Los misterios de Udolfo (3 page)

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Authors: Ann Radcliffe

BOOK: Los misterios de Udolfo
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—¿Talar los árboles también? —dijo St. Aubert.

—Ciertamente. ¿Por qué no? Son un estorbo para mi proyecto. Hay un castaño que extiende sus ramas por todo el lado sur del castillo y que es tan viejo que me dicen que en el interior de su tronco cabría una docena de hombres. Tu entusiasmo se vería reducido si te dieras cuenta de que no sirve para nada y que no hay belleza alguna en un árbol tan viejo como ése.

—¡Dios mío! —exclamó St. Aubert—. ¡No es posible que destruyas ese noble castaño que ha florecido durante siglos para gloria de aquellos dominios! Ya era un árbol maduro cuando fue construida la mansión actual. ¡Cuántas veces, en mi juventud, he subido por sus anchas ramas y me he sentado entre un mundo de hojas, mientras caía un fuerte chubasco sin que me alcanzara una sola gota de lluvia! ¡Cuántas veces he estado sentado con un libro en la mano, a ratos leyendo y a ratos mirando entre las ramas a todo el ancho paisaje, con el sol que se ocultaba, con la llegada del crepúsculo, que traía a los pájaros a sus pequeños nidos colocados entre las hojas! ¡Cuántas veces:..!, pero, perdóname —añadió St. Aubert, recordando que estaba hablando a un hombre que ni podía comprender ni participar de sus sentimientos—, hablaba de épocas y puntos de vista tan anticuados como el de la satisfacción de conservar ese árbol venerable.

—Desde luego que pienso talarlo —dijo monsieur Quesnel—, creo que plantaré algunos álamos de Lombardía en el sendero que abriré hasta el paseo central; a madame Quesnel le gustan mucho los álamos y siempre me habla de lo que adornan la villa de su tío, cerca de Venecia.

—En las orillas del Brenta —continuó St. Aubert—, donde se mezclan con los pinos y los cipreses y contrastan con la luz en los pórticos elegantes y en las columnatas, en las que, incuestionablemente, adornan el escenario; pero entre los gigantes del bosque y cerca de una amplia mansión gótica...

—No voy a discutir contigo —dijo monsieur Quesnel—, tienes que volver a París antes de que nuestras ideas puedan coincidir. Pero a propósito de Venecia, he pensado que tal vez vaya el próximo verano; los acontecimientos puede que hagan que tome posesión de esa villa, que, según me dicen, es más encantadora de lo que se puede imaginar. En tal caso, dejaría las mejoras que te he mencionado para otro año y tal vez me decidiera a pasar algún tiempo en Italia.

Emily se quedó sorprendida al oír que estaba tentado de quedarse en el extranjero, cuando acababa de mencionar que su presencia en París era tan necesaria que le resultaba difícil escapar durante uno o dos meses; pero St. Aubert comprendió su necesidad de darse importancia para asombrarse de ello, y la posibilidad de que sus proyectadas mejoras pudieran ser diferidas le dio la esperanza de que tal vez nunca llegaría a realizarlas.

Antes de que se separaran para pasar la noche, monsieur Quesnel manifestó su deseo de hablar a solas con St. Aubert, y se retiraron a otra habitación, en donde permanecieron bastante tiempo. El tema de su conversación no fue conocido; pero, fuera lo que fuera, St. Aubert regresó bastante alterado a la habitación anterior. Una sombra de preocupación que cubría su rostro alarmó a madame St. Aubert. Cuando se quedaron solos sintió la tentación de preguntarle, pero su delicadeza, que había sido siempre una norma de su conducta, la detuvo.

Consideró que si St. Aubert hubiese querido informarla del tema que le preocupaba no habría esperado a su pregunta.

Al día siguiente, antes de que monsieur Quesnel se marchara, tuvo una nueva reunión con St. Aubert.

Los visitantes, después de cenar en el castillo, emprendieron su viaje a Epourville en la hora más fresca del día, invitando a monsieur y madame St. Aubert a que les visitaran, más por la vanidad de hacer exhibición de su esplendor que por el deseo de hacerles felices.

Emily volvió con delectación a la libertad que su presencia había impedido, a sus libros, a sus paseos y a sus conversaciones con monsieur y madame St. Aubert, que no parecían menos felices después de liberarse de la arrogancia y frivolidad que les había sido impuesta.

Madame St. Aubert se excusó al no compartir su habitual paseo de la tarde, quejándose de que no se encontraba bien, y St. Aubert y Emily marcharon juntos.

Se dirigieron hacia las montañas con la intención de visitar a unos viejos pensionistas de St. Aubert, a los que ayudaba económicamente pese a sus limitados ingresos, aunque es probable que monsieur Quesnel, con sus amplios recursos, no hubiera pensado en ello.

Después de distribuir entre los pensionistas sus estipendios semanales, de escuchar pacientemente las quejas de alguno, de aliviar los males de otros y de suavizar el descontento de todos con una mirada de simpatía y la sonrisa benevolente, St. Aubert volvió a casa cruzando los bosques,

donde
a la caída de la tarde la gente corriente se apretuja,
en juegos varios y jarana para pasar
la noche de verano, como dicen los cantos populares
[6]
.

—El aspecto del bosque por la tarde me ha gustado siempre —dijo St. Aubert, cuya mente experimentaba la dulce calma que proporciona la conciencia de haber hecho una acción benéfica y que predispone a recibir compensaciones de todo lo que nos rodea—. Recuerdo que en mi juventud este ambiente despertaba en mí miles de visiones fantásticas y de imágenes románticas; y, debo decir, que aún no soy insensible al entusiasmo que despierta el sueño del poeta. Puedo animarme, con pasos solemnes, bajo las profundas sombras, que envían la mirada hacia la distante oscuridad, y escuchar con emoción temblorosa el místico murmullo de los árboles.

—¡Oh, mi querido padre! —dijo Emily, mientras una lágrima inesperada brotaba de sus ojos—, ¡con qué exactitud has descrito lo que yo he sentido tantas veces y que creía que nadie había compartido! ¡Pero, silencio! ¡Aquí llega el sonido del viento entre las copas de los árboles, ahora desaparece, y qué solemne es el silencio que le sigue! ¡Ahora vuelve de nuevo la brisa! Es como la voz de un ser supernatural, la voz del espíritu de los bosques, que cuida de ellos durante la noche. ¿Qué luz es aquella? Ya se ha ido. Y vuelve a brillar, cerca de las raíces de ese castaño. ¡Mira!

—Admiras tanto la naturaleza —dijo St. Aubert—, y sabes tan poco de sus apariciones, que no te has dado cuenta de que era una luciérnaga. Pero vamos, da unos pocos pasos, y tal vez veamos a las hadas. Suelen ir juntas. Las luciérnagas les prestan su luz, y ellas las encantan con música y danzas. ¿No las ves saltando por ahí? Emily se echó a reír.

—Bien, padre mío —dijo—, ya que te permites esa broma, me anticipo y casi me atrevo a repetirte unos versos que compuse una tarde entre estos mismos árboles.

—No —replicó St. Aubert—, retira ese
casi
y escuchemos qué fantasías han estado rondando por tu cabeza. Si la luciérnaga te ha dado algo de su magia, no tendrás que envidiar la de las hadas.

—Si tienen fuerza suficiente para merecer tu aprobación —dijo Emily—, no tendré que envidiarlas. Los versos los he escrito en una medida que pensé que correspondía al tema, pero me temo que son demasiado irregulares.

LA LUCIÉRNAGA

¡Qué grata es la sombra mate de la luciérnaga
en la tarde de verano, cuando ha cesado la fresca lluvia;
cuando se derraman los rayos amarillos, y centellea en la ciénaga,
y la luz la devora rápida en el aire limpio!
Pero más bonita, más bonita aún, cuando el sol se oculta para descansar,
y viene el crepúsculo, con las hadas tan alegres
y ligeras por el paseo del bosque, donde las flores, desprevenidas
no inclinan sus altas cabezas bajo su alegre juego.
Con los sonidos más suaves de la música, bailan sin cesar,
hasta que la luz de la luna desciende entre las hojas trémulas
y las proyecta en el suelo, y se encaminan al cenador,
al cenador embrujado, en el que se queja el ruiseñor.
Entonces ya no baila, hasta que concluye su triste canción,
y, silenciosas como la noche, asisten a su funeral;
y a menudo, cuando sus notas moribundas alcanzan su piedad,
prometen defender de los mortales todos sus recintos sagrados.
Cuando, abajo entre las montañas, se oculta la estrella de la tarde
y la luna voluble abandona su esfera de sombras,
¡qué tristes estarían, aunque sean hadas,
si yo, con mi luz pálida, no me acercara!
Pero, aunque estarían tristes, ¡son ingratas con mi amor!
Porque, con frecuencia, cuando al viajero le llega la noche en su camino,
y yo centelleo en su sendero, y le guiaría por la arboleda,
me envuelven en sus mágicos hechizos para desviarle;
y dejarle en el lodo, hasta que todas las estrellas se apagan,
mientras, en formas muy extrañas, saltan por el suelo,
y, lejos en el bosque, producen un grito desmayado,
¡hasta que me enojo de nuevo en mi celda, por temor al sonido!
Pero, mira cómo todos los duendes vienen danzando en corro,
con el alegre, alegre caramillo, y el tambor, y el cuerno,
y la pandereta tan ligera, y el laúd con armoniosa cuerda:
van dando vueltas al roble hasta que asome la mañana.
Allí abajo, en la ciénaga, dos amantes se esconden, para evitar a la reina de las hadas,
que frunce el ceño ante sus promesas de matrimonio, y tiene celos de mí,
que ayer por la tarde los alumbré, por el césped con rocío,
para buscar la flor púrpura con cuyo jugo se liberan los hechizos.
y ahora, para castigarme, hace que se aleje la banda festiva,
con el alegre, alegre caramillo, y el tambor, y el laúd;
y si serpenteo cerca del roble moverá su varita mágica,
y cesará para mí la danza, y la música quedará muda.
¡Oh, si tuviera la flor púrpura cuyas hojas deshacen sus encantamientos,
y supiera sacar el jugo corno los duendes, y lanzarlo al viento,
ya no sería su esclava, ni el engaño del viajero,
y ayudaría a todos los amantes fieles, y no temería a las hadas!
Pero pronto el vapor de los bosques se alejará,
la inconsistente luna se apagará y desaparecerán las estrellas,
entonces se pondrán tristes, aunque sean hadas,
¡si yo, con mi luz pálida, no me acerco!

Pensara lo que pensara St. Aubert de las estrofas, no podía negar a su hija el placer de que creyera que las aprobaba; y después de su comentario, se sumió en los recuerdos y siguieron paseando en silencio.

Un débil y erróneo rayo
brillando desde la imperfecta superficie de las cosas,
medio despedía una imagen en el ojo forzado,
mientras que bosques ondulados, y pueblos, y arroyos,
y rocas, y cumbres de montañas, que retienen desde siempre
el brillo ascendente, se unen en una escena flotante, incierta si se mira
[7]
.

St. Aubert continuó silencioso hasta que llegaron al castillo, donde su esposa se había retirado a sus habitaciones. La languidez y el desánimo que la habían oprimido últimamente, y que había logrado superar por la llegada de sus invitados, volvía ahora con mayor intensidad. Al día siguiente aparecieron síntomas de fiebre. St. Aubert, que había mandado llamar al médico, fue informado de que su trastorno era debido a una fiebre de la misma naturaleza de la que él se acababa de recuperar. No había duda de que se le había contagiado la infección durante el tiempo en que estuvo atendiéndole, y que debido a la debilidad de su constitución no había superado la enfermedad inmediatamente. La tenía en sus venas y le causaba la pesada languidez de la que se venía aquejando. St. Aubert, cuya ansiedad por su esposa oscureció cualquier otra preocupación, retuvo al médico en casa. Recordó los sentimientos y las reflexiones que tanto le habían afectado el día que visitaron por última vez el pabellón de pesca en compañía de madame St. Aubert, y tuvo el presentimiento de que aquella enfermedad sería fatal. Se lo ocultó a ella y a su hija, a la que se imponía reanimar con esperanzas. El médico, al ser preguntado por St. Aubert sobre su opinión relativa a la enfermedad, contestó que el desarrollo dependía de circunstancias de las que no podía estar seguro. Madame St. Aubert parecía tener una opinión más concreta, pero sus ojos sólo expresaron leves indicios.

Con frecuencia los dejaba fijos en sus inquietos amigos con acentos de piedad y de ternura, como si anticiparan la pena que les esperaba, y parecían decir que era sólo por ellos, por sus sufrimientos, por los que le pesaba la vida. Al séptimo día, la enfermedad hizo crisis. El médico asumió un aire de preocupación que ella advirtió y tomó como pretexto, en un momento en que su familia había salido de la habitación, para decirle que se daba cuenta de que su muerte se aproximaba.

—No tratéis de engañarme —dijo ella—, siento que no podré sobrevivir mucho más. Estoy preparada para ello. Desde hace mucho lo he esperado. Teniendo en cuenta que no voy a vivir mucho, no cometáis el compasivo error de animar a mi familia con falsas esperanzas. Si lo hacéis, su aflicción será mayor cuando todo ocurra. Me animaré a enseñarles a tener resignación con mi ejemplo.

El médico se sintió muy afectado, pero prometió obedecerla. Le dijo a St. Aubert, tal vez con cierta brusquedad, que no había esperanzas. Este último no poseía la suficiente filosofía para contener sus sentimientos cuando recibió esta información; pero la consideración del aumento de los sufrimientos que podría ocasionar en su esposa el observar su dolor, le permitió, pasado algún tiempo, dominarse en su presencia. Emily se sintió vencida al saberlo; después, engañada por la fuerza de sus deseos, se llenó con la esperanza de que su madre podría recuperarse y a esta idea se aferró casi hasta el último momento.

El progreso de la enfermedad se reflejaba, por parte de madame St. Aubert, en la paciencia de sus sufrimientos. La compostura con la que esperaba la muerte sólo podía ser consecuencia de una mirada retrospectiva a una vida gobernada, tanto como la fragilidad humana lo permite, por la conciencia de haber estado siempre en presencia de Dios y por la esperanza en un mundo mejor. Pero su piedad no podía evitar enteramente el dolor de abandonar a aquellos a los que tan profundamente amaba. Durante aquellas sus últimas horas, conversó mucho con St. Aubert y Ernily sobre el futuro y otros temas religiosos. La resignación que expresaba, con la firme esperanza de encontrarse en un mundo futuro con los amigos que había dejado en éste, y el esfuerzo que a veces tenía que hacer para ocultar su pena por esta separación temporal, afectaba con frecuencia a St. Aubert, obligándole a salir de la habitación. Tras unas lágrimas a solas, regresaba con el rostro sereno a aquel escenario que aumentaba su dolor.

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