Read Los misterios de Udolfo Online
Authors: Ann Radcliffe
Mientras su imaginación pintaba con toques melancólicos las desiertas llanuras de Troya, como aparecían en este tiempo, reanimó el paisaje con la siguiente historia:
ESTROFAS
Por las llanuras de lIión, donde otrora sangró el guerrero,
y una vez el poeta concibió su huella inmortal,
por las llanuras de lIión un conductor llevó cansado
sus soberbios camellos: por el asolado templo,
a todo lo ancho del triste escenario dirigió su mirada,
cuando las nubes rojizas palidecían por el oeste,
y el crepúsculo dejaba caer sobre el paisaje silencioso
su profundo velo; hacia el este encaminó su paso:
allí, en el límite vacilante del horizonte gris,
se levantaban las arrogantes columnas de la desierta Troya,
y los pastores trashumantes encuentran ahora refugio
entre aquellos muros, donde los príncipes solían regocijarse.
El conductor pasa bajo el pórtico altivo,
en seguida libera a sus camellos de la pesada carga;
comparte con ellos la sencilla colación fría,
y con breve oración se ofrece a Dios.
Viene con mercancías de lejanos países,
sus sufridos sirvientes cargan con toda su fortuna;
profundos y frecuentes suspiros proclaman su ansiedad
por llegar, de nuevo, a la puerta de su feliz morada.
Porque allí le espera su esposa, sus hijos aún pequeños;
sus sonrisas compensarán el afán de muchas horas;
ahora mismo le brotan tiernas lágrimas de esperanza,
cuando esa imagen extiende su poder sobre su ánimo.
Prevalece un silencio mortal, donde en otro tiempo la canción,
la canción de los héroes, despertaba la brisa de medianoche,
se mantenía, mientras que un susurro solemne le envolvía,
y parecía decir: «Preparaos para mundos futuros»:
Porque la voz imperiosa del Tiempo se oía persistente,
sacudiendo el templo de mármol hasta su caída
(con manos conquistadas hace mucho, en vano retrasadas),
y las ruinas lejanas contestaron a su llamada.
Mientras Hamet dormía, sus camellos yacían a su lado,
bajo él, se apilaba su acopio de riqueza;
y allí, su redoma y su alforja estaban vacías,
y también aflauta que le animaba en el desierto.
El Tártaro ladrón espiaba su dormitar,
porque por el desierto, la víspera, observó la caravana.
¡Ah! ¿Quién controlará su sed de rapiña?
¡Quien le pida misericordia, pide en vano!
Llevaba en su cinturón un puñal envenenado,
una espada curvada sujeta al costado,
colgado a la espalda el carjac mortal,
y los niños, al ver su aspecto, ¡habrían muerto de miedo!
La luna fría brillaba a través del templo caído,
el Tártaro se dirigía a su presa dormida;
pero, ¡cuidado! —un camello asustado agitó su esquila,
extendió sus patas dobladas, y echó hacia atrás su adormilada cabeza.
¡Hamet despertó! ¡El puñal centelleó en lo alto!,
rápido saltó de su lecho, y escapó del golpe;
cuando desde una mano desconocida voló la flecha,
que abatió al rufián, en su venganza.
¡Gimió, murió! De más allá, tras un arco de las columnas,
se arrastraba, pálido y silencioso, un pastor leal,
que, mientras vigilaba cómo se reunía su rebaño,
había visto al ladrón espiar el sueño de Hamet.
¡Temiendo por la suya, salvó la vida del desconocido!
El pobre Hamet le estrechaba a su corazón agradecido;
entonces, despiertos sus camellos por el polvo de la lucha,
con el pastor, se apresuró a marchar.
Ahora, la Aurora respira su viento refrescante,
y tiembla leve en las nubes del este;
y ahora, el sol, bajo el velo del crepúsculo,
luce alegre en la distancia, y funde su mortaja.
A todo lo largo de la llanura, sus rayos oblicuos
lanzan sus prolongadas líneas por el solar torreado de Ilión.
El distante Helesponto con los reflejos de la mañana
y el viejo Escamandro envolviendo sus olas en luz.
Todos los gozosos sonidos de las esquilas de los camellos, tan alegres,
y los gozosos latidos del corazón de Hamet, porque a él
cuando la oscura noche se imponga al día,
le verán hijos, esposa y hogar feliz.
Al acercarse Emily a las playas de Italia comenzó a distinguir la riqueza y la variedad de colores del paisaje: las colinas púrpura, ramas de pinos y cipreses, dando sombra a magníficas mansiones, y ciudades asomando entre viñedos y plantaciones. El noble Brenta, lanzando sus olas al mar, apareció en aquel momento y al llegar a su boca, la barcaza se detuvo para que fueran enganchados los caballos que la arrastrarían contra la corriente. Una vez que lo hubieron hecho, Emily echó una última mirada al Adriático y al ligero navegar,
y desde la ola confundida en el cielo alborea en la perspectiva,
y la barcaza lentamente resbaló entre las orillas verdes y frondosas del río. La grandeza de las mansiones palatinas, que adornan estas playas, se veía considerablemente aumentada por los rayos del ocaso, que producían fuertes contrastes de luz y sombra en los pórticos y en las galerías e iluminaban con un brillo suave los naranjos y las altas ramas de pinos y cipreses que rodeaban los edificios. El perfume del naranjo, del mirto y de otras plantas aromáticas se extendía en el aire y, con frecuencia, de aquellos refugios, el aliento de la música robaba la calma y después volvía el silencio.
El sol ya se había ocultado en el horizonte y el crepúsculo se extendió sobre el paisaje. Emily, envuelta en pensativo silencio, continuó contemplando los detalles que gradualmente se desvanecían en la oscuridad. Recordó muchas tardes felices, cuando con St. Aubert había contemplado cómo las sombras del crepúsculo dominaban escenarios tan hermosos como aquél desde los jardines de La Vallée, y una lágrima cayó por su mejilla al recordar a su padre. Su ánimo se vio conmovido por la melancolía, por influencia de la hora, por el leve murmullo de las olas pasando por debajo del navío y por la quietud del aire, que temblaba sólo a intervalos con la música distante. ¿Cómo podría no pensar, en aquellos momentos, en su afecto por Valancourt con presagios llenos de aflicción, cuando últimamente no había recibido cartas suyas que pudieran haber suavizado toda su inquietud? Le parecía a su mente oprimida que le dejaba para siempre y que los países que los separaban no serían recorridos por ella de nuevo. Pensó en el conde Morano con horror, como si fuera en alguna medida la causa de aquello; pero fuera de él, una convicción, si así puede llamarse a lo que aparece sin pruebas, se apoderó de su mente: que no volvería a ver a Valancourt. Aunque sabía que ni la petición de Morano ni las órdenes de Montoni tenían poder legal para obligarla a la obediencia, veía a ambos con temor supersticioso, pensando que al final prevalecería.
Perdida en este sueño melancólico siguió envuelta en lágrimas hasta que fue llamado por Montoni, al que siguió a la cabina, donde habían preparado un refrigerio y estaba sentada sola su tía. El rostro de madame Montoni estaba lleno de resentimiento, lo que parecía ser consecuencia de alguna conversación que hubiera tenido con su marido, que la miraba con una especie de desdén distante y ambos mantuvieron durante algún rato un pesado silencio. Montoni le habló entonces a Emily de monsieur Quesnel:
—¿No persistirás, espero, en negar tu conocimiento del tema de la carta que le dirigí?
—Esperaba, señor, que no fuera necesario que insistiera —dijo Emily—; confiaba, por? vuestro silencio, en que estuvierais convencido de vuestro error.
—En ese caso, has esperado algo imposible —replicó Montoni—; podía tan razonablemente haber esperado encontrar sinceridad y uniformidad de conducta en alguien de tu sexo, como tú convencerme de un error en este asunto.
Emily enrojeció y guardó silencio. Se daba cuenta con toda claridad que había confiado en un imposible, porque, donde no se ha cometido error no cabe la convicción; y era evidente que la conducta de Montoni no había sido consecuencia de un error, sino de un designio.
Ansiosa por escapar de la conversación, que le resultaba a la vez dolorosa y humillante, no tardó en volver a cubierta y en situarse cerca de la popa, sin preocuparse del frío ni del vapor que subían del agua. El aire era seco y tranquilo. Aquí, al menos, la bondad de la naturaleza le permitía la tranquilidad que Montoni le negaba en otra parte. Era más de medianoche. Las estrellas daban la impresión de crepúsculos y servían para dibujar las oscuras líneas de las playas y la superficie gris del río; hasta que la luna asomó tras la rama de un árbol y extendió su brillo sobre el paisaje. De vez en cuando le llegaban a Emily las voces de los remeros y de los que conducían los caballos por la orilla, y de una parte alejada de la barcaza la melancolía de una canción,
El marinero apaciguaba,
bajo la luna trémula, la ola de medianoche.
Mientras tanto, Emily pensaba en su reunión con monsieur y madame Quesnel. Consideraba lo que debía decir en el tema de La Vallée, y entonces, para liberarse de temas más inquietantes, trató de entretenerse descubriendo las líneas oscuras del paisaje, bajo la luz de la luna. Mientras fantaseaba vio, en la distancia, un edificio que asomaba entre los árboles iluminados por la luna, y según se acercaba la barcaza oyó voces y no tardó en distinguir el pórtico de una mansión, a medias cubierto por las ramas de los pinos, que le recordó que era la misma que anteriormente le habían señalado como perteneciente a un familiar de madame Quesnel.
La barcaza se detuvo ante unos escalones de mármol que conducían desde la orilla hasta el césped. Tras el pórtico asomaban algunas luces. Montoni envió a su criado y después desembarcó con su familia. Encontraron a monsieur y madame Quesnel, con algunos amigos, sentados en sofás en el pórtico, disfrutando de la fresca brisa de la noche y tomando frutas y helados, mientras algunos de sus criados, a poca distancia, a la orilla del río, interpretaban una sencilla serenata. Emily ya se había acostumbrado al modo de vida en este cálido país y no se sorprendió al encontrar a monsieur y madame Quesnel en el pórtico, dos horas después de la medianoche.
Tras los saludos usuales, todos se sentaron en el pórtico y les trajeron un refrigerio desde el vestíbulo, donde estaba preparado un banquete atendido por los criados. Cuando la emoción del encuentro fue superada, y Emily se había recobrado de la leve emoción en que se había visto envuelto su espíritu, se quedó sorprendida por la singular belleza del salón, tan perfectamente acomodado a las exuberancias de la estación. Era de mármol blanco, y el techo, que se elevaba en cúpula abierta, estaba sostenido por columnas del mismo material. Dos lados opuestos del mismo terminaban en pórticos abiertos, permitiendo desde dentro una vista completa de los jardines y del paisaje del río; en el centro, una fuente refrescaba continuamente el aire, y parecía aumentar la fragancia que se desprendía de los naranjos próximos, mientras sus aguas al caer producían un grato sonido. Lámparas etruscas, suspendidas desde los pilares, difundían una luz brillante sobre la parte interior del vestíbulo, dejando los pórticos más remotos bajo el suave brillo de la luna.
Monsieur Quesnel habló aparte con Montoni de sus asuntos, en su habitual estilo de autovaloración; comentó sus nuevas adquisiciones y después simuló lamentar algunos de los contratiempos sufridos por Montoni últimamente. Mientras tanto, Montoni, cuyo orgullo al menos le permitía desdeñar ese tipo de vanidad y cuyo discernimiento le hizo detectar bajo esa piedad asumida la frívola maldad de la mente de Quesnel, le escuchó con desdeñoso silencio, hasta que mencionó a su sobrina. Entonces salieron del pórtico y se internaron en el jardín.
Emily seguía atendiendo a madame Quesnel, que hablaba de Francia (incluso el nombre de su país nativo le era querido) y encontró algún placer en mirar a una persona que había estado allí últimamente. Ese país, además, estaba habitado por Valancourt, y escuchó con la leve esperanza de que también él fuera nombrado. Madame Quesnel, que cuando estaba en Francia hablaba con pasión de Italia, ahora, que estaba en Italia, hablaba con igual elogio de Francia, y trataba de excitar la imaginación y la envidia de su audiencia hablando de lugares que ellos no habían tenido la satisfacción de ver. En estas descripciones no sólo se imponía a ellos, sino ante sí misma, ya que nunca pensó en un placer igual al que ya ha pasado y así, el delicioso clima, los naranjos fragantes y todas las exuberancias que la rodeaban, desaparecían sin ser advertidos, mientras su fantasía se desplegaba por las distantes escenas de un país del norte.
Emily escuchó en vano que dijera el nombre de Valancourt. Madame Montoni habló a su vez de las delicias de Venecia y de la satisfacción que le esperaba con la visita al hermoso castillo de Montoni, en los Apeninos. Esta última referencia, al menos, era una simple presunción, porque Emily sabía muy bien que a su tía no le gustaban las grandezas solitarias, y particularmente las que prometía un castillo como el de Udolfo.
Así el grupo continuó conversando, y en la medida en que lo permite la civilización, torturándose unos a otros con mutuas jactancias, mientras seguían reclinados en los sofás del pórtico y estaban rodeados de los encantos tanto de la naturaleza como del arte, ante los cuales cualquier mente honesta se hubiera visto temperada por la tolerancia, y las imaginaciones felices hubieran sucumbido al encanto.
Poco después el amanecer asomó por el horizonte del este y los tintes de la luz de la mañana, expandiéndose gradualmente, fueron mostrando las hermosas siluetas de las montañas italianas y los hermosos paisajes que se extendían a sus pies. Los rayos del sol, asomando tras las colinas, extendieron sobre ellos el tinte azafranado que parece impartir calma a todo lo que toca. El paisaje dejó de brillar; resaltaron todos sus colores, excepto los más lejanos que seguían suavemente unidos en la imprecisión de la distancia, cuyo dulce efecto había levantado el ánimo de Emily por el verdor oscuro de pinos y cipreses que cubrían como arcos el límite del río.
Las gentes del mercado, pasando en sus lanchas hacia Venecia, formaban un cuadro animado en el Brenta. Muchos de ellos tenían pequeños toldos pintados para protege1" a sus propietarios de los rayos del sol, lo que, junto con las pilas de frutas y flores, extendidas por debajo, y la graciosa sencillez de las muchachas campesinas que vigilaban sus tesoros rurales, les daban un aspecto alegre y sorprendente. El rápido movimiento de las lanchas por la corriente, el pronto golpear de los remos en el agua y de vez en cuando los coros de los campesinos, apoyados bajo la vela de sus pequeños barcos o los tonos de algunos instrumentos rústicos, tocados por una una muchacha sentada cerca de la rústica carga llenaban la escena de animación y regocijo.