Los misterios de Udolfo (26 page)

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Authors: Ann Radcliffe

BOOK: Los misterios de Udolfo
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—Hazlo por mí —dijo Emily—, considera lo que yo sufriría con su venganza.

—Lo haré por ti, Emily —replicó Valancourt, con los ojos llenos de lágrimas de ternura y desesperación—. Sí, sí, me someteré. Pero, aunque te he dado mi promesa solemne, no esperes que pueda someterme a la autoridad de Montoni, porque si pudiera, no te merecería. Sin embargo, ¡oh, Emily!, ¡cuánto tiempo he de estar condenado a vivir sin ti, cuánto tiempo pasará antes de que regreses a Francia!

Emily trató de animarle con la seguridad de su afecto inalterable y haciéndole ver que en poco más de un año quedaría libre de la tutela de su tía. Estas afirmaciones dieron muy poco consuelo a Valancourt, que consideró que si para entonces se encontraba en Italia y seguía en su poder, su dominio sobre ella no cesaría por sus derechos; pero simuló que se conformaba. Emily, más tranquila por la promesa que había obtenido y por su aparente tranquilidad, estaba a punto de separarse de él cuando su tía entró en la habitación. Le echó una mirada de reproche y su sobrina se retiró de inmediato, con lo que expresó su profundo desagrado a Valancourt.

—Ésta no es la conducta que hubiera esperado de vos, señor —dijo—, no esperaba veros en mi casa después de que habéis sido informado de que no nos eran gratas vuestras visitas, y menos aún cuando tratáis de tener una entrevista clandestina con mi sobrina, y que ella os la ha concedido.

Valancourt, dándose cuenta de la necesidad de vindicar a Emily por su comentario, explicó que el propósito de su visita había sido solicitar una entrevista con Montoni, y pasó a exponerle las razones de ello, con los modales que el sexo, más que la propia respetabilidad de madame Montoni, demandaban.

Sus argumentos fueron rechazados. Lamentó de nuevo que su prudencia le hubiera hecho ceder a términos de compasión, y añadió que como era tan sensible a la locura de su consentimiento anterior y para prevenir la posibilidad de que se repitiera, había puesto en manos del signor Montoni todo lo concerniente a aquel asunto.

La sensible elocuencia de Valancourt consiguió al final que reaccionara ante su conducta inconveniente y madame Montoni se sintió avergonzada, aunque sin remordimiento. Odiaba a Valancourt por haber despertado en ella aquella sensación dolorosa, y en la misma proporción en la que se sentía disconforme con ella aumentaba su aborrecimiento hacia él. Se hacía aún más molesto, porque el tono templado y las maneras de Valancourt, sin acusarla, la obligaban a hacerlo ella misma. No le dejaba camino a la esperanza para pensar que el odioso retrato que hacía era la caricatura de los prejuicios de él, ni le daba pie para expresar el resentimiento violento con que los contemplaba. Finalmente, su ira aumentó a tal extremo que Valancourt se vio obligado a salir de la casa abruptamente, antes de perder su propia estimación con una respuesta destemplada. Quedó convencido de que no tenía nada que esperar de madame Montoni, de la simple piedad o de la justicia que pueden esperarse de cualquier persona, pues ¿quién puede sentir el dolor de la culpa sin la humildad del arrepentimiento?

Por lo que se refiere a Montoni, tuvo la misma impresión desesperada, puesto que era casi evidente que este plan de separarlos había sido idea suya, y no era probable que cambiara su propio punto de vista por comentarios o demostraciones que ya se habría preparado a resistir. Sin embargo, recordando su promesa a Emily, y más interesado en su amor que celoso de las consecuencias, Valancourt tuvo cuidado en no hacer nada que pudiera irritar innecesariamente a Montoni. En consecuencia, le escribió solicitando una entrevista, y una vez hecho, se decidió a esperar con calma su respuesta.

Madame Clairval había adoptado una actitud pasiva en el asunto. Cuando dio su consentimiento al matrimonio de Valancourt creía de que Emily sería la heredera de la fortuna de madame Montoni; y, aunque, tras la boda de esta última, comprobó que fallaban sus esperanzas, su conciencia no le había permitido adoptar medida alguna que impidiera la unión, pero su benevolencia no era suficientemente activa para impelerla ahora a tomar medida alguna para promoverla. Por el contrario, se sentía secretamente complacida ante la idea de que Valancourt se viera libre del compromiso, que ella consideraba inferior, desde el punto de vista de la fortuna, o sus méritos, del mismo modo que para Montoni era humillante por la belleza de Emily; y, aunque su orgullo se sintió herido porque se hubiera rechazado a un miembro de su familia, desdeñó mostrar su resentimiento como no fuera por el silencio.

Montoni, en su respuesta a Valancourt, dijo que una entrevista no serviría para eliminar las objeciones de uno o para superar los deseos del otro, que produciría sólo un inútil altercado entre ellos. En consecuencia, pensó que lo lógico era rechazarla.

En consideración a la política sugerida por Emily y a la promesa que le hizo, Valancourt contuvo el impulso que le urgía a presentarse en casa de Montoni para solicitar lo que le había sido denegado. Se limitó a repetir su petición de verle, apoyándose en todos los argumentos que su situación le pudo sugerir. Así pasaron varios días para demostrar, por una parte, la negativa inflexible, y, por otra, que fuera por temor, vergüenza u odio, su rechazo no se vio suavizado por la piedad ante la agonía que demostraban las cartas de Valancourt, ni despertaron un sentido de arrepentimiento por la injusticia que con tan fuertes demostraciones había empleado. Al final, las cartas de Valancourt fueron devueltas sin abrir, y entonces, en los primeros momentos de desesperación apasionada, olvidó sus promesas a Emily, excepto la más solemne que le obligaba a evitar cualquier violencia, y se dirigió al castillo, determinado a verle sirviéndose de cualquier medio que fuera necesario. Montoni no quiso recibirle, y Valancourt, cuando preguntó a continuación por madame y por mademoiselle St. Aubert, no fue admitido por los criados. Al no estar dispuesto a enfrentarse a ellos, se marchó y volvió a su casa en un estado próximo a la locura, escribió a Emily contándole lo sucedido y expresándole sin contenerse toda la agonía de su corazón, e indicándole que, puesto que no había otro modo de verla inmediatamente, debía permitirle una entrevista sin informar a Montoni. Poco después de haber enviado la carta, sus pasiones se hicieron más atemperadas y se dio cuenta del error que había cometido al haber dado a Emily nuevos motivos de desesperación con la intensa referencia a sus propios sufrimientos, y habría dado medio mundo, si hubiera sido posible, para recobrar la carta. Sin embargo, Emily no sufrió el dolor que habría recibido con ella, ya que por la política de sospechas de madame Montoni, había ordenado que todas las cartas de su sobrina debían serle entregadas a ella y después de haberlas leído y de manifestar las expresiones de resentimiento que las referencias a Montoni de Valancourt provocaron, la echó a las llamas.

Montoni, mientras tanto, cada día más impaciente por salir de Francia, dio repetidas órdenes a los criados ocupados en las preparaciones del viaje y a las personas con las que transaccionaba algunos negocios particulares. Mantuvo un continuo silencio con referencia a las cartas en las que Valancourt, desesperado, solicitaba la indulgencia de que le fuera permitido despedirse de Emily. Pero cuando se enteró de que Emily saldría de viaje en unos pocos días, y que había sido decidido que no la viera más, olvidando toda consideración de prudencia, se atrevió, en una segunda carta a Emily, a proponerle un matrimonio clandestino. Ésta también fue entregada a madame Montoni, y llegó el último día de la estancia de Emily en Toulouse sin que Valancourt recibiera una sola línea que suavizara su sufrimiento o le diera la esperanza de una entrevista de despedida.

Durante este período de torturante inquietud para Valancourt, Emily estaba sumida en una especie de estupor, superado a veces el sentimiento de su irremediable desgracia. Al amarle con su afecto más tierno y al haberse acostumbrado a considerarle como el amigo y compañero de sus días futuros, no tenía idea alguna de felicidad que no estuviera conectada con él. ¡Cuáles serían, por tanto, sus sufrimientos cuando fueron separados, quizás para siempre, lanzados a distintas partes del mundo, donde no tendrían noticia alguna de la existencia del otro, y todo ello por obedecer la voluntad de un extraño como Montoni, de una persona que hasta hacía muy poco había estado tan interesado en acelerar sus nupcias! Era vano que intentara sobreponerse a su dolor o se resignara ante un acontecimiento que no podía evitar. El silencio de Valancourt la afectó más que sorprenderla, puesto que lo atribuyó a las circunstancias; pero cuando llegó el día anterior al que debía abandonar Toulouse y no oyó mencionar que hubiera sido autorizado para despedirse, venciendo toda su resistencia a hablar de él, preguntó a madame Montoni si también se le había negado ese consuelo. Su tía le informó que así era, añadiendo que, tras la provocación que ella misma había recibido de Valancourt en su última entrevista y la persecución que había sufrido el signor con sus cartas, ningún argumento serviría para que cediera.

—Si el chevalier esperaba este favor de nosotros —dijo—, debería haberse comportado de modo muy distinto; debería haber esperado pacientemente hasta saber si estábamos dispuestos a concedérselo, y no haber venido a reprochármelo porque no me pareciera bien su comportamiento con mi sobrina y después haber insistido en molestar al signor, que no consideró apropiado participar en discusión alguna sobre un asunto tan infantil. Su comportamiento en todo este tiempo ha sido extremadamente presuntuoso e impertinente, y deseo no volver a oír jamás su nombre y que tú te rehagas de esos sufrimientos caprichosos y que no aparezcas ante la gente con ese rostro desmayado, como a punto de llorar. Porque, aunque no digas nada, no puedes ocultarme tu desesperación. Veo claramente que en este momento estás a punto de llorar, aunque yo te lo esté reprochando, incluso ahora mismo, a pesar de mis órdenes.

Emily, que se había vuelto para ocultar las lágrimas, salió de la habitación para dejarse llevar por ellas, y el día transcurrió con la intensidad de una angustia que tal vez no había sentido nunca hasta entonces. Cuando se retiró a su cámara para pasar la noche, se quedó en la butaca en la que se había dejado caer al entrar en la habitación, absorta en su dolor, hasta que mucho después de que todos los miembros de la familia, excepto ella, se hubieran retirado a descansar. No podía aceptar la idea de que habría de marcharse sin ver a Valancourt; una creencia que no le despertaba simplemente las presentes circunstancias, sino la idea del prolongado viaje que estaba a punto de iniciar y la certidumbre sobre su regreso, junto con la prohibición que había recibido y el presentimiento de que se alejaba de Valancourt para siempre. ¡Era terrible para su imaginación también, la distancia que los separaría, con los Alpes como tremenda barrera! ¡Países enteros se extenderían entre los que habitarían cada uno! Vivir en provincias limítrofes, vivir incluso en el mismo país, aunque no se vieran, era casi una comparativa felicidad a la convicción de la terrible distancia que los separaría.

Su mente se vio tan agitada por la consideración de su estado y la creencia de que había visto a Valancourt por última vez, que se sintió casi desmayada, y al mirar por la habitación, como buscando algo que pudiera reanimarla, detuvo la vista en las ventanas y reunió fuerzas para abrir una de ellas, sentándose cerca de la misma. El aire reanimó su espíritu y la luz de la luna, que caía sobre los olmos de la larga avenida, frente a la ventana, le decidió a tratar que el ejercicio y el aire libre aliviaran el intenso dolor que golpeaba sus sienes. En el castillo todo estaba silencioso, y cruzando después la escalera por el vestíbulo, se dirigió a un pasillo que conducía directamente al jardín. Con suavidad y sin que la oyeran, pensó, abrió la puerta y salió a la avenida. Emily avanzó con paso rápido cuando, engañada por las sombras de los árboles, tuvo la impresión de que se movía una persona en la distancia y temió que fuera un espía de madame Montoni. Sin embargo, deseaba volver al pabellón donde había pasado tantas horas felices con Valancourt y había admirado con él la extensa perspectiva de Languedoc y su nativa Gascuña, pero se vio coartada por el temor a ser observada y avanzó hacia la terraza que se extendía a lo largo del jardín superior, que permitía la vista del de abajo y que comunicaba con él por medio de unos escalones de mármol que concluían en la avenida.

Al llegar a la corta escalera se detuvo un momento para mirar alrededor, ya que al alejarse del castillo habían aumentado los temores, que el silencio, la oscuridad y la hora despertaban. Pero, al no ver nada que pudiera justificarlos, subió a la terraza, que quedaba iluminada por la luna con el pabellón en uno de sus extremos, mientras los rayos plateaban los altos árboles y las ramas que la bordeaban por el lado derecho y las copas de los que asomaban desde el jardín inferior. La distancia desde el castillo volvió a alarmarla y se detuvo de nuevo para escuchar. La noche era de tal calma que ni un solo sonido podía escapársele, pero sólo oyó el dulce canto del ruiseñor, con el ligero temblor de las hojas, y prosiguió su camino hacia el pabellón, al llegar al cual, la oscuridad no impidió la emoción que una vista más completa de aquel escenario tan conocido habría excitado en mayor medida. Las celosías estaban abiertas y se colocó bajo el arco y ante el paisaje iluminado por la luna. Poco a poco las llanuras se fueron iluminando ante su vista, las montañas distantes, y el río próximo, que reflejaba la luna y temblaba bajo sus rayos.

Al aproximarse a las celosías, Emily se vio afectada por el escenario que traía a su mente la imagen de Valancourt.

—¡Ah! —dijo, con un profundo suspiro, mientras se dejaba caer en una silla próxima a la ventana—, ¡cuántas veces hemos estado sentados juntos aquí mismo, cuántas veces hemos contemplado este paisaje! ¡Nunca, nunca más volveremos a verlo juntos, nunca, nunca más, quizá, nos volveremos a ver!

Sus lágrimas se vieron detenidas de pronto por el terror. Una voz habló a su lado en el pabellón. Sintió un escalofrío. La voz habló de nuevo y distinguió el timbre familiar de Valancourt. ¡Era efectivamente Valancourt el que la sostenía en sus brazos! Durante algunos momentos su emoción le impidió hablar.

—¡Emily! —dijo Valancourt, mientras presionaba su mano con la suya—. ¡Emily! —Se quedaron de nuevo en silencio, pero el tono con que había pronunciado su nombre expresó toda su ternura y desesperación.

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