Read Los misterios de Udolfo Online
Authors: Ann Radcliffe
El techo del salón, con artesonado de madera, se apoyaba en tres puntos en columnas de mármol; tras éstas, una serie de columnatas le daban una extraña grandeza y se perdían en la semioscuridad. Las ligeras pisadas de los criados, según venían hacia ellos, resonaban en ligeros ecos, y sus figuras vistas imperfectamente en la oscuridad, sacudían la imaginación de Emily. Miraba alternativamente a Montoni, a sus invitados y a la escena que les rodeaba y entonces, recordando su querida provincia natal, su grato hogar y la sencillez y bondad de los amigos que había perdido, de nuevo la tristeza y la sorpresa se adueñaron de su mente..
Cuando sus pensamientos pudieron desprenderse de estas consideraciones, observó el aire de autoridad del anfitrión, muy superior al que le había visto manifestar en otras ocasiones, aunque siempre se había distinguido por su arrogancia. En el comportamiento de los desconocidos había algo que sin llegar a ser servil mostraba el reconocimiento de su superioridad.
Durante la cena, la conversación fue fundamentalmente sobre la guerra y la política. Hablaron con energía de Venecia, de sus peligros, del carácter del Dux reinante y de los principales senadores, y después hablaron del estado de Roma. Al terminar, se levantaron y llenaron sus copas de vino del jarro que tenían a su lado y bebieron.
—¡Éxito para nuestras hazañas! —dijo Montoni llevándose la copa a los labios para el brindis, cuando inesperadamente empezó a salir el vino y, al separarla de él, se rompió en mil pedazos.
Por su costumbre constante de utilizar un tipo de cristal veneciano que tenía la cualidad de romperse al ser escanciado en él un licor envenenado, la sospecha de que alguno de sus invitados había tratado de traicionarle, se le vino a la mente y ordenó que fueran cerradas todas las puertas. Sacó la espada y, mirando a su alrededor a todos ellos, que estaban en un silencio expectante, exclamó:
—Hay un traidor entre nosotros. Los que sean inocentes que me ayuden a descubrir al culpable.
La indignación se reflejó en los ojos de todos los caballeros, que sacaron sus espadas; y madame Montoni, aterrorizada por lo que pudiera suceder, intentó salir del salón, pero recibió la orden de su marido de que permaneciera allí. Sus últimas palabras no fueron audibles, porque todas las voces se levantaron al mismo tiempo. Su orden de que todos los criados debían acudir fue obedecida por fin, y todos declararon desconocer cualquier traición, protestas de lealtad que no podían ser creídas, ya que era evidente que el licor de Montoni, y sólo el suyo, había sido envenenado, por lo que alguien había decidido atentar contra su vida, lo que no se habría podido llevar a cabo sin la complicidad del criado que se había encargado de llevar las jarras de vino.
Aquel hombre, junto con otro cuyo rostro dejaba traslucir la conciencia de su culpa o el temor al castigo, fueron encadenados inmediatamente por orden de Montoni y confinados en una habitación fortificada que había sido utilizada anteriormente como prisión. Del mismo modo habría enviado a todos sus invitados, si no hubiera visto con claridad las consecuencias de tan extraño e injustificable proceder. En consecuencia, por lo que se refería a ellos, se limitó a jurar que ni un solo hombre cruzaría las puertas hasta que aquel asunto extraordinario hubiera sido investigado, y en ese momento hizo una señal a su esposa para que se retirara a sus habitaciones, indicando a Emily que la atendiera.
Media hora después, apareció en el vestidor y Emily observó con terror las oscuras intenciones que reflejaba su rostro y le oyó hablar de su venganza contra su tía.
—No te servirá de nada —dijo a su mujer— negar los hechos. Tengo pruebas de tu culpabilidad. Tu única oportunidad para lograr clemencia es una confesión completa. No hay esperanzas para el silencio o la falsedad. Tu cómplice ha confesado todo.
El ánimo de Emily se sumió en el asombro al ver a su tía acusada de un crimen tan atroz, y por un momento no pudo admitir la posibilidad de su culpabilidad. La agitación de madame Montoni no le permitía contestar. Su rostro cambiaba desde la palidez mortal al enrojecimiento de la tensión. Temblaba, pero era difícil decidir si por miedo o por indignación.
—Ahórrate las palabras —dijo Montoni viendo que iba a hablar—, tu rostro hace confesión completa de tu crimen. Serás enviada ahora mismo al torreón.
—Esta acusación —dijo madame Montoni hablando con dificultad— la utilizas sólo como excusa de tu crueldad. Me niego a contestar. No crees que sea culpable.
—¡Signor! —dijo Emily solemnemente—, tengo que contestaros con mi vida que esa horrible acusación es falsa. No, signor —añadió observando la gravedad del rostro de Montoni—, no es momento para que me contenga. No tengo escrúpulos en deciros que os engañáis, que os engañáis arteramente, por las insinuaciones de alguna persona que busca la ruina de mi tía. Es imposible que hayáis imaginado que haya podido cometer un delito tan vil.
Los labios de Montoni temblaron más que antes y replicó únicamente:
—Si valoras tu propia seguridad —dijo dirigiéndose a Emily—, guardarás silencio. Sabré cómo interpretar tus manifestaciones si insistes en ello.
Emily levantó con calma los ojos al cielo.
—Entonces, no hay esperanza —dijo.
—¡Silencio! —gritó Montoni—, o sabrás lo que puedes tener.
Se volvió a su esposa, que había recobrado el ánimo y que insistía vehemente negando sus sospechas; pero la ira de Montoni era mayor que su indignación, y Emily, previendo las consecuencias de aquélla, se echó entre ambos y se agarró a sus rodillas en silencio, mirándole a la cara con una expresión que habría ablandado el corazón de un demonio. Ya fuera porque se hubiera endurecido al estar convencido de la culpabilidad de madame Montoni o porque la simple suposición le dispusiera a ejercer su venganza, estaba totalmente insensibilizado a la desesperación de su esposa y ante las miradas suplicantes de Emily, a la que no intentó levantar, sino que amenazaba vehementemente a ambas, cuando fue llamado para que saliera de la habitación por una persona que estaba en la puerta. Al salir, Emily le oyó echar la llave y llevársela. Madame Montoni y ella misma habían quedado prisioneras, y comprendió que sus propósitos se habían hecho más horribles aún. Los intentos de explicarle sus razones fueron tan ineficaces como los que hizo para suavizar la desesperación de su tía, de cuya inocencia no podía dudar, pero comprendió finalmente que la disposición de Montoni a sospechar de su mujer se debía a su propia conciencia de su crueldad con ella y que la inesperada violencia de su conducta contra ambas, incluso antes de que sus sospechas estuvieran totalmente conformadas, por su disposición general, por sus deseos de venganza, sin prestar atención alguna a la justicia o a la humanidad.
Al cabo de un rato, madame Montoni miró a su alrededor como buscando una posibilidad para escapar del castillo y comentó con Emily el asunto, que ahora ya estaba dispuesta a aprovecharse a la menor oportunidad, aunque evitó animar a su tía con esperanzas que ella misma no admitía. Conocía muy bien la fortaleza del edificio y cómo era vigilado, y tembló ante la idea de confiar su seguridad al capricho de algún criado, cuya colaboración pudieran solicitar. Cario era un hombre compasivo, pero parecía demasiado comprometido con los intereses de su amo para confiar en él; Annette poco podía hacer, y Emily sólo conocía a Ludovico por los informes de esta última. Sin embargo, aquellas consideraciones no tenían sentido, madame Montoni y su sobrina habían sido encerradas y apartadas incluso de las personas de las que tenían razones para desconfiar.
En el salón seguía reinando la confusión y el tumulto. Emily, que escuchaba atentamente cualquier murmullo que llegara del pasillo, creyó oír ruido de espadas y, cuando consideró la naturaleza de la provocación hecha a Montoni y su impetuosidad, parecía probable que sólo las armas pudieran concluir con la situación. Madame Montoni, tras agotar todas sus expresiones de indignación, y Emily las suyas de consuelo, quedó callada. Todo quedó en absoluta quietud, como la mañana que se levanta sobre las ruinas de un terremoto.
La mente de Emily se vio conmovida por un sentimiento de terror; los acontecimientos de la última hora se removían confusos en su memoria y sus pensamientos fueron variados y rápidos, aunque sin tumulto.
Una llamada a la puerta la sacó de sus meditaciones y, al preguntar quién era, oyó en un susurro la voz de Annette.
—Señora, dejadme entrar, tengo muchas cosas que contaros —dijo la pobre muchacha.
—La puerta está cerrada —contestó su señora.
—Lo sé, madame, pero os ruego que la abráis.
—El signor tiene la llave —dijo madame Montoni.
—¡Virgen Santa! ¿Qué será de nosotros? —exclamó Annette.
—Ayúdanos a escapar —dijo madame Montoni—, ¿dónde está Ludovico?
—Abajo, en el salón, madame, con todos los demás, ¡luchando contra los mejores de ellos!
—¡Luchando!, ¿quiénes están luchando? —gritó madame Montoni.
—El signor, madame, y todos los signors, y mucha gente más.
—¿Hay algún herido? —preguntó Emily con voz trémula.
—¡Herido!, sí, mademoiselle —allí están sangrando y las espadas en alto, y..., ¡por todos los santos!, dejadme entrar, señora, vienen hacía aquí, ¡me matarán!
—¡Huye! —gritó Emily—, ¡huye! No podemos abrir la puerta.
Annette repitió que venían y en el mismo momento huyó.
—Calmaos, madame —dijo Emily, volviéndose hacia su tía—, os ruego que os calméis, yo no estoy asustada, nada asustada, no os alarméis.
—Casi no puedes contigo —replicó su tía—. ¡Dios mío! ¿Qué querrán hacer con nosotras?
—Tal vez vengan a liberarnos —dijo Emily—, tal vez el signor Montoni ha sido vencido.
La creencia de que hubiera muerto le produjo una sacudida y casi perdió el conocimiento al verle en su imaginación expirando a sus pies.
—¡Vienen! —gritó madame Montoni—, ¡oigo sus pasos, están en la puerta!
Emily volvió sus ojos desfallecidos hacia la puerta, pero el terror le privó de la palabra. Se oyó el ruido de la llave en la cerradura y la puerta se abrió. Apareció Montoni seguido de tres hombres con aspecto de rufianes.
—Cumplid con las órdenes —dijo volviéndose hacia ellos y señalando a su mujer, que gritó, pero fue sacada inmediatamente de la habitación. Emily cayó sin conocimiento en un sofá en el que se había apoyado. Cuando recobró el conocimiento, se encontró sola y recordó únicamente que madame Montoni había estado allí, junto con algunos detalles inconexos de lo sucedido, que fueron sin embargo suficientes para renovar todos sus temores. Recorrió la habitación con la mirada, como tratando de encontrar alguna explicación relativa a su tía, sin que se le ocurriera la propia situación de peligro en que se encontraba o la idea de escapar de la habitación.
Cuando se rehízo de todo, se puso en pie y con una ligera esperanza se acercó a la puerta para comprobar si podía abrirla. Así fue, y salió tímidamente al pasillo, pero se detuvo, insegura, sobre el camino que debía tomar. Su primer deseo fue lograr alguna información sobre su tía y por fin se volvió hacia el vestíbulo pequeño, en el que normalmente esperaban Annette y los otros criados.
Por todas partes por las que pasó, oyó en la distancia idas y venidas, y las figuras y rostros con los que se cruzó, corriendo por los pasillos, lo que la afectó profundamente. La apariencia de Emily era como la de un ángel de luz rodeado de demonios. Llegó por fin al pequeño vestíbulo, que estaba silencioso y desierto, pero, ante la necesidad de recuperar el aliento, se sentó. La tranquilidad de aquel lugar era tan terrible como el tumulto del que había escapado, pero no tenía tiempo para pensar en su propio peligro o para considerar su propia seguridad. Comprendió que no tenía sentido buscar a madame Montoni a través de las intrincadas revueltas del castillo y menos en aquel momento, cuando los pasillos parecían ocupados por rufianes; decidió también que no podía quedarse en aquel lugar, ya que no sabía en qué momento podría convertirse en lugar de su reunión y, aunque deseó regresar a su habitación, temía encontrarse de nuevo con ellos en el camino.
Estaba así sentada, temblorosa y dudando, cuando un murmullo distante rompió el silencio y se fue haciendo mayor hasta que distinguió voces y pasos que se aproximaban. Se levantó para marcharse, pero los sonidos llegaron por el mismo pasillo por el que habría de hacerlo y se vio obligada a esperar la llegada de las personas, cuyos pasos oía. Según se acercaban, distinguió algunos gemidos y vio a un hombre que era transportado por otros cuatro. A la vista de aquello, se sintió casi desmayada y se apoyó en un muro para no caer. Mientras tanto aquellos hombres entraron en el vestíbulo, demasiado ocupados para detenerse o para advertir la presencia de Emily. Trató de marcharse, pero de nuevo le faltaron las fuerzas y tuvo que volver a sentarse en un banco. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo; su visión se hizo confusa; no sabía lo que había ocurrido, o dónde estaba, sin embargo, los quejidos de aquella persona herida seguían vibrando en su corazón. A los pocos minutos la ola de la vida pareció volver a fluir; respiró más profundamente y revivieron sus sentidos. No se había desmayado, no había perdido totalmente la conciencia, sino que se había mantenido apoyada en el banco, aunque sin coraje suficiente para mirar a aquel desafortunado, que estaba cerca y por el que los otros hombres se interesaban lo suficiente para no reparar en ella.
Cuando recuperó sus fuerzas, se levantó y se decidió a abandonar el vestíbulo, llena de ansiedad, tras haber hecho algunas preguntas inútiles sobre madame Montoni. Se dirigió lo más rápida que pudo hacia su habitación, ya que, según avanzaba, siguió oyendo los ruidos del tumulto a distancia y se decidió a seguir su camino por alguna de las habitaciones a oscuras, para evitar encontrarse con las personas cuyo aspecto la había aterrorizado, así como las partes del castillo donde podía seguir la lucha.
Llegó por fin a su cámara, y tras echar el cerrojo de la puerta que daba al corredor, se sintió segura. En aquel remoto cuarto reinaba una profunda tranquilidad ya que ni siquiera llegaban los más leves sonidos de la lucha. Se sentó cerca de una de las ventanas y, al contemplar el paisaje montañoso, el profundo reposo de su belleza le sorprendió con toda la fuerza del contraste, al extremo de que casi no podía creer que estuviera tan cerca de aquella salvaje confusión. Todos los elementos parecían haberse retirado de sus esferas naturales y haberse concentrado en las mentes de los hombres, porque en ellas reinaba únicamente la tempestad.