquierda, que se interrumpía con trozos de troncos y plantas salvajes que la obligaban a andar en círculos para evitarlos.
No podía aproximarse al bosque sin experimentar un sentido más claro de su peligro. El profundo silencio, excepto cuando el viento se movía entre las ramas, las sombras impenetrables iluminadas parcialmente por los resplandores repentinos y el rayo rojo de la antorcha, que servía únicamente para hacer «visible la oscuridad», eran circunstancias que contribuían a renovar sus más terribles temores. También pensó, en aquel momento, que los rostros de sus conductores mostraban su fiereza más que de costumbre, mezclada con una exaltación que parecían intentar disimular. Acudió a su mente la idea de que la llevaban hacia el bosque para completar la decisión de Montoni con su asesinato. La terrible sugestión hizo brotar un gemido desde el fondo de su corazón que sorprendió a sus acompañantes, que se volvieron rápidos hacia ella, y les preguntó por qué la llevaban allí, tratando de convencerles de que continuaran su camino por el valle que le parecía menos peligroso que el bosque, ante la tormenta.
—No —dijo Bertrand—, sabemos muy bien dónde está el peligro. Ved cómo se abren las nubes por encima de nosotros. Además podemos deslizaos bajo los árboles sin correr el azar de ser vistos, si es que algún enemigo cruza por aquí. Por San Pedro y todos los Santos, tengo tanto valor como el que más, como muchos pobres diablos podrían asegurar si siguieran vivos, pero ¿qué podríamos hacer contra una tropa?
—¿De qué estás hablando? —dijo Ugo enfadado—, ¿quién tiene miedo a una tropa? Deja que vengan, aunque sean tantos como los que cabrían en el castillo del signor. Les demostraría lo que es luchar. A ti te dejaría en un escondite seguro y seco desde donde pudieras mirar y verme en medio de la lucha. ¿Quién habla de miedo?
Bertrand replicó, con un tremendo juramento, que no le gustaban esas bromas, y se enredaron en una violenta disputa, que fue silenciada finalmente por el trueno, cuya profunda voz se oyó venir de lejos, rodando hasta que estalló sobre sus cabezas con ruidos que parecían sacudir la tierra hasta su centro. Los rufianes se detuvieron y se miraron. Entre los grupos de árboles, los relámpagos se extendían e iluminaban el suelo y Emily miró hacia las montañas que parecían cubiertas de llamas lívidas. En aquel momento sintió, tal vez, menos miedo de la tormenta que de sus acompañantes, porque otros temores ocuparon su imaginación.
Los hombres descansaron bajo un enorme castaño y clavaron sus picas en el suelo, a cierta distancia, por sus extremos de hierro, en los que Emily observó repetidas veces la luz, y los volvieron hacia la tierra.
—¡Me gustaría estar en el castillo del signor! —dijo Bertrand—, no sé por qué nos ha enviado a este asunto. ¡Silencio! ¡Cómo suena esto por allá arriba! Casi estoy dispuesto a hacer de sacerdote y rezar. Ugo, ¿tienes un rosario?
—No —replicó Ugo—, dejo a los cobardes como tú que lleven rosarios. Yo llevo la espada.
—¡Te debe servir de mucho para luchar con la tormenta! —dijo Bertrand.
Un nuevo trueno, que reverberó con tremendos ecos por las montañas, los silenció durante un momento. Según se alejaba, Ugo propuso que siguieran.
—Estamos perdiendo el tiempo —dijo—, las ramas espesas de los árboles nos cobijarán igual que este castaño.
Emprendieron de nuevo el camino conduciendo las mulas entre los árboles y avanzando entre la hierba que ocultaba sus raíces llenas de nudos. El viento, cada vez más fuerte, competía con el trueno, pasando con furia entre las ramas y haciendo más brillante la llama roja de la antorcha, que lanzaba una luz más intensa por el bosque y les mostraba los lugares en que podían esconderse los lobos de los que Ugo había hablado antes.
La fuerza del viento pareció alejar la tormenta, y los truenos empezaron a oírse en la distancia hasta desaparecer. Tras avanzar entre los árboles durante casi una hora, en la que los elementos de la naturaleza habían vuelto al reposo, los viajeros, ascendiendo gradualmente se encontraron en un lado abierto de la montaña, con un ancho valle, extendiéndose a la luz de la luna, a sus pies, y por encima, el cielo azul con las finas nubes que quedaban tras la tormenta y que se perdían en el límite del horizonte.
Al salir del bosque, el ánimo de Emily comenzó a revivir porque consideró que si aquellos hombres habían recibido la orden de destruirla, habrían ejecutado su bárbaro propósito en aquella solitaria zona de la que acababan de salir, en la que su acto habría quedado oculto al ojo humano, consolándose con estas reflexiones y por el tranquilo comportamiento de sus guías. Emily, según procedían silenciosamente por una especie de cañada que se extendía por la falda del bosque, que ascendía por la derecha, no pudo ignorar la belleza dormida del valle al que se dirigían, sin una sensación momentánea de satisfacción. Su variedad con bosques y pastos se veía rodeada por el norte y el este por el anfiteatro de los Apeninos, cuya silueta en el horizonte parecía rota por variadas y elegantes formas. Hacia el oeste y el sur, el paisaje se extendía hacia la Toscana.
—Allí está el mar —dijo Bertrand, como si supiera que Emily estaba contemplando el paisaje—, allí hacia el oeste, aunque no podamos verlo.
Emily percibió de inmediato el cambio climático del salvaje y montañoso que había dejado y, según continuaban el descenso, el aire se perfumó con el aroma de miles de flores entre la hierba, despierto por la reciente lluvia. Era tal la belleza del paisaje que la rodeaba y tan en contraste con la triste grandeza del que había servido para tenerla confinada y las actitudes de las gentes que se movían en él, que casi tuvo la impresión de verse de nuevo en La Vallée y se preguntó por qué Montoni la había enviado allí apenas sin creerse que hubiera elegido un lugar tan encantador para un cruel destino. Sin embargo, era probable que no fuera el lugar, sino las personas que lo habitaban, a las que hubieran encomendado la ejecución sin riesgo de sus planes, cualesquiera que fuesen, lo que había determinado su elección.
Se aventuró de nuevo a preguntar si ya se encontraban cerca de su destino y Ugo le dijo que no les quedaba mucho camino.
—Sólo el bosque de castaños en el valle, allí, por el río, que reluce a la luz de la luna; me gustaría poder descansar con un poco de buen vino y una loncha de jamón de Toscana.
El ánimo de Emily se reanimó al saber que el viaje estaba a punto de concluir y miró el bosque de castaños en una apertura del valle, a la orilla de una corriente.
En poco tiempo alcanzaron la entrada en el bosque y percibió, entre las hojas, una luz en la ventana de una casa de campo en la distancia. Continuaron su camino por la orilla del río, donde estaban los árboles, que tapaban los rayos de luna, pero a lo largo del sendero, la luz, desde la casa de campo, iluminaba la corriente. Bertrand se apeó primero y Emily le oyó llamar a la puerta. Cuando ella se acercaba, la pequeña ventana superior, donde habían visto la luz, fue abierta por un hombre, que, tras preguntar qué era lo que querían, descendió inmediatamente y les hizo pasar a un interior limpio y rústico, y llamó a su mujer para que dispusiera un refrigerio para los viajeros. Según aquel hombre hablaba en un aparte con Bertrand, Emily le contempló ansiosamente. Era un campesino alto, pero no robusto, de complexión media, con mirada algo inquisitiva. Su rostro no era de ésos que permiten ganarse la confianza de los jóvenes, y no había nada en su actitud que pudiera tranquilizar a un desconocido.
Ugo reclamó impaciente la cena en un tono que confirmaba que su autoridad era incuestionable.
—Les esperaba hace una hora —dijo el campesino—, ya que había recibido una carta del signor Montoni diciendo que estaríais aquí hace tres horas. Mi mujer y yo renunciamos a esperaros y nos fuimos a la cama. ¿Cómo habéis escapado de la tormenta?
—Bastante mal —replicó Ugo—, bastante mal, y vais a lograr que todo vaya también bastante mal aquí, a menos que os deis más prisa. Dadnos más vino y dejadnos ver lo que tenéis para comer.
Los campesinos situaron todo en una mesa delante de ellos; lo que su casa podía aportar, jamón, vino, higos y uvas de un tamaño y sabor que Emily había probado raramente.
Después de tomar la cena, Emily fue conducida por la mujer del campesino a una pequeña alcoba, donde le hizo algunas preguntas relativas a Montoni, a las que la mujer, que se llamaba Dorina, contestó con reserva, pretendiendo ignorar las pretensiones de su
Excellenza
al enviarla allí, pero reconociendo que s u marido había recibido un premio por ello. Dándose cuenta de que no podría obtener información alguna referente a su destino, Emily despidió a Dorina y se retiró a descansar; pero todas las escenas del pasado y las que imaginaba sobre su futuro se agolparon en su mente inquieta y conspiraron con los sentidos impidiéndole dormir.
No había nada alrededor salvo impresiones de reposo, alamedas de sueño confortante, y, en medio, serenos prados, y lechos de flores que buscan influencias somnolientas en el aroma de las amapolas, y riberas de grato verdor, donde nunca habían visto pasar a criatura alguna. Entretanto, juegan innumerables riachuelos, brillantes, y arrojan a todas partes su resplandor de agua, que, al repiquetear, bajo el sol del cielo raso, aunque en calma, producen un moderado murmullo. THOMSON |
C
uando Emily abrió la ventana a la mañana siguiente se sorprendió al observar la belleza que la rodeaba. La casa estaba dentro del bosque, formado fundamentalmente por castaños, mezclados con algunos cipreses, alerces y falsos plátanos. Bajo las ramas oscuras y extendidas aparecían, hacia el norte y hacia el este, los Apeninos, alzándose en anfiteatro lleno de majestad, no oscurecidos por los pinos, como estaba acostumbrada a verlos, sino sus más lejanas cumbres cubiertas con espesas florestas de castaños, robles y otros árboles, animados ahora con los ricos tonos del otoño, y que descendían hasta el valle ininterrumpidamente, salvo cuando algún promontorio rocoso surgía de entre las ramas y captaba los rayos del sol. Los viñedos se extendían a lo largo de las laderas de la montaña, donde las elegantes villas de los nobles toscanos adornaban con frecuencia el paisaje, rodeadas con las plantaciones de olivos, naranjos y limoneros. La llanura, sobre la que se inclinaban, estaba coloreada con los ricos tonos de los cultivos, cuyos contrastes se mezclaban en armonía bajo el sol italiano. Parras, con sus racimos de color púrpura brillando entre las ramas, colgaban en festones espectaculares desde las ramas de las higueras y de los cerezos, mientras los pastos, de un color que Emily había visto en muy pocas ocasiones en Italia, enriquecían las riberas de una corriente de agua que, tras descender desde las montañas, se extendía por el paisaje, reflejándolo, en su camino hacia el mar. Allí, en el oeste lejano, las aguas, juntándose con el cielo, ofrecían un tono púrpura desvanecido, y la línea de separación entre ellos se hacía a veces discernible por el movimiento de algún barco, iluminado por el sol, que avanzaba por el horizonte.