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Authors: Ann Radcliffe

Los misterios de Udolfo (8 page)

BOOK: Los misterios de Udolfo
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Desde Beaujeu el camino subía constantemente, conduciendo a los viajeros a las más altas regiones del espacio, en donde inmensos glaciares exhibían sus horrores helados y las nieves perpetuas cubrían de blanco las cumbres de las montañas. Se detenían con frecuencia para contemplar estas escenas impresionantes y se sentaban en alguna roca en la que sólo el acebo y el alerce pueden florecer. Miraban las oscuras forestas del valle y los precipicios en los que el hombre nunca ha puesto su pie, hacia los torrentes que caían con ruido de trueno, cuya espuma al fondo no era casi visible. Sobre estas cumbres ascendían otras de increíble altura y siluetas fantásticas; algunas como conos; otras como colgando sobre su base, en grandes masas de granito, cuyas aristas rotas habían cedido bajo el peso de la nieve y que temblaban incluso con la vibración del sonido, amenazando con llevar la destrucción al fondo del valle.

Todo alrededor, tan lejos como llegaba la mirada, sólo se veían formas de grandeza, la larga perspectiva de las partes más altas de las montañas, cubiertas con el azul del éter o con nieve blanca; masas de hielo y bosques inmensos. La serenidad y la limpieza del aire en estas regiones tan altas era un deleite particular para los viajeros; parecía llenarles de un espíritu más sutil y difundir una indescriptible complacencia sobre sus mentes. No tenían palabras para expresar las sublimes emociones que sentían. Una expresión solemne caracterizaba los sentimientos de St. Aubert; las lágrimas brotaban con frecuencia de sus ojos y se apartaba de sus compañeros. Valancourt de cuando en cuando hablaba para señalar a Emily algún detalle del escenario. La ligereza de la atmósfera, a través de la cual se distinguía a la perfección todos los objetos, la sorprendía y la engañaba. No podía creer que las cosas, que parecían estar tan próximas, estuvieran, en realidad, tan distantes. El profundo silencio de aquellas soledades sólo se veía roto a intervalos por los gritos de los buitres, que cubrían alguna de las rocas por debajo de ellos, o por el grito del águila volando hacia la altura; excepto cuando los viajeros escuchaban el trueno que en ocasiones se agitaba a sus pies. Mientras, por encima, el profundo azul del cielo no se veía oscurecido por la más leve nube, a mitad del camino, en la bajada de las montañas hacia el valle, se veían masas de vapor moviéndose, ocultando unas veces todo el paisaje inferior o abriéndose, otras, revelando parcialmente sus detalles. Emily disfrutaba mirando la grandeza de aquellas nubes según cambiaban de forma y de color, y al contemplar los efectos variados del mundo que tenían a sus pies, cuyos contornos, en parte velados, asumían continuamente nuevas forma de sublimidad.

Tras recorrer aquellas regiones durante muchas leguas, comenzaron a descender hacia el Rosellón y empezaron a aparecer aspectos de auténtica belleza. Sin embargo, los viajeros no pudieron dejar de sentir el haber abandonado aquellos otros sublimes paisajes; aunque la vista, fatigada con la extensión de sus poderes, se deleitaba en el reposo del verde de los árboles y de los pastos, que se extendían ahora en las márgenes del río; en la vista de las humildes cabañas sombreadas por los cedros y los grupos de los hijos de los montañeros en sus juegos y en las flores que iban apareciendo entre las colinas.

Según iban descendiendo vieron en la distancia, a la derecha, uno de los grandes pasos en los Pirineos hacia España, brillando con los bastiones y torres en el esplendor de los últimos rayos, mientras que en lo alto seguían asomando los picos nevados de las montañas que reflejaban un matiz rosa.

St. Aubert empezó a buscar el pueblecito al que les habían dirigido las gentes de Beaujeu, en el que esperaba que pasaran la noche; pero hasta el momento no lo localizó. En esta zona, Valancourt no podía ayudarle porque nunca se había aproximado tanto a aquellas montañas. Había, eso sí, una ruta que les conducía y no cabía duda alguna de que era la acertada, puesto que desde que salieron de Beaujeu no habían encontrado otra que pudiera confundirles.

El sol lanzaba su última luz y St. Aubert hizo una seña al mulero para que fueran lo más rápido posible. Sintió que la lasitud de su enfermedad se apoderaba de nuevo de él, tras un día excesivamente fatigoso, y que le afectaba al cuerpo y a la mente. Tenía que descansar. Su ansiedad no mejoró al observar una larga fila de hombres, caballos y mulas cargadas, recorriendo un camino en la montaña opuesta, que aparecía y desaparecía a intervalos oculta por los árboles, de modo que no era posible saber su número. Algo brillante, como si se tratara de armas, relució con los últimos rayos y se podían distinguir los uniformes militares de los hombres que iban en los carruajes. Según una parte se ocultaba en el valle, los de atrás emergían entre los bosques hasta que pudo estar seguro de que se trataba de un grupo de soldados. Los temores de St. Aubert desaparecieron. No tenía duda alguna de que el grupo que estaba delante de ellos era de contrabandistas, que al tratar de pasar productos prohibidos al otro lado de los Pirineos, habían sido localizados y dominados por las tropas.

Entretenidos entre las sublimes escenas de aquellas montañas, los viajeros descubrieron que se habían equivocado en sus cálculos, por los cuales esperaban haber llegado a Montigny a la caída del sol. Según caminaban hacia el valle, vieron en un puente rústico, que unía dos lados de la roca, a un grupo de hijos de montañeros entreteniéndose en tirar piedras al torrente que pasaba por debajo y ver cómo caían en las aguas, haciendo saltar gotas hasta ellos y devolviéndoles un sonido seco que repetía el eco de las montañas. Bajo el puente se veía una perspectiva completa del valle, con la catarata descendiendo entre las rocas y una cabaña en un acantilado bajo los pinos. Todo ello daba la impresión de que no debían estar muy lejos de alguna pequeña población. St. Aubert indicó al mulero que se detuviera y preguntó a los niños si estaban cerca de Montigny, pero la distancia y el fragor de las aguas impidió que le oyeran.

Lo agreste del camino impedía acercarse a cualquier persona que no estuviera habituada a ello. St. Aubert no perdió más tiempo y continuaron el viaje cuando todo estaba tan oscuro y el camino era tan accidentado que consideraron que era más seguro seguir a pie. Había salido la luna, pero su luz era aún demasiado débil para ayudarles. Mientras avanzaban cuidando sus pasos, oyeron las campanadas de vísperas de un convento. El crepúsculo no les permitió distinguir edificio alguno, pero los sonidos parecían proceder de un bosque que se extendía hacia la derecha. Valancourt propuso buscar aquel convento.

—Si no nos pueden acomodar para que pasemos la noche —dijo—, podrán informarnos de si estamos muy lejos de Montigny y orientarnos hacia allí.

Se dirigía ya hacia adelante, sin esperar la respuesta de St. Aubert, cuando le detuvo:

—Estoy muy cansado —dijo St. Aubert—, y nada me es más urgente que un inmediato descanso. Iremos todos al convento; vuestro buen aspecto podría impedir nuestro propósito; pero cuando vean el mío y el rostro exhausto de Emily no se decidirán a negárnoslo.

Al decir esto, cogió a Emily por el brazo e indicó a Michael que esperara un rato en el camino con el carruaje. Comenzaron a subir hacia los árboles, orientándose por la campana del convento. St. Aubert caminaba con pasos débiles y Valancourt le ofreció su brazo, que aceptó. La luna iluminaba algo mejor el sendero y, poco después, les permitió distinguir algunas torres que asomaban por encima de los árboles. Siempre conducidos por la campana, entraron en las sombras del bosque, iluminadas únicamente por los destellos de la luna, que se filtraba entre las hojas y arrojaba un trémulo e incierto resplandor por su camino. Excepto cuando la campana volvía a sonar, les envolvía el silencio, junto con la fuerza salvaje del ambiente que les rodeaba. Esto afectó a Emily con un cierto temor que la voz y la conversación de Valancourt difuminaba en alguna medida. Cuando llevaban algún tiempo subiendo, St. Aubert se quejó y se detuvieron a descansar sobre una pequeña zona verde, en la que los árboles se separaban y permitían que llegara la luz de la luna. Se sentó en el césped, entre Emily y Valancourt. La campana había cesado y el profundo reposo del lugar no se vio alterado por ningún sonido, ya que el leve rumor de algunas torrenteras lejanas se podría decir que acentuaba más que interrumpir el silencio.

Ante ellos se extendía el valle que acababan de dejar; las rocas y los bosques a la izquierda, con el tono plateado de los rayos, formaban un abierto contraste con las profundas sombras que envolvían los acantilados opuestos, cuyas cumbres eran lo único iluminado por la luna, mientras que la distante perspectiva del valle se perdía en tintes amarillos. Los viajeros estuvieron sentados algún tiempo envueltos en la complacencia que aquella vista inspiraba.

—Estas escenas —dijo Valancourt finalmente— ablandan el corazón, como las notas de una música dulce, e inspiran esa deliciosa melancolía a la que nadie puede renunciar a cambio de los más alegres placeres una vez que la ha sentido. Despiertan nuestros mejores y más puros sentimientos, disponiéndonos a la benevolencia, a la piedad y a la amistad. Siempre me ha parecido que quería más a los que amaba en una hora como ésta.

Su voz tembló y se detuvo. St. Aubert quedó silencioso. Emily advirtió que una cálida lágrima caía sobre la mano que él sostenía. Sabía en qué estaba pensando; ella tambiénhabía estado recordando a su madre. Él hizo un esfuerzo para levantar su ánimo y dijo con un suspiro a medias contenido:

—Sí, el recuerdo de aquellos que amamos..., ¡o de tiempos que han pasado para siempre!, vuelven a nuestra mente en una hora como ésta, como una melodía de música distante en la quietud de la noche; toda la ternura y la armonía, como la de este paisaje, se oculta en la suavidad de la luz de la luna. —Después de una pausa, St. Aubert añadió—: Siempre he creído que discurro con más claridad y precisión a estas horas que en ninguna otra y que hace falta tener un corazón insensible para no sentir su influencia. Pero hay muchos que son así. —Valancourt suspiró.

—¿Hay, de verdad, muchos así? —dijo Emily.

—Cuando pasen unos pocos años, Emily —replicó St. Aubert—, podrás sonreír al recordar esa pregunta, si es que no lloras por ello. Pero, vamos, estoy algo recuperado. Podemos continuar.

Al salir del bosque vieron, sobre un llano de la colina cubierto de césped, el convento que buscaban. Estaba rodeado por un muro muy alto, y al seguirlo llegaron ante una verja muy vieja. Llamaron y el monje que les abrió les condujo a una pequeña habitación, donde les dijo que esperaran mientras informaba a su superior de su petición. En aquel intervalo pasaron varios frailes que les miraron y, por fin, regresó el monje, al que siguieron a otra habitación en la que el superior estaba sentado en una butaca. Ante él, abierto sobre la mesa, había un volumen de gran tamaño impreso en letras negras. Los recibió con cortesía, aunque no abandonó su sillón, y, tras hacerles algunas preguntas, accedió a su solicitud. Tras una pequeña conversación, formal y solemne por parte del superior, se retiraron a una habitación para comer. Valancourt, acompañado de uno de los frailes, fue en busca de Michael y sus mulas. No habían recorrido aún la mitad del camino cuando oyeron la voz del mulero que se extendía con todos los ecos. Llamaba a voces a St. Aubert y a Valancourt, quien pudo finalmente convencerle de que no tenía nada que temer, y le hizo entrar en el convento y en el lugar que le habían destinado en una casa próxima al mismo.

Valancourt volvió al comedor con sus amigos y tomaron una cena sobria siguiendo el consejo de los monjes. St. Aubert estaba demasiado indispuesto para preocuparse de la comida y, Emily, preocupada por su padre, tampoco tuvo interés alguno. Valancourt, silencioso y pensativo, aunque sin descuidarlo, estuvo especialmente solícito para acomodar y aliviar a St. Aubert, que observó, mientras su hija le forzaba a que comiera algo o ajustaba la almohada que le había colocado en el respaldo de la butaca, que Valancourt le lanzaba miradas de ternura pensativa, que no dejaban de agradarle.

Se separaron temprano, retirándose a sus respectivas habitaciones. Emily fue conducida a la suya por una monja del convento de la que se despidió lo más pronto que pudo, porque su corazón estaba lleno de melancolía y su atención muy abstraída, para mantener una dolorosa conversación con una desconocida. Pensó que su padre declinaba de día en día y atribuyó su fatiga de aquella noche más a la debilidad de su constitución que a las dificultades del viaje. Hasta que consiguió dormirse, su cabeza se vio ocupada por un torrente de ideas tristes.

Poco más de dos horas después se despertó al oír sonar la campana, tras lo cual sintió rápidos pasos por la galería a la que daba su habitación. Estaba tan poco familiarizada con las costumbres de un convento que se alarmó ante la circunstancia. Sus temores, siempre pendientes de su padre, la hicieron pensar que se encontraría muy enfermo y se levantó de inmediato de la cama. Se detuvo esperando que pasaran aquellas personas por la galería antes de abrir la puerta y sus pensamientos recobraron la lucidez tras el sueño y comprendió que la campana llamaba a los monjes a la oración. Ya había cesado de sonar y todo volvió a la tranquilidad de antes, por lo que renunció a acudir a la habitación de St. Aubert. Se había desvelado y la luna que entraba con su luz en la cámara, la invitó a asomarse al ventano para echar una mirada al exterior.

Era una noche tranquila y hermosa, no había nubes en el cielo y ni una sola hoja se movía en los bosques. Escuchaba atenta, cuando le llegaron desde la capilla las voces de los monjes entonando el himno de medianoche. Un himno que parecía ascender por el silencio de la noche hasta el cielo y sus pensamientos subieron con él. Por la consideración de sus obras, sus pensamientos se alzaron en adoración a Dios, a su bondad y a su poder. Mirara hacia donde mirara, ya fuera hacia la tierra durmiente o a las vastas regiones del espacio, la magnificencia del mundo estaba más allá de la mente humana, se advertía la sublimidad de Dios y la majestad de su presencia. Sus ojos se llenaron de lágrimas de apasionado amor y de admiración y sintió esa devoción pura, superior a todas las distinciones del orden humano, que hace elevarse el alma por encima de este mundo y que se expanda en una noble naturaleza. Una devoción que, tal vez, sólo se experimenta cuando la mente, rescatada por un momento de las humildes consideraciones terrestres, aspira a contemplar su poder en lo sublime de sus obras, y su bondad en el infinito de sus bendiciones.

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