Los misterios de Udolfo (106 page)

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Authors: Ann Radcliffe

BOOK: Los misterios de Udolfo
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—No me parece extraordinario, madame —replicó Ludovico—, el que esa puerta no fuera advertida, porque está situada en un compartimento estrecho que parece formar parte de un saliente del muro, y si el conde no pasó por él, pudo pensar que no tenía sentido buscar una puerta donde no es posible imaginar que comunique con un pasadizo, pero lo cierto es que ese pasadizo está dentro del mismo muro. Pero, regreso a los hombres, a los que vi de modo impreciso tras la puerta y que no me hicieron esperar mucho dudando sobre sus intenciones. Entraron todos en la habitación y me rodearon, aunque no antes de que tirara de mi espada para defenderme. Pero ¿qué puede hacer un hombre contra cuatro? No tardaron en desarmarme, y tras atarme los brazos y amordazarme, me obligaron a cruzar aquella puerta, dejando mi espada sobre la mesa, para que, como dijeron, los que llegaran por la mañana, me buscaran tras haber luchado contra los fantasmas. Me condujeron por pasadizos muy estrechos, cortados, según supuse en los muros, porque no los había visto nunca antes, y tras bajar varios tramos de escalera, llegamos a las bóvedas bajo el castillo. Allí, abriendo una puerta de piedra que podía tomarse por el muro mismo, fuimos por un largo corredor y bajamos otros escalones cortados en la roca y otra puerta nos condujo a una caverna. Tras recorrer las galerías de la misma durante algún tiempo, llegamos a su boca y me encontré en una playa al pie de los acantilados sobre los que se asienta el castillo . Había una barca esperando, a la que me hicieron subir los rufianes y no tardamos en llegar a un barco pequeño que estaba anclado, donde aparecieron otros hombres. Después de hacerme subir a bordo, dos de los hombres que se habían apoderado de mí me siguieron, y los otros dos remaron de regreso hacia la costa, mientras los demás zarpaban. No tardé en descubrir de qué se trataba todo aquello y cuál era el negocio de aquellos hombres en el castillo. Atracamos en el Rosellón, y después de esperar varios días en la costa, algunos de sus camaradas bajaron de las montañas y me llevaron al fuerte, donde permanecí hasta que mi señor llegó tan inesperadamente, ya que se habían ocupado de impedir que me escapara vendándome los ojos durante el viaje, aunque si no lo hubieran hecho, creo que tampoco habría sabido encontrar mi camino a alguna ciudad por el agreste recorrido que atravesamos. Cuando llegamos al fuerte fui vigilado como un prisionero y nunca me dejaron salir sin ir acompañado de dos o tres de ellos. Me sentí tan cansado de vivir que más de una vez deseé acabar con todo aquello.

—Bueno, pero ellos te dejaban hablar —dijo Annette—, no te tuvieron amordazado después de hacerte salir del castillo, así que no veo qué razón tenías para estar tan cansado de vivir, eso sin decir nada de la posibilidad que tenías de volver a verme.

Ludovico, sonrió, así como Emily, que le preguntó cuál era el motivo que tuvieron aquellos hombres para llevárselo.

—No tardé en descubrir, madame —prosiguió Ludovico—, que son piratas, que durante muchos años han ocultado sus expolios en los sótanos del castillo, que al estar tan cerca del mar reúne todas las condiciones para sus propósitos. Para prevenir ser detenidos, han tratado de hacer creer que el castillo está encantado y, tras descubrir los pasajes secretos a las estancias del lado norte, que han estado cerrados desde la muerte de la señora marquesa, lo lograron fácilmente. El ama de llaves y su marido, que eran las únicas personas que habitaron el castillo durante años, estaban tan aterrorizados con los ruidos extraños que oían por las noches que no quisieron seguir viviendo allí; la información no tardó en extenderse y todos los alrededores se convencieron de que estaba encantado. Supongo que porque se dijo que la fallecida marquesa había muerto en extrañas circunstancias y porque el señor nunca volvió al lugar después de ello.

—Pero, ¿por qué —preguntó Emily— los piratas no se conformaron con la cueva? ¿Por qué consideraron necesario depositar sus botines en el castillo?

—La cueva, señora —replicó Ludovico—, estaba abierta a cualquiera y sus tesoros no habrían permanecido allí sin ser descubiertos, pero en los sótanos los tenían ' seguros mientras se mantuviera la creencia de que estaban encantados. Así, parece que llevaban a medianoche lo que expoliaban en el mar y lo guardaban hasta tener oportunidades para comerciar con ello en su beneficio. Los piratas estaban relacionados con contrabandistas españoles y bandidos que viven por los agrestes Pirineos, y que llevan adelante varias clases de tráfico, al extremo de que nadie puede sospecharlo, y con esta horda desesperada de bandidos permanecí hasta que llegó mi señor. Nunca olvidaré lo que sentí cuando le descubrí, i ya le daba por perdido!, pero sabía que si me asomaba, los bandidos descubrirían quién era y probablemente le asesinarían para prevenir que fuera detectado su secreto en el castillo. En consecuencia, me mantuve fuera de la vista del señor, pero vigilé cuidadosamente a los rufianes y decidí que si se presentaban ante él o ante su familia violentamente, me descubriría y lucharía por nuestras vidas. Poco después tuve ocasión de oír a algunos de ellos preparando un plan diabólico para asesinar y robar a todo el grupo, por lo que me decidí a hablar con algunos de los criados de mi señor, informándoles de lo que se preparaba y comentamos lo que podríamos hacer. Mientras tanto, mi señor, alarmado por la ausencia de la condesa Blanche, preguntó por ella. Los rufianes dieron una respuesta poco satisfactoria y mi señor y monsieur St. Foix se pusieron furiosos, por lo que pensamos que era el momento adecuado para descubrir el complot y corrimos hacia la habitación. Yo grité: «¡Traición, mi señor conde, defendeos!» Su señoría y el chevalier sacaron sus espadas y tuvimos una dura batalla, pero vencimos finalmente, como, madame, ya habéis sido informada por mi señor el conde.

—Es una aventura extraordinaria —dijo Emily—, y debes ser elogiado, Ludovico, por tu prudencia e intrepidez. Sin embargo, hay algunos detalles en relación con las habitaciones del lado norte que siguen dejándome perpleja, y quizá puedas explicarlas. ¿Oíste alguna vez a los bandidos contar algo extraordinario de esas habitaciones?

—No, madame —replicó Ludovico—, nunca les oí hablar de esas cámaras, excepto para reírse de la credulidad del ama de llaves, que en una ocasión estuvo muy cerca de descubrir a uno de los piratas. Sucedió después de que el conde llegara al castillo, dijo, y se rió con fuerza al contar el truco que le había gastado.

El rostro de Emily se cubrió de sonrojo y deseó impacientemente que Ludovico se lo explicara.

—Veréis, mi señora —dijo—, según estaba ese hombre una noche en la alcoba, oyó que alguien se acercaba desde la habitación contigua, y al no tener tiempo para levantar el tapiz y abrir la puerta, se escondió en la cama. Allí permaneció echado durante algún tiempo, con gran temor, supongo...

—Como cuando tú estabas dentro —interrumpió Annette—, sentado para vigilar.

—Tan temeroso como jamás he estado en mi vida —dijo Ludovico—, y en ese momento el ama de llaves y otra persona se acercaron a la cama, cuando él, creyendo que iban a examinarla, pensó que su única oportunidad de escapar sin ser visto estaba en aterrorizarles. Así que abrió la cortina, pero no reaccionaron hasta que asomó la cara por ella. Entonces, dijo, ambas se marcharon como si hubieran visto al demonio y pudo salir de allí sin ser descubierto.

Emily no pudo evitar el sonreír ante esta explicación decepcionante, que le había dado tantas supersticiones terroríficas, y se sorprendió de que hubiera sido capaz de sentirse tan asustada, hasta que consideró que, cuando la mente ha empezado a ceder a la debilidad de la superstición, el engaño se acentúa con la fuerza de la convicción. Con todo, recordó con cierto temor la música misteriosa que había oído a medianoche, cerca del Chateau-Ie-Blanc, y le preguntó a Ludovico si le podía dar alguna explicación de ello, pero no lo sabía.

—Lo único que sé, madame —añadió—, es que no procede de los piratas, porque les oí reírse de ello y decir que creían que el demonio estaba de su parte.

—Sí, yo contestaría que así era —dijo Annette, con el rostro iluminado—, del mismo modo que todo el tiempo estaba segura de que él o su espíritu tenían algo que ver con esas habitaciones y, como veis, madame, tengo razón.

—No puedo negar que sus espíritus han estado muy ocupados en esa parte del castillo —replicó Emily, sonriendo—, pero me sorprende, Ludovico, que esos piratas sigan cometiendo sus fechorías después de la llegada del conde. ¿Qué otra cosa pueden esperar que no sea su detención cierta?

—Tengo razones para creer, madame —replicó Ludovico—, que tenían la intención de no seguir más de lo necesario hasta retirar los almacenes que tienen depositados en los sótanos, y parece que se han estado ocupando de ello durante un corto período después de la llegada del conde; pero, como sólo cuentan con unas pocas horas de la noche para el asunto y siguen llevando adelante otras fechorías, los sótanos sólo habían sido vaciados a medias cuando me secuestraron. Acertaron plenamente con esta oportunidad para confirmar los temores supersticiosos que habían extendido sobre esas habitaciones y fueron cuidadosos en dejar todo como lo habían encontrado, que consideraban lo mejor para despertar la decepción, y con frecuencia, en tono jocoso, reían por la consternación que creían que sufrían los habitantes del castillo por mi desaparición. Para prevenir la posibilidad de que descubriera su secreto, me trasladaron tan lejos. Desde aquel momento consideraron que el castillo era como suyo; pero descubrí, por las conversaciones de sus camaradas, que pese a que fueron precavidos al principio en manifestar su poder allí, en una ocasión casi se traicionaron. Al acudir una noche a las habitaciones del lado norte, como era su costumbre, para repetir los ruidos que habían despertado tanta alarma entre los criados, oyeron, cuando abrían la puerta secreta, unas voces en la alcoba. Mi señor me ha dicho que él y monsieur Henri estaban en la habitación y oyeron lamentos extraños, que parece que fueron hechos por estos tipos, con su habitual propósito de aterrorizar, y mi señor sintió algo más que sorpresa, pero era necesario para la paz de la familia que nadie se enterara de ello, por lo que mantuvo silencio sobre el asunto, y obligó a su hijo a hacer lo mismo.

Emily, recordando el cambio que se había producido en el ánimo del conde tras aquella noche, cuando estuvo vigilando en las habitaciones, comprendió la causa de ello, y, tras algunas otras preguntas sobre el extraño asunto, despidió a Ludovico y se dispuso a dar órdenes para la acomodación de sus amigos al día siguiente.

Por la tarde, Theresa, a pesar de su debilidad, llegó para entregarle el anillo que Valancourt le había confiado. Cuando se lo mostró, Emily se sintió muy afectada, ya que recordó que se lo había puesto con frecuencia en los días felices. Sin embargo, estaba contrariada porque Theresa lo hubiera recibido y rehusó decididamente aceptarlo, aunque el hacerlo le hubiera proporcionado una satisfacción melancólica. Theresa insistió, describiendo después la desesperación de Valancourt cuando se lo había entregado, y repitió el mensaje con el que la había comisionado para que se lo diera. Emily no pudo ocultar el dolor extremo que su narración le había ocasionado, y lloró, permaneciendo perdida en sus pensamientos.

—Mi querida señorita —dijo Theresa—, ¿por qué ha de suceder todo esto? Os conozco desde vuestra infancia y es justo suponer que os quiero como si fuerais mía, tanto como deseo veros feliz. No he visto a monsieur Valancourt durante mucho tiempo, pero tengo razones para quererle como si fuera mi propio hijo. Sé cómo le queréis y él a vos, si no ¿a qué viene todo ese llorar y desesperarse?

Emily hizo una señal con la mano a Theresa para que guardara silencio, quien, sin atender su indicación, continuó:

—Así lo parecen vuestro temperamento y comportamiento, y, si os hubierais casado, seríais la pareja más feliz de toda la provincia..., entonces ¿qué es lo que os impide que os caséis? ¡Dios mío! Ver como algunas personas huyen de su felicidad y luego lloran y se lamentan por ello como si no fuera por su propia decisión, y como si fuera más grato ese lamentarse y llorar que vivir en paz. Aprender es sin duda una buena cosa, pero si no sirve más que para enseñaros eso, prefiero vivir sin saber nada. Si enseñara a ser más feliz, haría algo para aprender y alcanzar también la sabiduría.

La edad y los largos servicios habían concedido a Theresa el privilegio de hablar, pero Emily procuró controlar su locuacidad, y, aunque sentía la exactitud de algunas de sus observaciones, no quiso explicar las circunstancias que habían decidido su conducta hacia Valancourt. En consecuencia, sólo le dijo que le desagradaría volver a tratar el tema; que tenía razones para su conducta que no consideraba apropiado mencionar, y que el anillo debería ser devuelto, con la afirmación de que no podía aceptarlo, y, al mismo tiempo, prohibió a Theresa que le trajera nuevos mensajes de Valancourt, aunque valoraba su estima y su bondad. Theresa se afligió e hizo otro intento, aunque débil, para interesarla en Valancourt, pero el desagrado nada frecuente que expresaba el rostro de Emily no tardó en obligarla a desistir y se despidió asombrada y lamentándose.

Para liberar su mente, en cierta medida, de los dolorosos recuerdos que acudían a ella, Emily se entretuvo en las preparaciones para su viaje a Languedoc, y, mientras Annette, que la ayudaba, hablaba con alegría y afecto del regreso feliz de Ludovico, consideraba cómo podría promover su felicidad y decidió que si no cambiaba su afecto por la simple y honesta Annette, les daría en su matrimonio una parte de la tierra para que se pudieran establecer en sus propiedades. Estas consideraciones la llevaron a recordar los dominios por el lado paterno de su padre, cuyos asuntos le habían obligado a disponer de ellos para monsieur Quesnel y que con frecuencia deseaba recuperar, porque St. Aubert se había lamentado de que las tierras principales de sus antecesores hubieran pasado a otra familia y porque habían sido el lugar de su nacimiento y la sombra de sus primeros años. Por las propiedades en Toulouse no tenía una atracción especial y deseaba disponer de ellas para poder comprar los dominios paternales si monsieur Quesnel se mantenía en su deseo, puesto que había hablado de marcharse a vivir a Italia, lo que no parecía muy improbable.

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