Read Los misterios de Udolfo Online
Authors: Ann Radcliffe
—¡Encantadora Emily! —exclamó el conde con tono apasionado—, no permitáis que el resentimiento os haga ser injusta; ¡no hagáis que sufra yo la ofensa de Montoni!...
—¡Ofensa! —interrumpió Montoni—, conde, este lenguaje es ridículo, esa sumisión es infantil. Hablad como un hombre, no como el esclavo de una hermosa tirana.
—Me distraéis, signor; permitidme que me ocupe de mi propia causa; ya que os habéis mostrado incapaz de ello.
—Toda conversación sobre este tema, señor —dijo Emily—, es tan mala como inútil, ya que sólo puede resultar dolorosa para cada uno de nosotros; si queréis complacedme, no continuéis.
—Eso es imposible, madame, el que yo pueda renunciar tan fácilmente al objeto de mi pasión, que es la delicia y el tormento de mi vida. Seguiré amándoos, seguiré pretendiéndoos con ardor incesante; cuando os convenzáis de la fuerza y de la constancia de mi pasión, vuestro corazón se ablandará a la piedad y al arrepentimiento.
—¿Es eso generoso, señor? ¿Es viril? ¿Merece obtenerse la estima que solicitáis por una persecución continua de la que no tengo posibilidades de escapar?
Un rayo de luz de la luna que cruzó el rostro de Morano reveló las fuertes emociones de su alma; y, al pasar por Montoni, descubrió el oscuro resentimiento con que contrastaba su rostro.
—¡Por los cielos, esto es demasiado! —exclamó de pronto el conde—; signor Montoni, me habéis maltratado; es a vos a quien debo pedir una explicación.
—¡De mí! La tendréis —musitó Montoni—, si vuestro discernimiento está tan oscurecido por la pasión como para hacer necesaria una explicación. Y por lo que se refiere a ti, madame, deberías saber que un hombre de honor no puede ser tratado, aunque puedas, tal vez impunemente, como un muchacho, como un muñeco.
Este sarcasmo despertó el orgullo de Morano, y el resentimiento que había sentido ante la indiferencia de Emily, se perdió en la indignación por la insolencia de Montoni, por lo que decidió mortificarle, defendiéndola a ella.
—Eso también —dijo contestando a las últimas palabras de Montoni—, eso también no debe ser pasado sin más. Debéis saber, señor, que os enfrentáis a un enemigo más fuerte que una mujer: protegeré a la signora St. Aubert de vuestro resentimiento amenazador. Me habéis confundido y queréis vengar vuestras contrariedades en una inocente.
—¡Confundiros! —saltó Montoni con rapidez—, se trata de ni conducta, de mi palabra —hizo una pausa en la que pareció tratar de contener el resentimiento que brilló en sus ojos, y un momento después añadió dominando el tono de su voz—: Conde Morano, ése es un lenguaje, un comportamiento al que no estoy acostumbrado; es la conducta de un muchacho apasionado, y como tal pasaré por ella con desdén.
—¿Con desdén, signor?
—El respeto que me debo a mí mismo —prosiguió Montoni— requiere que hablemos más detenidamente sobre algunos puntos del tema que discutimos. Regresad coligo a Venecia y condescenderé a convenceros de vuestro error.
—¡Condescenderéis, señor!, pero yo no condescenderé a ser convencido.
Montoni sonrió desdeñosamente; y Emily, aterrada por las consecuencias de lo que había visto y oído, no pudo mantenerse silenciosa. Explicó con todo detalle su confusión con Montoni por la mañana, declarando que había entendido que la consultaba únicamente en relación con la disposición sobre La Vallée, y concluyó indicando que escribiría inmediatamente a monsieur Quesnel y aclararía el error.
Pero Montoni seguía o afectaba estar en duda; y el conde Morano continuaba perplejo. Sin embargo, mientras Emily hablaba, la atención de ambos se había apartado del tema inmediato de su resentimiento y en consecuencia sus pasiones se aplacaron. Montoni manifestó al conde que deseaba que los sirvientes les devolvieran a Venecia y que tal vez podrían tener una conversación privada; y Morano, sorprendido en parte por el tono amable de su voz y sus maneras y deseoso de considerar hasta el fondo las dificultades, accedió.
Emily, animada por la esperanza de verse libre, se entretuvo en aquellos momentos, con cuidado conciliatorio, en prevenir cualquier fatal diferencia entre las personas que acababan de perseguirla e insultarla.
Su espíritu se reanimó cuando volvió a oír las voces de una canción y las risas, resonando por el gran canal, y cuando finalmente entraron entre las plazas. El
zendaletto
se detuvo en la mansión de Montoni, y el conde con rapidez la acompañó hasta el vestíbulo, donde Montoni le cogió del brazo y le dijo algo en voz baja, momento en que Morano besó la mano de Emily, a pesar de sus esfuerzos por apartarla y le dio las buenas noches, con un tono y una mirada que no dejaban lugar a dudas, y volvió a su
zendaletto
con Montoni.
Ya en su habitación, Emily consideró con intensa inquietud la conducta injusta y tiránica de Montoni, la perseverancia infatigable de Morano y su propia situación desesperada, lejos de sus amigos y de su país. Volvió su pensamiento a Valancourt, confinado por su profesión en un reino distante, como su protector; pero le consoló el saber que había al menos una persona en el mundo que compartía sus sufrimientos y cuyos deseos volarían para liberarla. Sin embargo, decidió no añadir pesares a su preocupación contándole las razones que tenía para lamentar el haber rechazado su mejor juicio en relación con Montoni; razones, sin embargo, que no la inducían a lamentar el afecto delicado y desinteresado que había influido para rechazar su proposición de una matrimonio clandestino. Veía con un cierto grado de esperanza la próxima entrevista con su tío, ya que había decidido comunicarle la desesperanza de su situación, y rogarle que le permitiera regresar a Francia con él y madame Quesnel. Entonces, recordando de pronto que su querido La Vallée, su único hogar, ya no estaba a su disposición, volvió a echarse a llorar, y temió que tenía pocas esperanzas de despertar la piedad de un hombre que, como monsieur Quesnel, había dispuesto de él sin molestarse en consultarla y que podía despedir a una sirviente leal anciana, privándole de ayuda o asilo. Pero, aunque esto era cierto, que ella ya no tenía un hogar en Francia, y pocos, muy pocos amigos, estaba decidida a regresar si era posible que pudiera ser liberada del poder de Montoni, cuya conducta particularmente opresiva hacia ella, y en general con los demás, eran terribles para su imaginación. No deseaba residir con su tío, monsieur Quesnel, ya que su comportamiento con su padre desaparecido y con ella había sido siempre tal como para convencerla de que al escapar con él lo único que obtendría sería un cambio de opresores. Tampoco tenía la mínima intención de acceder a la propuesta de Valancourt para casarse de inmediato, aunque ello le proporcionara un protector legal y generoso, porque las razones fundamentales que habían influido anteriormente en su conducta seguían existiendo contra ello, mientras que otras, que parecían justificar este paso, habían desaparecido. Por su interés, porque su prestigio era demasiado querido por ella, no podía sufrir las consecuencias de una unión que en esta primera etapa de su vida podría vencerlos. Sin embargo, seguía abierto en Francia para ella un asilo seguro y apropiado. Sabía que podría habitar en el convento, en el que ya había experimentado y recibido tantas amabilidades y que había afectado solemnemente su corazón, puesto que en él estaban los restos de su difunto padre. Allí podría vivir segura y tranquila, hasta que expirara el plazo por el que había sido alquilado La Vallée; o hasta que la solución de los negocios de monsieur Motteville le permitieran conocer lo que le quedaba de su fortuna y decidir si era prudente para ella residir allí.
En relación con la conducta de Montoni respecto a sus cartas a monsieur Quesnel, tenía muchas dudas; aunque él pudiera haberse confundido al principio sobre el asunto, ella sospechó que había perseverado en el error voluntariamente, como un medio de intimidarla y complicarla en sus deseos de unirla al conde Morano. Fueran o no ésos los hechos, estaba muy impaciente por explicar todo el asunto a monsieur Quesnel y esperaba con una mezcla de impaciencia, confianza y miedo, su próxima entrevista.
Al día siguiente, madame Montoni, estando a solas con Emily, sacó la conversación del conde Morano, expresando su sorpresa porque no se uniera al resto de los invitados en el mar la tarde anterior y su inesperado regreso a Venecia. Emily le contó entonces lo que había sucedido, expresando su preocupación por el error mutuo en el que habían incurrido Montoni y ella misma, y solicitó los amables oficios de su tía para que le urgiera a dar una negativa definitiva a las pretensiones del conde; pero no tardó en darse cuenta de que madame Montoni no ignoraba la conversación que acababa de relatarle.
—No debes esperar de mi ninguna presión en ese sentido —dijo su tía—; ya he manifestado mi opinión sobre el asunto, y creo que el signor Montoni tiene razón en forzarte, por cualquier medio, a dar tu consentimiento. Si los jóvenes son ciegos ante sus intereses y se oponen obstinadamente a ellos, lo mejor que les puede suceder es que tengan amigos que se opongan a sus locuras. ¿Qué es lo que puede oponerse a una unión como la que te ofrecen?
—Ninguna, madame —replicó Emily—, y, en consecuencia, dejadme al menos que sea feliz en mi humildad.
—No se puede negar, sobrina, que eres bastante orgullosa; mi pobre hermano, tu padre, también tenía su orgullo; aunque, permíteme que añada, que su fortuna no lo justificaba.
Emily, conmovida por la indignación que había despertado la malévola alusión a su padre y por la dificultad de poder contestar con temple y con rechazo, dudó por un momento, en un estado de confusión que satisfizo altamente a su tía. Por fin dijo:
—El orgullo de mi padre, madame, tenía un objetivo noble: la felicidad que él sabía que sólo se podía obtener de la bondad, del conocimiento y de la caridad. Como nunca Se basó en su superioridad en relación con su fortuna respecto a otras personas, no se vio humillado en inferioridad, en ese sentido, con otros. Nunca desdeñó a aquellos que se vieron maltratados por la pobreza y la desgracia; pero a veces lo hizo con personas que con muchas oportunidades para alcanzar la felicidad, llevan una vida miserable por vanidad, ignorancia y crueldad. Pensaré siempre que mi mayor gloria está en emular ese orgullo.
—No pretendo comprender esos sentimientos de altos vuelos, sobrina; puedes quedarte toda la gloria para ti misma. Te enseñaré un poco de sentido común y a no ser tan sabia como para desdeñar la felicidad.
—Eso no sería sabiduría, sino locura —dijo Emily—, porque la sabiduría no puede alcanzar nada mejor que la felicidad; pero me permitiréis, madame, que os diga que nuestras ideas de lo que es la felicidad puedan diferir. No dudo de que deseáis que sea feliz, pero me temo que os confundís en el medio de lograrlo.
—Yo no he alcanzado esa educación, sobrina, que tu padre pensó que era apropiada y, en consecuencia, no pretendo comprender todos esos maravillosos discursos sobre la felicidad. Me conformo con comprender únicamente el sentido común y habría sido feliz para ti y para tu padre el que hubiera sido incluido en su educación.
Emily se vio demasiado afectada por estas consideraciones sobre la memoria de su padre para corresponder como merecía.
Madame Montoni fue a decir algo, pero Emily abandonó la habitación y se retiró a su cuarto, donde los pocos ánimos que había logrado últimamente cedieron al dolor y a la vejación, sumiéndola en lágrimas. Desde todos los puntos de vista en que podía considerar su situación, sólo derivaban nuevos pesares. Al descubrimiento de desvelar la indignidad de Montoni tenía que añadir ahora el de la cruel vanidad de su tía, a cuya satisfacción quería sacrificarla; el de la astucia con la que había meditado el sacrificio, pisoteando su ternura o insultando a su víctima, y la espantosa envidia que no tenía escrúpulos en atacar el carácter de su padre, que no cabía esperar que fuera diferente del suyo.
Durante los pocos días que pasaron entre esta conversación y la marcha a Miarenti, Montoni no se dirigió a Emily ni una sola vez. Su mirada reflejaba suficientemente su resentimiento; pero el hecho de que no volviera a mencionar el asunto la sorprendió, no menos que durante tres días el conde Morano no visitara a Montoni ni éste pronunciara su nombre. Por su mente pasaron varias conjeturas. En ocasiones, temió que la disputa entre ellos hubiera revivido y que hubiera terminado fatalmente para el conde. Otras, se inclinaba a la esperanza, pensando que el disgusto por su firme rechazo le había inducido a renunciar. Por último, sospechó que recurriría a una estratagema y que convino con Montoni en suspender las visitas y en la no mención de su nombre, con la esperanza de que gratitud y generosidad la decidieran a dar su consentimiento, ya que no podía esperarlo por amor.
i Así pasó el tiempo en conjeturas vanas y en alternativas de esperanza y temor, hasta que llegó el día en que Montoni se preparó para salir a Miarenti, en el que, al igual que los anteriores, no trajo al conde ni lo mencionó.
Montoni había decidido no salir de Venecia hasta por la tarde para evitar los calores y aprovechar las brisas frescas de la noche. Se embarcaron una hora antes de la puesta del sol en barcaza hacia el Brenta. Emily se sentó sola cerca de la popa del barco, y, según avanzaba lentamente contempló la alegre y bulliciosa ciudad que se perdía de vista, hasta que los palacios parecieron hundirse en las olas lejanas, mientras las afiladas torres y cúpulas, iluminadas por los últimos rayos del sol, aparecían en el horizonte como esas nubes vistas desde lejos, en climas más al norte, que con frecuencia asoman por el oeste iluminadas por las últimas luces de la tarde del verano. Poco después incluso esas sombras desaparecieron de su vista, pero siguió contemplando el vasto escenario del cielo sin nubes y de las aguas poderosas, y escuchando el grato sonido de los remos en el agua, mientras sus ojos se extendían por el Adriático, hacia las playas opuestas que estaban, sin embargo, más allá del alcance de su mirada, y pensó en Grecia y miles de recuerdos clásicos recorrieron su mente. Experimentó el lujo que se siente al ver las escenas de la historia antigua y al compararlas con el estado presente de silencio y soledad de lo que estuvo lleno de grandeza y animación. Las escenas de la
Ilíada
se presentaron en su fantasía con brillantes colores, escenarios visitados en otro tiempo por los héroes, ahora solitarios y en ruinas, pero que seguían brillando, en la estela del poeta con todo su joven esplendor.