Los misterios de Udolfo (39 page)

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Authors: Ann Radcliffe

BOOK: Los misterios de Udolfo
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Según ascendían los viajeros entre los bosques de pinos, cada paso más elevado que el anterior, las montañas parecían multiplicarse, y la cumbre de cada una de ellas era tan sólo la base de la siguiente. Llegaron por fin a una pequeña llanura donde los conductores se detuvieron para dar descanso a las mulas, y la escena que se les abrió era de tal extensión y magnificencia que despertó incluso en madame Montoni un comentario de admiración. Emily perdió por un momento sus pesares en la inmensidad de la naturaleza. Más allá del anfiteatro de montañas que se extendía por debajo, cuyas cumbres parecían casi tan numerosas como las olas del mar y cuyas laderas permanecían ocultas por la floresta, se extendía la campiña de Italia, donde ciudades y ríos, y bosques y toda clase de cultivos se mezclaban en alegre confusión. El Adriático cerraba el horizonte, en el que el Po y el Brenta, tras recorrer todo el paisaje, depositaban sus fructíferas corrientes. Emily contempló el esplendor del mundo que dejaba, cuya magnificencia presente ante su vista incrementaba el dolor de dejarla; para ella sólo Valancourt estaba en ese mundo; a él sólo se volvía su corazón y sólo por el sentía sus lágrimas amargas.

Desde este sublime escenario los viajeros continuaron ascendiendo entre los pinos, hasta que entraron en los pasos estrechos de las montañas, que cerraban toda la visión del campo distante y en su recorrido exhibían únicamente tremendos despeñaderos, más allá del camino, en los que no había vestigio alguno ni siquiera vegetación, excepto aquí y allá, en que asomaban las ramas de algún roble, crecido al borde de la roca, a la que se aferraban sus fuertes raíces. En este paso, que conducía al corazón de los Apeninos, se abrió el día por completo, y el grupo de montañas apareció en la perspectiva con tal fuerza salvaje que ninguno de los viajeros había visto antes. Sin embargo, en la base se veían los bosques de pinos que coronaban los tremendos precipicios que caían perpendicularmente hacia el valle, mientras arriba, la neblina, iluminada por los rayos del sol, tocaba los acantilados con un mágico colorido de luz y sombra. La escena parecía cambiar perpetuamente y su aspecto asumir nuevas formas mientras la espiral del camino les llevaba a contemplarla desde diferentes ángulos. En un momento, la niebla ocultaba sus bellezas y, después, las iluminaba con espléndidos tonos, asistidos por la ilusión de la vista.

Aunque los valles profundos entre aquellas montañas estaban por lo general cubiertos con pinos, en algunas zonas una abertura abrupta presentaba una perspectiva de rocas desnudas, con cataratas cayendo desde sus cumbres entre los riscos rotos, hasta que sus aguas, al alcanzar el fondo, espumaban con incesante furia. Otras veces las escenas pastoriles exhibían sus delicias verdes en valles estrechos sonriendo en medio del horror que les rodeaba. Había rebaños de cabras y corderos paciendo bajo las sombras de los árboles colgantes, y la pequeña cabaña del pastor, levantada en el margen de alguna clara corriente, que presentaba un dulce cuadro de reposo.

Salvajes y románticas, estas escenas no tenían el carácter sublime de las de los Alpes, que guardan la entrada en Italia. Emily sintió elevarse su ánimo con frecuencia, pero rara vez aquellas emociones de temor indescriptibl e que se habían despertado continuamente al pasar por los Alpes.

Según concluía el día, el camino se orientaba hacia un valle profundo. Estaba rodeado por montañas cuyas pendientes parecían ser inaccesibles. Hacia el este se abría el paisaje que exhibía a los Apeninos en sus más oscuros horrores, y la larga perspectiva de las cumbres, elevándose una sobre otra, mostraban una imagen de grandeza que Emily no había contemplado nunca. El sol se acababa de ocultar tras las montañas por las que descendían, cuyas alargadas sombras se extendían por el valle, pero sus rayos, asomando entre los riscos, tocaban con un tono amarillo las copas de los bosques que se extendían por el lado opuesto y en total esplendor sobre las torres y almenas de un castillo que asomaba sus extensas murallas por el borde del precipicio que había sobre ellos. El esplendor de todos estos aspectos iluminados se engrandecía con las sombras que envolvían el valle.

—Ahí —dijo Montoni, hablando por primera vez después de varias horas— está Udolfo.

Emily echó una mirada melancólica al castillo y comprendió que era el de Montoni. Aunque estaba iluminado por la puesta del sol, la grandeza gótica de su arquitectura y sus muros de piedra gris oscura, le daban un aspecto sublime y sombrío. Según miraba, la luz se desvaneció de sus muros, dejando un tono púrpura, que se hizo cada vez más oscuro con el fino vapor que despedía la montaña, mientras las almenas seguían diciendo de su esplendor. De ellas también desaparecieron los rayos y todo el edificio se vio envuelto en la sombra solemne de la tarde. Silencio, soledad y sublimidad parecían ser los soberanos del paisaje, desafiando a todos los que se atrevieran a invadir su reino solitario. Según se oscurecía el crepúsculo, su silueta se hizo más tenebrosa, y Emily continuó mirando hasta que sólo pudo divisar las torres que asomaban por encima de los árboles, bajo cuya espesa sombra los carruajes empezaron a subir.

La extensión y oscuridad de aquellos altos muros despertaron imágenes terroríficas en su mente, y casi esperaba ver a un grupo de bandidos asomando entre los árboles. Los carruajes rebasaron por fin la enorme roca y poco después alcanzaron las puertas del castillo, donde el tono bajo de la campana de llamada, que fue tañida para informar de su llegada, aumentó las temerosas emociones que dominaban a Emily. Mientras esperaban que el sirviente abriera las puertas, miró ansiosamente el edificio, pero la oscuridad reinante no le permitió distinguir mucho más de esa parte de su trazado, salvo saber que era grande, viejo y triste. Por lo que vio, pudo juzgar su carácter de fortaleza y su extensión. La puerta de entrada que estaba ante ella, que conducía a los patios, era de un tamaño gigantesco y estaba defendida por dos torres circulares, coronadas por torretas, almenadas, donde en lugar de estandartes había musgo y plantas silvestres que habían echado raíces en los bordes de la piedra y que parecían suspirar, movidos por la brisa, en la desolación que les rodeaba. Las torres estaban unidas por una cortina, también almenada, bajo la cual aparecía el centro de arco de un gigantesco pórtico, que sobremontaba las puertas; desde éste, los muros se extendían a las otras torres, sobre el precipicio, cuya escalonada silueta, que se extendía hacia el oeste, hablaba de las tragedias de la guerra. Más allá todo se perdía en la oscuridad de la noche.

Mientras Emily contemplaba con temor la escena, se oyeron pasos al otro lado de la puerta y el ruido de los cerrojos, tras lo cual el viejo criado del castillo apareció, abriendo hacia dentro con fuerza las gigantescas hojas del portal, para dar paso a su señor. Cuando las ruedas de los carruajes corrían pesadas bajo el pórtico, el corazón de Emily se sumió en la desesperación y parecía que llegaba a su prisión; el tenebroso patio en el que entraron sirvió para confirmar la idea, y su imaginación, más despierta aún por las circunstancias, le sugirieron más terrores de los que su razón hubiera podido justificar.

Una segunda puerta les condujo al segundo patio, cubierto de hierba y más silvestre que el anterior, donde, mientras contemplaba toda su desolación, sus terribles muros, llenos de musgo y las torres almenadas que asomaban por encima, largos sufrimientos y asesinatos se mezclaron en sus pensamientos. Una de esas convicciones instantáneas e insospechadas que en ocasiones abaten a las mentes más fuertes la impresionó con todo su horror. Este sentimiento no desapareció cuando entró en un enorme vestíbulo gótico, oscurecido en la semiluz de la tarde con una sola lámpara en la distancia a través de la larga perspectiva de sus arcos. Al acercar el criado la lámpara, algunos rayos cayeron sobre los pilares y la unión de los arcos, formando un fuerte contraste con sus sombras que se extendían por el pavimento y los muros.

La inmediata partida de Montoni había impedido a sus criados hacer cualquier preparación para recibirle, ya que había sido sólo el corto intervalo desde la llegada de un criado, que había sido enviado desde Venecia, y esto, en cierta medida, explicaba el aire de extrema desolación presente por todas partes.

El ariado, que se acercó con la luz a Montoni, inclinó la cabeza en silencio y los músculos de su rostro reposaron sin síntoma alguno de alegría. Montoni respondió al saludo con un ligero movimiento de mano y siguió adelante, mientras su esposa, tras él, miraba con sorpresa y descontento, aunque con temor a expresarlo. Emily, valorando la extensión y la grandeza del vestíbulo con una admiración tímida, se aproximó a una escalera de mármol. Los arcos se abrían hacia un vano, de cuyo centro colgaba una lámpara de tres brazos que encendía con rapidez un criado, y se fueron haciendo gradualmente visibles el rico artesonado del techo, un corredor que conducía a varias habitaciones superiores y una vidriera que se extendía desde el pavimento hasta el techo del vestíbulo.

Después de cruzar hacia la escalera y pasar a través de una sala pequeña, entraron en un amplio salón, cuyos muros, forrados de madera negra procedente de las montañas vecinas, difícilmente se distinguían de la misma oscuridad.

—Traed más luz —dijo Montoni al entrar.

El criado, dejando la lámpara, se retiró para obedecerle, cuando madame Montoni observó que el aire de la tarde en aquella región montañosa era frío y quiso que encendieran un fuego. Montoni ordenó que trajeran troncos inmediatamente.

Mientras recorría la habitación con paso pensativo, y madame Montoni se sentaba en silencio en un sofá situado en uno de los extremos esperando el regreso del criado, Emily observó la singular solemnidad y desolación de la sala, vista, como estaba entonces, por la penumbra de una sola lámpara situada cerca de un espejo veneciano que reflejaba la escena llena de sombras, con la figura alta de Montoni pasando lentamente, con los brazos cruzados y el rostro oculto por la sombra de la pluma que se agitaba en su tocado.

Desde la contemplación de esta escena, la imaginación de Emily corrió a la idea de los sufrimientos que podrían aguardarla hasta el recuerdo de Valancourt, lejos, ¡muy lejos!, y se sumió en su pesar. Se le escapó un profundo suspiro; pero, tratando de ocultar las lágrimas, se acercó a una de las altas ventanas que se abrían sobre los baluartes, bajo los cuales se extendían los bosques que habían cruzado al acercarse al castillo. Pero las sombras de la noche envolvían las montañas y únicamente su silueta podía ser trazada ligeramente en el horizonte, mientras una sombra roja lucía aún por el oeste. El valle estaba totalmente oscuro.

—Su
excellenza
sea bienvenido al castillo —dijo el viejo, al levantarse después de haber dejado los troncos—. Esto lleva mucho tiempo solitario. Debéis excusarme, signor, pero nos habéis avisado con muy poca anticipación. Casi dos años se cumplirán en la próxima fiesta de San Marcos desde que faltáis de estos muros.

—Tienes buena memoria, viejo Carlo —dijo Montoni—, eso es poco más o menos. ¿Cómo has logrado vivir tanto tiempo?

—Voy tirando, señor, con mucho trabajo. Los fríos vientos que soplan por el castillo en invierno son demasiado para mí. Algunas veces he pensado en solicitaros que me permitáis dejar las montañas y bajar al valle. Pero no sé cómo hacerlo. No sé cómo podría dejar estos viejos muros en los que he vivido tanto tiempo.

—¿Cómo ha ido todo en el castillo desde que me marché? —preguntó Montoni.

—Como de costumbre, signor, sólo que necesita muchas reparaciones. En la torre norte, algunas de las almenas se han caído, y un día lo hicieron sobre mi pobre mujer (¡Dios tenga su alma!) Vuestra
excellenza
debe saber...

—Vamos con las reparaciones —interrumpió Montoni.

—Las reparaciones —repitió Cario—; una parte del tejado del vestíbulo grande se ha caído y los vientos de las montañas entraban el pasado invierno, silbando por todo el castillo, de modo que no había manera de calentarse, aunque se hubiera querido. Mi mujer y yo solíamos sentarnos dando diente con diente ante un gran fuego en uno de los esquinazos del vestíbulo pequeño dispuestos a morir de frío, y...

—Pero no hay más reparaciones que hacer —dijo Montoni con impaciencia.

—¡Oh, señor!, vuestra
excellenza,
sí, el muro del baluarte se ha caído por tres lugares; luego están las escaleras, las que conducen a la galería oeste. Hace tanto tiempo que están mal, que es peligroso subir por ellas; y el pasadizo que conduce a la gran cámara de roble, la que está por encima del baluarte norte, una noche, el pasado invierno, me aventuré a ir por allí y vuestra
excellenza...

—Bien, basta con eso —dijo Montoni con rapidez—, hablaré contigo mañana.

El fuego ya estaba encendido; Carlo barrió la tierra, colocó las sillas, limpió el polvo de una gran mesa de mármol que había cerca y salió de la habitación.

Montoni y su familia se reunieron alrededor del fuego. Madame Montoni hizo algunos esfuerzos para iniciar una conversación, pero sus cortantes respuestas la detuvieron, mientras Emily, sentada, buscaba fuerzas suficientes para hablar con él. Al fin, con voz temblorosa, dijo:

—¿Puedo, señor, preguntaros el motivo de este viaje inesperado? —tras una pausa, reunió coraje suficiente para repetir su pregunta.

—No me complace contestar preguntas —dijo Montoni—, no te corresponde hacerlas; el tiempo lo hará en mi lugar; pero deseo que no te sientas inquieta y te recomiendo que te retires a tu habitación y te decidas a adoptar una conducta más racional que la de ceder a la fantasía y a una sensibilidad que, para definirla con el nombre más amable, es sólo debilidad.

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