Los misterios de Udolfo (90 page)

Read Los misterios de Udolfo Online

Authors: Ann Radcliffe

BOOK: Los misterios de Udolfo
4.31Mb size Format: txt, pdf, ePub

Emily le indicó que tal vez su visita a aquellas habitaciones había sido espiada por alguien y que esa persona, por alguna razón, las había seguido con el propósito de asustarlas, y que, mientras ellas estaban en el mirador, había aprovechado la oportunidad para esconderse en la cama.

Dorothée reconoció que era posible, hasta que recordó que, al entrar en el grupo de habitaciones, había echado la llave de la primera puerta para prevenir que su visita fuera advertida por algún miembro de la familia que pudiera pasar por allí, lo que excluía la posibilidad de que hubiera persona alguna en las habitaciones excepto ellas mismas. Insistió entonces en afirmar que el terrible rostro que habían visto no era humano, sino alguna espantosa aparición.

Emily se sintió profundamente afectada. Fuera o no una aparición lo que había visto, el hecho de la muerte de la marquesa era algo cierto de lo que no se podía dudar y aquella circunstancia incomprobable, que había tenido lugar en el mismo escenario de sus sufrimientos, afectó la imaginación de Emily con un acento supersticioso, ante el que no habría cedido, después de conocer las falacias de Udolfo, de haber ignorado la infeliz historia que le había sido relatada por el ama de llaves. Se ocupó entonces de insistir en que ocultaran lo sucedido aquella noche y en aclarar el terror que ya la había delatado, y que el conde no llegara a enterarse de ello, lo que despertaría alarma y confusión en su familia.

—El tiempo —añadió— explicará este asunto misterioso; mientras tanto debemos vigilar en silencio.

Dorothée accedió a ello, pero recordó que había dejado todas las puertas abiertas, y, al no tener coraje para regresar sola para cerrarlas, Emily, tras algunas dudas en las que consiguió dominar su miedo, se ofreció a acompañarla hasta el pie de la escalera y esperar allí a que Dorothée subiera, cuya resolución, animada por la compañía, le permitió ir, y salieron juntas de la habitación de Emily.

Ningún sonido alteró la tranquilidad mientras cruzaban vestíbulos y galerías, pero al llegar al pie de la escalera, Dorothée volvió a dudar. Tras detenerse un momento para escuchar, al no oír ruido alguno, comenzó a subir dejando abajo a Emily, y casi sin mirar al interior de la primera habitación, echó la llave a la puerta que aislaba todas las demás y volvió junto a Emily.

Al caminar por el pasadizo que conducía al vestíbulo principal oyeron unos lamentos, que parecían llegar del mismo vestíbulo, y se detuvieron de nuevo preocupadas para escuchar, cuando Emily distinguió la voz de Annette, a la que encontró cruzándolo con otra criada, y tan aterrorizada por el informe que habían difundido las otras, que, creyendo que el único lugar seguro era en el que se encontraba su señora, se dirigía a su habitación. Emily trató de reír y de forzarla a que desechara sus temores, pero todo fue en vano, y, por compasión ante su inquietud, consintió en que se quedara toda la noche con ella.

Capítulo V
¡Salve, grata y suave Soledad!
Compañera del sabio y del bueno.
El tuyo es el aliento reparador de la mañana,
igual que nace la rosa inclinada por el rocío.
Pero sobre todo, cuando la vista de la tarde decae,
y el tenue paisaje se desvanece.
El tuyo es declive dudoso, suave,
y la mejor hora de meditación, la tuya.

THOMSON

L
a prohibición de Emily a Annette ordenándole que mantuviera silencio en las razones de su miedo no tuvo éxito, y los acontecimientos de la noche anterior se extendieron con gran alarma entre los criados que afirmaban que muchas veces habían oído ruidos desconocidos en el castillo y no tardó en llegar al conde la noticia de que el lado norte estaba embrujado. Al principio se limitó a calificarlo de ridículo, pero, comprobando que estaba produciendo un mal grave por la confusión ocasionada entre el servicio, prohibió que se siguiera comentando bajo pena de castigo.

La llegada de un grupo de amigos alejó pronto de sus pensamientos la preocupación por el tema, y sus criados, poco temerosos de lo que pudiera suceder, sólo lo comentaban por las tardes después de la cena, cuando se reunían en su comedor y se contaban historias de fantasmas hasta que temían incluso mirar por la habitación en la que se encontraban, y se sobresaltaban por el eco de alguna puerta que se cerraba en un pasillo y se negaban a ir solos a cualquier parte del castillo.

En estas ocasiones, Annette destacaba por encima de los demás. Cuando contó no sólo todas las maravillas de las que había sido testigo, sino las que imaginó en el castillo de Udolfo, con la extraña desaparición de la signora Laurentini, causó gran impresión en las mentes de su atenta audiencia. También habría descubierto libremente todas sus sospechas relativas a Montoni, si Ludovico, que había entrado al servicio del conde, no hubiera controlado con prudencia su locuacidad siempre que surgía el tema.

Entre los visitantes al castillo estaba el barón de St. Foix, un viejo amigo del conde, y su hijo, el chevalier St. Foix, un joven sensible y amable, que, tras haber conocido el año anterior a Blanche en París, había pasado a ser su admirador declarado. La amistad que el conde mantenía desde hacía tiempo con su padre y la igualdad en sus niveles sociales hizo que aprobara secretamente la conexión; pero, pensando que su hija era demasiado joven para elegir para toda la vida, y deseando comprobar la sinceridad y fortaleza del afecto del chevalier, rechazó su solicitud, aunque sin prohibir una futura esperanza. El joven venía con el barón, su padre, a reclamar el premio de su afecto mantenido, un reclamo que el conde admitió y que Blanche no rechazó.

Mientras estuvieron estos visitantes, el castillo se convirtió en escenario de alegrías y esplendor. El pabellón del bosque fue acondicionado y utilizado con frecuencia en los días claros como comedor, y las cenas concluían usualmente con conciertos en los que solían intervenir el conde y la condesa, que eran grandes intérpretes, y los chevalier Henri y St. Foix, con Blanche y Emily, cuyas voces y buen gusto compensaban el deseo de una interpretación más profesional. Algunos de los criados del conde tocaban las trompas y otros instrumentos, algunos de los cuales, colocados a poca distancia entre los árboles, producían una dulce respuesta a las armonías que procedían del pabellón.

En cualquier otro período de su vida aquellas fiestas habrían sido deliciosas para Emily, pero su ánimo se veía oprimido por una melancolía que comprendía que nada de lo que se llamaba entretenimiento tenía el poder de disipar y que en ocasiones aumentaban las melodías de aquellos conciertos, tiernas y con frecuencia patéticas, a un alto grado de pesadumbre.

Le gustaba especialmente pasear por los bosques que se extendían por un promontorio sobre el mar. Su aspecto exuberante suavizaba su mente pensativa, y, en algunas de esas visitas, que alcanzaban hasta el Mediterráneo, con sus playas en círculo y barcos navegando, la tranquila belleza se veía unida a lo grandioso. Los senderos eran irregulares y con frecuencia estaban llenos de vegetación, pero su propietario no deseaba transformarlos ni que se cortara una sola rama de aquellos árboles venerables. En una elevación, situada en la parte más oculta del bosque, había un asiento rústico, formado por un roble caído que había sido en otro tiempo un árbol noble y del que muchas ramas seguían floreciendo entre los pinos que cubrían el lugar. Bajo la umbría, la vista se recreaba en las copas de otros bosques, hasta el Mediterráneo, y, por la izquierda, a través de un claro, se veía una atalaya ruinosa, entre una roca cerca del mar, surgiendo entre el follaje.

Allí acudía Emily sola con frecuencia en el silencio de la tarde, y conmovida por el paisaje y por el leve murmullo que le llegaba de las olas, permanecía sentada hasta que la oscuridad la obligaba a regresar al castillo. También visitaba con frecuencia la atalaya, que dominaba todo el paisaje, y cuando se inclinaba sobre sus muros rotos y pensaba en Valancourt, no imaginaba que era real y que aquella torre había sido también su refugio, como ahora lo era suyo, en sus recorridos por la vecindad del castillo.

Una tarde permaneció hasta hora avanzada. Se había sentado en los escalones del edificio, contemplando con melancolía el efecto gradual de la tarde sobre todo el paisaje, hasta que las grises aguas del Mediterráneo y las masas boscosas fueron los únicos aspectos que seguían siendo visibles frente a ella. Según miraba alternativamente al suelo o al suave azul de los cielos, donde apareció la primera pálida estrella de la tarde, describió la hora con las siguientes líneas:

CANCIÓN DE LA HORA DE LA TARDE

En la última de las horas, que recorre el día que se desvanece,
camino por las regiones del aire del crepúsculo,
y oigo, remoto, el canto coral que decae
de las ninfas hermanas, que danzan alrededor de su carroza.

Entonces, según voy por la ilusión azul,
su esplendor parcial desde mi mirada atenta
se sume en la profundidad del espacio; mi único guía,
su empalidecido rayo, asomando en el cielo más lejano,

conserva esa dulce y amorosa melodía de horas más alegres,
cuya densidad prolonga mi voz en notas mortecinas,
mientras los mortales en la tierra verde poseen sus poderes,
cuando flota en el viento de la tarde.

Cuando por el oeste se oculta el último rayo del sol,
según se va cansado al mundo inferior,
y las cumbres de las montañas reciben el rayo púrpura,
y el océano tranquilo brilla cada vez más tenue,

sorprendo el silencio en la ancha sombra del globo,
y sobre su césped seco se derrama el fresco rocío,
y sobre la hierba enfebrecida y los nidos florecidos
vierten todas sus fragancias por el aire.

Vaya a donde vaya, reina un deleite tranquilo;
transmito por todo el paisaje oscuros matices,
que los montes agrestes y las montañas, extensas llanuras
y ciudades habitadas, mezclan en suave confusión.

Sobre el ancho mundo, mezo el aire refrescante,
alentando a través de los bosques y del valle sombrío,
en suaves murmullos, que enamoran la mente pensativa
de él, al que le gusta saludar mis pasos solitarios.

¡Me gusta oír su tierna dulzaina,
extendiendo su dulzura sobre algún riachuelo de la llanura,
o aplacando las olas del océano, cuando se acerca la tormenta,
o deslizándose en la brisa desde la colina lejana!

Despierto a los elfos, que esquivan la luz;
cuando, desde sus camas en los capullos, curiosean,
y espían mi pálida estrella, que conduce la noche,
delante de sus juegos y brincan de gozo.

Envían al aire todas las fragancias prisioneras,
que dormitan con ellos en el seno de las flores;
después a las playas y arroyos a la luz de la luna, las restituyen,
hasta que las altas alondras entonan su canción de la mañana.

Las ninfas del bosque saludan mis arias y moderada sombra,
con cantinelas suaves y danzas ligeras y retozonas,
en la margen del río de algún cla ro frondoso,
y rocían sus frescos capullos al acercarse mis pasos.

Pero paso rauda, y recorro regiones distantes,
ya que los rayos plateados de la luna cubren todo el este,
y el último vestigio rojizo del día desaparece rápido;
por la pendiente del oeste escapo de la mortaja de medianoche.

La luna se elevaba por encima del mar. Contempló su avance gradual, la línea extendida y radiante que lanzaba sobre las aguas, el salpicar de los remos, los barcos ligeramente plateados, y las copas de los árboles y los muros de la atalaya, a cuyo pie se había sentado, teñidos por los rayos. El ánimo de Emily armonizaba con la escena. Según meditaba, le llegaron unos sonidos en el aire que reconoció de inmediato como la voz y la música que había oído anteriormente a medianoche, y la emoción que sintió se mezclaba con el temor al considerar su situación remota y solitaria. Los sonidos se acercaron. Se habría levantado para abandonar el lugar, pero parecían proceder del camino que tenía que tomar para dirigirse al castillo y se quedó esperando los acontecimientos con expectación temblorosa; continuaron acercándose durante algún tiempo y después cesaron. Emily se quedó escuchando, tratando de ver en la oscuridad e incapaz de moverse, cuando vio una figura que emergía de la sombra del bosque pasar por la ribera a poca distancia, por delante de ella, y su espíritu se vio tan conmovido que no pudo distinguirlo.

Tras abandonar el lugar con la decisión de no volver nunca a visitarlo sola a hora tan avanzada, se aproximó al castillo. Oyó voces que la llamaban desde una parte del bosque que estaba más cerca del mismo. Eran los gritos de los criados del conde, que había enviado a buscarla, y, cuando entró en el comedor, en el que estaba sentado con Henri y Blanche, le dirigió una mirada de reproche, que la hizo enrojecer porque la merecía. Lo sucedido la impresionó profundamente y, cuando se retiró a su habitación, recordó las extrañas circunstancias de las que había sido testigo unas noches antes y casi no tuvo coraje para quedarse sola. Se mantuvo despierta hasta muy tarde, pero al no presentarse ruido alguno que renovara sus temores, consiguió, finalmente, hundirse en el descanso. Pero no fue por mucho tiempo, porque le despertó un ruido fuerte y desconocido que parecía proceder del pasillo con el que comunicaba su habitación. Oyó claramente unos gemidos, e inmediatamente después, un peso muerto que caía contra la puerta con tal violencia que parecía que iba a abrirla. Gritó preguntando quién era, pero no recibió contestación, aunque, a intervalos, le pareció que oía algo como un lamento en tono muy bajo. El miedo la privó del poder de movimiento. Poco después oyó pasos en un extremo del pasillo, y, según se acercaban, gritó más fuerte que antes, hasta que se detuvieron ante su puerta. Distinguió entonces las voces de varios de los criados, que parecían demasiado ocupados por algo que sucedía fuera para atender sus llamadas; pero Annette entró al momento en la habitación en busca de agua. Emily supo que una de las criadas se había desmayado, por lo que manifestó inmediatamente su deseo de que la pasaran a su habitación, donde la ayudó a recobrarse. Cuando la muchacha recuperó el habla, afirmó que según pasaba por la escalera trasera, camino de su habitación, había visto una aparición en el rellano superior. Llevaba la lámpara baja, ya que había varios escalones rotos, y al levantar la vista, vio la aparición. Se mantuvo en un esquinazo del rellano, al que ella se dirigía, y después, escurriéndose por las escaleras, desapareció por la puerta de una habitación que estaba abierta, y después oyó un extraño sonido.

Other books

Afterbirth by Belinda Frisch
Kniam: A Terraneu Novel by Stormy McKnight
Sword of Apollo by Noble Smith
Crash by Carolyn Roy-Bornstein
The Didymus Contingency by Jeremy Robinson
The Girl in a Coma by John Moss
Death in Veracruz by Hector Camín
Unknown by Braven