Los misterios de Udolfo (80 page)

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Authors: Ann Radcliffe

BOOK: Los misterios de Udolfo
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—No —replicó Blanche, riendo—, parece que os encantan las aventuras y dejaré que seáis vos quien las tenga.

—Estoy dispuesta a ello, siempre que se me permita contarlas luego.

—Mi querida mademoiselle Beam —dijo Henri, al encontrarse con ella en la puerta del salón—, ningún fantasma de estos tiempos sería tan salvaje como para imponeros silencio. Nuestros fantasmas son demasiado civilizados para condenar a una dama a un purgatorio más duro incluso que el suyo propio, como ése del silencio.

Mademoiselle Beam replicó sólo con risas y, tras haber entrado el conde en la habitación, se sirvió la cena durante la cual habló poco, pareció con frecuencia abstraído y ausente y más de una vez observó que el lugar había sido muy cambiado desde que él lo vio por última vez.

—Han pasado muchos años desde entonces —dijo— y aunque las grandes líneas no admiten cambios, me dan la impresión de ser muy diferentes de las que vi anteriormente.

—¿Resultaban entonces, señor —dijo Blanche—, más hermosas que ahora? Me parece casi imposible.

El conde, tras dirigirle una sonrisa melancólica, dijo:

—En aquel tiempo me resultaron tan encantadoras como te parecen a ti ahora. El paisaje no ha cambiado, pero el tiempo sí me ha cambiado a mí, y mi imaginación llena de ilusiones, que participaba del espíritu de los colores de la naturaleza, se va perdiendo. Si vives lo suficiente, mi querida Blanche, para volver a visitar este lugar tras muchos años, quizá recordarás y comprenderás los sentimientos de tu padre.

Blanche, afectada por estas palabras, permaneció silenciosa, y pensó en ese tiempo que el conde anticipaba, y consideró que él, que hablaba así ahora, ya no estaría con ella. Dirigió la mirada al suelo y los ojos se le llenaron de lágrimas. Extendió la mano a la de su padre, quien sonriendo afectuosamente, se levantó de la silla y se dirigió a una ventana para ocultar la emoción.

Las fatigas del día hicieron que se separaran muy temprano y Blanche se retiró por la galería de roble hasta su cuarto, cuyas espaciosas paredes con viejas ventanas no le hicieron sentirse cómoda en aquel antiguo edificio. También los muebles eran antiguos; la cama de damasco azul, adornado con cintas de oro y con el palio en forma de dosel, del que descendían las cortinas, como las que representan a veces viejos cuadros y que exhibían los tapices que decoraban la cámara. Para Blanche todo era objeto de curiosidad, y al coger la lámpara que llevaba su sirviente para examinar los tapices, comprobó que representaban escenas de la guerra de Troya, aunque estaban descoloridos y parecían un remedo de las heroicas acciones que fueron representadas en otro tiempo.

Tras dar a su sirviente estrictas instrucciones para que la despertara antes de que amaneciera, la despidió; y después, para disipar la tristeza que las reflexiones habían impreso en su ánimo, abrió uno de los altos ventanales y se sintió de nuevo animada ante el rostro de la naturaleza viva. La tierra envuelta en sombras, el aire y el océano, todo estaba en total quietud. En la profunda serenidad de los cielos flotaban lentamente unas pocas nubes ligeras, a través de las cuales las estrellas parecían temblar un momento para emerger después con un esplendor más puro. Los pensamientos de Blanche alcanzaron involuntariamente al Gran Autor de aquellos sublimes objetos que contemplaba y pronunció una oración con una devoción que nunca había alcanzado bajo el techo del claustro. Permaneció en la ventana hasta medianoche, en que se extendió la tristeza de la noche. Se retiró entonces a su lecho, «con las alegres visiones de la mañana», a los dulces sueños que sólo conoce la salud y la inocencia feliz.

«Mañana a los bosques frescos y prados nuevos.»

Capítulo XI
¡Qué rapto retroceder a nuestros juegos tempranos,
nuestro fácil deleite, cuando todo nos proporcionaba alegría,
los bosques, las montañas y el susurrante laberinto
de los arroyos alocados!

THOMSON

L
os sueños de Blanche continuaron hasta mucho después de la hora en la que con tanta impaciencia había insistido, porque su sirviente, fatigada por el viaje, no la llamó hasta que el desayuno estaba casi servido. Su desilusión, no obstante, desapareció instantáneamente cuando al abrir la ventana vio a un lado el ancho mar chispeante por los rayos de la mañana, con sus barcos deslizantes y el ruido de los remos; y a otro lado los bosques frescos, las llanuras que se alejaban en la distancia, y las montañas azules, reluciendo todo en el esplendor del día.

Al aspirar aquella brisa pura, una sensación saludable se extendió por su rostro y la satisfacción bailó en sus ojos.

—¡Quién pudo inventar los conventos! —dijo—. ¿Y quién pudo persuadir a la gente para que entrara en ellos, y hacer de la religión su objetivo, cuando todo lo que puede inspirarla fue dejado fuera tan cuidadosamente? Dios recibe el mejor homenaje del corazón agradecido, y cuando contemplamos sus glorias es cuando más sentimos ese agradecimiento. Nunca he tenido tanta devoción, durante los muchos y aburridos años en los que he estado en el convento, como la que he sentido en las pocas horas en las que he estado aquí, donde sólo necesito mirar a mi alrededor para adorar a Dios desde lo más profundo de mi corazón.

Tras decir esto, se apartó de la ventana y se dirigió a la galería. Después entró en el salón del desayuno, en el que ya estaba sentado el conde. La animación del sol brillante había dispersado las impresiones melancólicas de sus meditaciones, una sonrisa de satisfacción se imponía en su rostro y le habló a Blanche en tono ligero, cuyo corazón respondió con el eco de su tono. Poco después aparecieron Henri y la condesa con mademoiselle Beam. Todos ellos parecieron participar de la influencia del escenario e incluso la condesa estaba tan reanimada que recibió los comentarios de su marido con complacencia, y sólo olvidó una vez su buen humor cuando preguntó si tenían algunos vecinos que permitieran hacer más tolerable aquel lugar bárbaro, y si el conde creía que era posible para ella vivir sin algún entretenimiento.

Concluido el desayuno el grupo se separó. El conde, tras ordenar a su criado que le acompañara a la biblioteca, se marchó a revisar la situación de todo y a visitar a algunos de sus colonos; Henri corrió a la playa para examinar una barca que le serviría para un pequeño viaje por la tarde y supervisar los ajustes de un toldo de seda; mientras, la condesa, atendida por mademoiselle Bearn, se retiró a una habitación en la parte más moderna del castillo, que estaba decorada con un aire elegante, y como las ventanas daban a unos miradores frente al mar, se evitó la vista de los
horribles
Pirineos. Allí, reclinada en un sofá, y dejando vagar la mirada por el océano, que asomaba por encima del bosque, se entretuvo con los placeres del tedio, mientras su acompañante leía en voz alta una novela sentimental, o algún sistema filosófico de moda, porque la condesa era, en cierto modo,
filósofa
, especialmente en lo relativo a la
infidelidad,
y en ciertos círculos sus opiniones eran esperadas con impaciencia y recibidas como doctrina.

Mientras tanto, Blanche corrió a perderse por paseos en los bosques alrededor del castillo, con nuevo entusiasmo, donde según vagaba bajo las sombras su ánimo alegre cedió gradualmente a una complacencia pensativa. Avanzó con paso solemne, entre la umbría de las ramas, donde el rocío fresco seguía en las flores, que asomaban entre la hierba, y, en otros momentos, recorrió el sendero en el que caían los rayos del sol y temblaban las hojas de las acacias, mezclándose con los tintes solemnes de cedros, pinos y cipreses, exhibiendo un claro contraste de colores, como el del majestuoso roble y el plátano oriental, frente a la ligereza del alcornoque y la gracia airosa del álamo.

Al llegar a un asiento rústico, en un claro profundo del bosque, se sentó a descansar, mientras su mirada se dirigía por una abertura a las azules aguas del Mediterráneo, con las velas blancas deslizantes, o hacia la ancha montaña, reluciendo bajo el sol del mediodía, y su mente experimentó el placer exquisito que despierta la fantasía y lleva a la poesía. La quietud que la rodeaba se veía rota únicamente por el zumbido de las abejas y otros insectos que volaban alegres en la sombra o libaban en las flores frescas, y, al contemplar a una mariposa, que pasaba de capullo en capullo, Blanche se dejó llevar por el placer del día hasta que compuso las siguientes estrofas.

LA MARIPOSA A SU AMOR

¿Qué frondosa cañada, de aromático aliento,
te galantea para que detengas tu vuelo etéreo;
y no busques de nuevo el matorral brillante,
tantas veces escenario de alegre encanto?

Largo tiempo he observado la campana del lirio,
cuya blancura hurtaba el rayo de la mañana;
ningún aleteo anuncia tu llegada,
ni, en la distancia, centellea el agitar de alas.

Ni fresca fuente, ni enramada de descanso,
ni pradera soleada, ni árbol florecido,
resultan tan dulces como la morada del lirio,
la enramada de amor constante y yo.

Cuando los capullos de abril empiezan a florecer,
las primaveras, y las campanillas azules,
que crecen en el musgo verde de la ribera,
con cálices violeta, que lloran rocío;

cuando ventarrones desenfrenados alientan por la umbría,
y sacuden las flores, y roban su fragancia,
y dilatan el canto de todas las ciénagas,
recorro las verdes soledades del bosque;

allí, por el juego enmarañado de senderos de árboles
por donde no pasean próximos toscos pilluelos,
donde apenas asoma el día sofocante,
y la luz rocía de frescor el aire.

En lo alto, con un rayo de sol me entretengo
sobre enramadas y fuentes, valles y colinas;
a menudo cortejo a las florecillas ruborosas,
que suspenden sus copas sobre el recodo del arroyo.

Pero las dejo para que sean tu guía,
y te muestro, donde crece el jazmín,
su hoja nívea, donde se esconde la flor de mayo,
y los capullos de la rosa alzan sus copas curiosas.

Escala conmigo la cumbre de la montaña,
y prueba el dulce florecer del tomillo silvestre,
cuya fragancia, flotando en el ventarrón,
me lleva a veces a la oscuridad del cedro.

¡Sin embargo, la brisa no me trae sonido alguno!
¿Qué umbría se atreve así a intentar detenerte?
En otro tiempo, sólo a mí deseabas complacer,
y sólo conmigo te habrías extraviado.

Pero, mientras lamento tu largo retraso,
y regaño a las dulces enramadas por su engaño,
tú pudieras ser sincera, y ellas desdichadas,
y preferencias de hada cortejar tu sonrisa.

La minúscula reina del país de las hadas,
que conoce tu rapidez, te ha enviado lejos,
para traer, antes de poner la guardia nocturna,
ricas esencias para su carroza umbrosa;

acaso para llenar sus copas de bellota
con néctar de la rosa de la India,
o reunir, cerca de algún arroyo encantado,
rocíos de mayo, que arrullen hasta el sueño las promesas de Amor;

o, sobre las montañas, hacerte volar
para decirle a su amor que se apresure,
cuando la tarde se extiende bajo el cielo,
para bailar por el prado del crepúsculo.

Pero ya te veo mecerte en el aire,
alegre como las flores más brillantes de la primavera,
conozco tu manto azul y azabache
y muy bien tus alas de oro y púrpura.

Traída por el viento, vienes a mí,
¡Oh! ¡Bienvenida, bienvenida a mi hogar!
¡En el interior del lirio viviremos en júbilo,
juntos, sobre las montañ as, vagaremos!

Cuando Blanche regresó al castillo, en lugar de acudir a las habitaciones de la condesa, se entretuvo vagando por las partes del edificio que aún no había examinado. La más antigua atrajo primero su curiosidad, porque, aunque lo que había visto en la moderna era alegte y elegante, en la otra había algo más interesante para su imaginación. Tras cruzar la gran escalera y a través de la galería de roble, entró en una larga sucesión de habitaciones cuyos muros estaban cubiertos con tapices o revestidos de cedro, y cuyo mobiliario parecía tan antiguo como las mismas cámaras. Las espaciosas chimeneas no mostraban resto alguno de entretenimientos sociales y presentaban una imagen de fría desolación, y todo el conjunto tenía tal aire de abandono que parecía que las personas venerables, cuyos retratos estaban colgados en los muros, habían sido sus últimos habitantes.

Al dejar estas habitaciones se encontró en otra galería, a cuyo término había una escalera y en el otro extremo una puerta, que parecía comunicar con la parte norte del castillo, pero, al encontrarla cerrada, descendió por la escalera y, tras abrir una pequeña puerta en el muro, unos escalones más abajo se encontró en una pequeña habitación cuadrada que formaba parte de la torre oeste del castillo. Sus tres ventanas ofrecían un espectáculo hermoso y distinto. La del norte daba al Languedoc; otra al oeste, con las colinas ascendiendo hacia los Pirineos, cuyas temibles cumbres coronaban el paisaje; y la tercera, frente al sur, daba al Mediterráneo y a una parte de las costas salvajes del Rosellón.

Dejó el torreón y descendió por una escalera estrecha hasta encontrarse en un pasadizo oscuro, por el que vagó, incapaz de encontrar su camino, hasta que la impaciencia cedió al temor y llamó pidiendo ayuda. Al momento oyó pasos que se aproximaban y vio una luz que brillaba al otro lado de la puerta en uno de los extremos del pasadizo, puerta que fue abierta con precaución por alguna persona que no se atrevió a avanzar y a la que Blanche observó en silencio hasta que la puerta fue cerrada. Gritó de nuevo y corrió por el pasadizo, descubriendo a la vieja ama de llaves.

—Querida mademoiselle, ¿sois vos? —dijo Dorothée—, ¿cómo habéis llegado hasta ahí?

Si Blanche hubiera estado menos preocupada por sus propios temores, es probable que hubiera observado la fuerte expresión de terror y de sorpresa que mostraba el rostro de Dorothée, que la condujo a través de una serie de pasillos y habitaciones que parecían no haber sido habitados durante un siglo, hasta que llegaron al que le pareció apropiado al ama de llaves, donde Dorothée le rogó que se sentara y comiera algo. Blanche aceptó los dulces que le ofrecía, mencionó su descubrimiento de la grata torre y su deseo de utilizarla para sí. Fuera porque el gusto de Dorothée no era tan sensible a las bellezas del paisaje como el de su joven ama o porque la constante contemplación del hermoso escenario la había saturado, evitó compartir el entusiasmo de Blanche, que, sin embargo, su silencio no rechazó. A la pregunta de Blanche de adónde conducía la puerta que había encontrado cerrada al final de la galería, contestó que a una serie de habitaciones en las que hacía muchos años que no entraba nadie: «Porque —añadió— mi difunta señora murió en una de ellas y desde entonces no he tenido fuerza de corazón para volver.

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