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Authors: Ann Radcliffe

Los misterios de Udolfo (57 page)

BOOK: Los misterios de Udolfo
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Pasaba el tiempo y Bamardine no aparecía. Emily, cada vez más inquieta, dudó si debía seguir esperando. Habría enviado a Annette al portal para meterle prisa, pero temía quedarse sola, porque la oscuridad era casi completa y una franja roja que seguía luciendo por el oeste era el único vestigio del día que terminaba. El fuerte interés que le había despertado el mensaje de Bamardine se sobrepuso a sus temores y siguió deteniéndola.

Cuando comentaba con Annette lo que pudiera haber ocasionado su retraso, oyeron el ruido de una llave en la cerradura de la entrada más próxima a ellas y vieron que un hombre se acercaba. Era Bamardine, al que Emily preguntó de inmediato qué era lo que tenía que comunicarle, indicándole que lo dijera rápido.

—Porque tengo frío con este viento de la tarde —dijo.

—Debéis despedir a vuestra doncella, señora —dijo el hombre con una voz profunda que le sorprendió—, lo que tengo que deciros sólo os interesa a vos.

Emily, tras algunas dudas, indicó a Annette que se apartara a una cierta distancia.

—Ahora, amigo mío, ¿qué tenéis que decirme?

Se quedó un momento silencioso, como si estuviera meditando, y dijo:

—Esto puede costarme mi puesto, por lo menos, si llegara a los oídos del signor. Tenéis que prometerme, señora, que nada en el mundo os hará decir una sola palabra. Se me ha confiado este asunto, y si se creyera que había traicionado esa confianza, tal vez respondiera con mi vida de ello. Pero estaba preocupado por vos señora y decidí decíroslo. Hizo una pausa.

Emily le dio las gracias y le aseguró que podía confiar en su discreción, rogándole que continuara.

—Annette nos dijo lo desgraciada que os sentíais pensando en la signora Montoni y cuánto deseabais saber qué le había sucedido.

—Así es —dijo Emily—, si podéis informarme, os ruego que me contéis todo lo que sepáis, por terrible que sea, sin duda alguna. Apoyó su brazo tembloroso en el muro.

—Os puedo decir... —dijo Bamardine, y se detuvo.

Emily no tenía fuerza para animarle a continuar.

—Puedo deciros —prosiguió Bamardine—, pero...

—Pero, ¿qué? —exclamó Emily, recobrando el ánimo.

—Aquí estoy, mademoiselle —dijo Annette, que al oír el tono de las palabras de Emily acudió corriendo hacia ella.

—¡Retírate! —dijo Bamardine secamente—, no te necesitamos.

Como Emily no dijo nada, Annette se retiró.

—Os puedo decir —repitió el portero—, pero no sé, como estáis tan afectada...

—Estoy preparada para lo peor, amigo mío —dijo Emily con voz solemne y firme—, puedo soportar mejor la verdad que esta tensión.

—Bien, signora, sucede, habréis oído. Sabéis, supongo, que el signor y su señora no han estado de acuerdo. No es asunto mío preguntar por qué, pero creo que lo sabéis.

—Bien —dijo Emily—, proseguid.

—Parece que el signor ha estado muy airado contra ella últimamente. Lo he visto y oído todo, más de lo que la gente cree; pero no era asunto mío, así que no dije nada. Hace unos días, el signor me mandó llamar. «Bamardine —dijo—, eres un hombre honesto, creo que pudo confiar en ti». Aseguré a su
Excellenza
que podía hacerlo. «Entonces —dijo, si recuerdo bien—, tengo un asunto entre manos en el cual quiero que me ayudes». Entonces me dijo lo que tenía que hacer; pero no diré nada de ello, concierne únicamente a la signora.

—¡Oh, cielos! —exclamó Emily—, ¿qué habéis hecho?

Bamardine dudó y guardó silencio.

—¿Qué demonio pudo tentarle, o a vos, para tal acto? —exclamó Emily, asaltada por el terror y casi incapaz de mantener el ánimo.

—Era un demonio —dijo Bamardine en tono desesperado.

Ambos guardaron silencio. Emily no tenía valor para seguir preguntando y Bamardine parecía dudar antes de seguir hablando. Por fin dijo:

—No tiene sentido pensar en el pasado; el signor fue muy cruel, pero debió ser obedecido. ¿Qué habría significado que me negara? Habría encontrado otro que no habría tenido escrúpulos.

—¡Entonces la habéis asesinado! —dijo Emily con un hilo de voz—. ¡Estoy hablando con un asesino!

Bamardine siguió silencioso, mientras Emily se volvió y trató de marcharse.

—¡No os vayáis, señora! —dijo—, os merecéis pensar así, puesto que me creéis capaz de tal infamia.

—Si sois inocente decídmelo inmediatamente —dijo Emily con voz desmayada—, porque me temo que no podré oíros durante mucho tiempo.

—No os diré más —dijo él y se marchó.

Emily tuvo fuerzas únicamente para pedirle que se quedara y para llamar a Annette, en cuyo brazo se apoyó, caminando lentamente por la muralla, hasta que oyeron pasos tras ellas; era de nuevo Bamardine.

—Decid a la muchacha que se aleje —dijo— y os diré más.

—No tiene por qué irse —dijo Emily—, puede oír lo que tengáis que decirme.

—¿Puede oírlo, señora? —dijo—, entonces no os diré nada más —se alejaba, aunque lentamente, cuando la ansiedad de Emily superó su resentimiento y sus temores, que había despertado la conducta de aquel hombre, y le pidió que se quedara, haciendo una señal a Annette para que se retirara.

—La signora está viva —dijo—, os lo aseguro. Es mi prisionera, sin embargo. Su
Excellenza
la ha encerrado en la cámara que hay sobre las grandes puertas del patio y ha sido puesta a mi cuidado. Iba a decíroslo, que podéis verla, pero ahora...

Emily, aliviada de su tremenda angustia ante estas palabras, le pidió disculpas a Bamardine y le suplicó que le dejara visitar a su tía.

Aceptó con menos dudas de las que ella esperaba y le dijo que si a la noche siguiente, cuando el signor se hubiera retirado a descansar, se acercaba a la puerta trasera del castillo, tal vez podría ver a madame Montoni.

En medio del enorme agradecimiento que Emily sintió por esta concesión, le pareció observar un triunfo malicioso en su reacción, cuando pronunció las últimas palabras; pero, un momento más tarde, rechazó la idea, y tras darle las gracias de nuevo, le recomendó a su tía a su piedad, asegurándole que le premiaría por ello. Después le aseguró que sería puntual en su cita, le dio las buenas noches y se retiró sin ser vista a su habitación. Pasó bastante tiempo antes de que la alegría que le había ocasionado la información de Barnardine le permitiera a Emily pensar con claridad o ser consciente de los peligros reales que seguían amenazando a madame Montoni y a ella misma. Cuando su agitación cedió, comprendió que su tía seguía siendo la prisionera de un hombre a cuya venganza o avaricia podría ser sacrificada. Cuando consideró además el aspecto salvaje de la persona que había sido elegida para custodiar a madame Montoni, desapareció su animación, porque el rostro de Bamardine parecía llevar el sello de un asesino; y, cuando le miró, se sintió inclinada a creer que no había empeño, por negro que fuera, que no habría estado dispuesto a ejecutar. Estas reflexiones le trajeron a la memoria el tono de voz en el que había prometido lograr que pudiera ver a su prisionera, y durante largo rato estuvo inquieta y llena de dudas. En algún momento desconfió de si debía ponerse en. sus manos a la hora tan solitaria en que había establecido la cita; y una vez, sólo una vez, no pudo evitar el pensar que tal vez madame Montoni ya hubiera sido asesinada, y que aquel rufián había sido el encargado de ocultarla en algún lugar secreto, en el que su vida también sería sacrificada a la avaricia de Montoni, que entonces podría reclamar para él sin oposición las propiedades en el Languedoc. La consideración de la terrible enormidad que supondría aquello la liberó en parte de su creencia de que fuera probable, pero no de las dudas y temores que le había ocasionado el recuerdo de la actitud de Bamardine. De estos temas, sus pensamientos pasaron finalmente a otros; y, según avanzaba la tarde, recordó, con algo más que sorpresa, la música que había oído la noche anterior y cuyo regreso esperaba con algo más que curiosidad.

Distinguió hasta muy tarde las voces distantes de Montoni y sus acompañantes, las conversaciones en voz alta, las risas disolutas y las canciones cantadas a coro, cuyo eco recorrió los pasillos. Por fin oyó cómo se cerraban las pesadas puertas del castillo, como todas las noches, y todos aquellos ruidos desaparecieron en el silencio, alterado únicamente por los leves pasos de personas que cruzaban por las galerías hacia sus lejanas habitaciones. Emily consideró que ya había llegado el momento en que había escuchado la música la noche anterior, así que despidió a Annette y abrió la ventana esperando de nuevo. El planeta, cuya presencia advirtió cuando sonó la música, aún no había asomado, pero con debilidad supersticiosa mantuvo los ojos fijos en aquella parte del hemisferio por donde tendría que aparecer, casi confiando en que, cuando lo hiciera, volverían los sonidos. Apareció, por fin, serenamente brillante sobre las torres del lado oeste del castillo. Sintió un vuelco en el corazón al comprobar que casi no tenía valor para permanecer en la ventana, y menos aún si el sonido de la música confirmaba su terror y dominaba la mínima fortaleza que aún conservaba. Poco después el reloj dio la una y, sabiendo que fue en aquel momento cuando le llegaron aquellos sonidos, se sentó en una silla, cerca de la ventana, y trató de recomponer su ánimo, pero la ansiedad de la expectación se lo impidió. No obstante, todo permanecía quieto; oyó únicamente los pasos solitarios de un centinela y el leve murmullo de los bosques, y de nuevo se apoyó en la ventana, volviendo a mirar, como buscando una comunicación, al planeta que se levantaba sobre los muros.

Emily continuó escuchando, pero no llegó música alguna. «¡Seguro que no eran sonidos mortales! —se dijo, recordando el comienzo de la melodía—. Nadie de este castillo podría haberlos logrado; y, ¿dónde está el sentimiento que podría modular tan exquisita expresión? Todos sabemos que ha sido confirmado que en ocasiones se han oído en la tierra sonidos celestiales. El padre Pierre y el padre Antoine declararon que en ocasiones los habían oído en medio de la noche, cuando estaban solos paseando y ofreciendo sus oraciones al cielo. Mi propio padre dijo una vez que, poco después de la muerte de mi madre, según estaba lleno de dolor, unos sonidos de dulzura nada . común llegaron hasta su cama y, al abrir la ventana, oyó una música extraña que llenaba el aire de medianoche. Le asustó, pero miró con confianza al cielo y encomendó su alma a Dios».

Emily se detuvo para llorar al pensaren ello: «¡Tal vez! —siguió pensando—, ¡tal vez esas músicas que he oído fueron enviadas para consolarme, para darme valor! ¡Nunca olvidaré las que oí, a esta misma hora, en el Languedoc! ¡Quizá mi padre me contempla en este momento!» Volvió a llorar conmovida. Así pasó un tiempo vigilante y en solemnes pensamientos; pero no le llegó sonido alguno y, tras permanecer en la ventana hasta que la luz del amanecer empezó a asomar por las cumbres de las montañas y a levantar las sombras de la noche, concluyó que no volvería, y se retiró llena de dudas a descansar.

VOLUMEN III
Capítulo I
Os aconsejaré dónde debéis colocaros;
os informaré con perfecto control del tiempo,
del momento justo; porque debe ser hecho esta noche.

MACBETH

E
mily se vio sorprendida al día siguiente al descubrir que Annette tenía noticia de que madame Montoni estaba confinada en la cámara que había sobre la puerta de entrada y de su preparada visita aquella misma noche. Que aquella circunstancia, que Bamardine le había pedido solemnemente que ocultara, y él mismo se la había comunicado a una oyente tan indiscreta como Annette, parecía muy improbable, a pesar de que la hubiera enviado con un mensaje relativo a la proyectada entrevista. Solicitaba que Emily se encontrara con él en la terraza, sin ir acompañada, un poco después de medianoche, y que él la conduciría al lugar que le había prometido; proposición que le hizo temblar de inmediato, ya que mil vagos temores asaltaron su mente, similares a los que la habían atormentado la noche anterior, y ante los cuales no sabía si confiar o rechazar la propuesta. Con frecuencia pensaba que Barnardine podía haberle engañado en relación a madame Montoni, cuyo asesino tal vez era él mismo, y que lo había hecho por orden de Montoni, como medio más fácil para conducirla a los designios desesperados de este último. Así, tuvo la terrible sospecha de que madame Montoni ya no vivía, acompañada de la no menos aterrorizadora sospecha por ella misma. A menos que el crimen que pudiera haber sufrido su tía hubiera sido instigado por el resentimiento y sin relación alguna con el beneficio, un motivo por el que Montoni no parecía actuar, sus objetivos no se alcanzarían hasta que la sobrina estuviera también muerta, ya que Montoni sabía que las propiedades de su esposa pasarían a ella. Emily recordó las palabras por las que fue informada de que las propiedades en discusión de Francia pasarían a su poder, si madame Montoni moría, al no haberlas consignado a su marido, y la anterior y obstinada perseverancia de ella hacía demasiado probable que hubiera logrado finalmente retenerlas. En ese momento, recordando la actitud de Barnardine en la noche anterior, creyó que no se equivocaba y que expresaba un triunfo malvado. Sintió un escalofrío al recordarlo, que confirmaba sus temores y decidió no encontrarse con él en la terraza. Poco después se inclinó a considerar estas sospechas como exageraciones extravagantes de una mente tímida e inquieta y no pudo creer que Montoni fuera capaz de una depravación tan espantosa, hasta el extremo de destruir por aquel motivo a su esposa y a su sobrina. Se culpó por tener aquella imaginación romántica que la llevaba más allá de los límites de la probabilidad y decidió tratar de controlar sus rápidas deducciones, sobre todo porque en algún momento podrían conducirle a la locura. Sin embargo, seguía temblando ante la idea de encontrarse con Bamardine en la terraza a medianoche y, al mismo tiempo, deseaba liberarse de aquella terrible inquietud por su tía, verla y consolarla en sus sufrimientos, lo que hizo que dudara ante lo que debía hacer.

—¿Cómo es posible, Annette, que pueda pasar a la terraza a esa hora? —dijo, pensando en los detalles—, los centinelas me detendrán y el signor Montoni se enterará de todo.

—¡Oh, mademoiselle! Habéis hecho bien en pensar en ello —contestó Annette—, precisamente Bamardine me lo dijo, me dio esta llave y me encargó que le dijera que es la que abre la puerta al final de la galería de madera que conduce cerca del final de la muralla este, para que no tengáis que pasar por donde están los hombres de la vigilancia. También me dijo que la razón por la que os pedía que fuerais a la terraza era para que os pudiera llevar al lugar a donde queréis ir, sin abrir las grandes puertas del vestíbulo, que son tan pesadas.

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