Los hombres lloran solos (40 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los hombres lloran solos
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Mateo no podía con su alma, y advertía reticencias no sólo en la actitud de Ignacio y Ana María, sino en la propia Pilar.

—Sí, es una traición… —le decía al gobernador—. Pero yo sigo a tu lado, confiando. Y somos varios millones los que no hemos bajado la guardia. El prestigio de Franco es internacional. Ayer nos llegó en
Amanecer
la noticia de que él y el conde de Jordana han iniciado gestiones para que los aliados hagan las paces con Alemania y que todos juntos se lancen contra el bolchevismo… Porque, una cosa es segura: destruir el nazismo es dar las llaves de Europa al oso moscovita. Y digo oso porque a ti, en Albacete, te gustaba cazarlos…

Mateo era el gran consuelo del gobernador. ¡Qué entereza la suya! ¡Y cuánta fidelidad! Lo mismo que Marta. Marta había manifestado muchas veces sus recelos contra don Juan, ¡cadete que fue de la Marina británica! Marta era también un apoyo moral valioso para aquellos hombres convencidos de que la camisa azul duraría toda la vida, para el bien de España.

Sí, el momento era malo, pero estaban acostumbrados a la lucha.

—¿Te acuerdas del Alzamiento? Casi toda España estaba en poder de los rojos y conseguimos dar el vuelco a la situación.

Los tres ex divisionarios, Pedro Ibáñez, León Izquierdo y Evaristo Rojas habían acudido al Gobierno Civil «a recibir instrucciones».

—Si hay que volver a las andadas, aquí estamos…

—Gracias, muchachos. Pero de momento el pulso del Caudillo sigue firme como cuando liberó el Alcázar.

También Rogelio acudió, harto de oír alusiones en la cafetería España. Incluso se rumoreaba que en Madrid se había instalado, con plena autorización, una representación de la Francia Libre, es decir, de la Francia de De Gaulle…
Cacerola
negaba que esto pudiera ser verdad. «Pues me temo que lo es —le decía Lourdes, su novia invidente, que se pasaba el día escuchando la radio—. No sé lo que va a pasar».

Un detalle desconcertó más aún al camarada Montaraz y a Mateo. En Madrid se hizo la presentación de la película americana
Lo que el viento se llevó
, previo un alud de propaganda. Pues bien, entre los espectadores se hicieron notar el obispo de Madrid, Eijo Caray y el conde de Jordana, ministro de Asuntos Exteriores, que con el pretexto de la película aplaudieron a los americanos con tanto entusiasmo como dos años antes habían aplaudido en los cines los documentales y noticiarios UFA.

Mateo informó:

—Salazar me ha llamado por teléfono y me ha dicho que grupos de falangistas habían pinchado los neumáticos de los coches aparcados en los alrededores del cine…

—Menguado consuelo —opinó el camarada Montaraz—. Esto es el derecho al pataleo.

Ángel vivía un poco al margen de aquellas querellas. La política, en el fondo, le repugnaba. «Un político es un hombre dispuesto a matar». Había empezado las obras del chalet de S'Agaró propiedad de Manolo y Esther y allá quería dejar el sello de su personalidad. Por lo demás, y como ajedrecista que era, estaba entusiasmado con la aparición en el horizonte español de un niño prodigio, Arturito Pomar, mallorquín —como el padre Forteza—, que estaba ya compitiendo con los mejores jugadores nacionales. El propio Alhekine, campeón del mundo, de origen ruso pero que vivía en Portugal, había declarado: «Rey Ardid es el mejor jugador español, sin la menor duda; pero Arturito Pomar puede llegar mucho más lejos, a condición de que sus padres no quieran enriquecerse demasiado temprano explotando el talento del muchacho».

El general Sánchez Bravo era amigo de los generales que «retaron» a Franco. El que menos le sorprendió fue Saliquet, quien, según él, antes de la guerra había sido masón. Lástima que no estuviera allí Julio García para poderlo corroborar. Los masones empezaban a mover de nuevo la cola y lo hacían con la excusa de la Monarquía. Ya no se les fusilaba, como tiempo atrás; pero se les imponían penas de veinte o treinta años para los grados superiores y de doce a veinte para los cooperadores.

—¿De verdad crees que Saliquet era masón? —le preguntó escéptico su hijo, él capitán Sánchez Bravo.

—No lo sé de fijo. Creo que sí… Antes de la guerra los había en todas partes. En Canarias, donde estaba Franco, llegó a decirse que todo el mundo era masón, excepto el obispo y los niños…

Así las cosas, Franco organizó y asistió con todo su gobierno y el pleno del cuerpo diplomático a un solemne funeral en El Escorial, «por todos los reyes de España». Mucha gente opinó que la misa en El Escorial había sido, en realidad, un responso para la Monarquía.

* * *

Mientras Stalin era designado mariscal de la URSS y Chiang Kai-shek ascendía a presidente de la República Popular China, llegó, el 1 de noviembre de 1943, el previsto decreto de la disolución de la División Azul. Los que no quisieron regresar formaron la Legión Azul, aun a sabiendas de que perderían la nacionalidad española. Algunos de tales legionarios se pasaron a los rusos y un par de catalanes, enterados de dónde se encontraba la Pasionaria —en Ufa—, fueron allí y conectaron con Cosme Vila, Regina Suárez y el intelectual Ruano, a los que facilitaron informes de primera mano sobre el desmoronamiento progresivo del Eje. Cosme Vila, por primera vez en mucho tiempo, respiró con alivio, sobre todo porque su mujer, en vez de traer al mundo una hija, había abortado.

El día 8 de diciembre se celebró, como el año anterior, el Día de la Madre. El director de
La Vanguardia
escribió, con su típica prosa elíptica: «Tu esposa es como vid ubérrima en la recámara de tu casa. Tus hijos son como pimpollos de olivo en torno a tu mesa». Carmen Elgazu recibió, de parte de Ignacio y Pilar, una mantelería nueva y Jacinto y Clara obsequiaron a Esther con una sesión de polichinelas en un diminuto teatro que les había comprado Manolo. Los títeres se ponían de moda y los textos, si bien iban destinados a los pequeños, servían también para aderezarlos con alusiones a la situación mundial. Ni que decir tiene que José Luis no se perdía una sesión de las que se celebraban en público y que siempre terminaban con el apaleamiento del demonio. Esther se emocionó con sus hijos y se empeñó en conocer al autor del texto de la historieta, que resultó ser Ignacio. «¿Sabes que es un texto precioso? —le dijo Esther—. A lo mejor podrías escribir una novela…» Ignacio se rascó una ceja, en ademán peculiar. «A veces lo he pensado. Pero de momento, lo que me interesa es que escriba la suya Javier Ichaso, mientras yo me dedico a seguir los pasos de Manolo y a hacer feliz a Ana María».

De hecho, todas las madres de Gerona estuvieron de enhorabuena, incluida la Andaluza, quien recibió de sus pupilas, y ¡del Niño de Jaén!, un traje de lunares y un cartel de toros trucado —el librero Jaime cuidó de su impresión—, en el que aparecían como matadores Curro, Ortega y, en letras más grandes, el obispo, doctor Gregorio Lascasas.

Pero la nota culminante se produjo a raíz de la Navidad. Franco decretó un indulto para los penados a menos de veinte años y un día. El indulto afectó a unos seis mil reclusos —las cárceles estaban todavía llenas—, entre los que se contaba Alfonso Reyes, preso en el Valle de los Caídos.

La llegada de Alfonso Reyes a Gerona fue triunfal. El nombre Valle de los Caídos era algo mágico para quienes no habían estado allí. A esperarle a la estación fueron su hijo, Félix —al lado de Cefe, su maestro—, la Torre de Babel y Paz, Padrosa y Silvia. Por cierto, que el Día de la Madre Félix había dedicado a Silvia uno de sus cuadros preferidos: el mar repleto de bicicletas.

El abrazo de Alfonso Reyes y de su hijo, Félix, emocionó a todos. No lograban separarse. Ningún nubarrón en el horizonte, puesto que el aspecto de Alfonso Reyes era espléndido, como si llegara de un crucero por la Costa Brava.

—Padrosa, muchas gracias… Sé que has tenido en tu casa a mi hijo como si fuera yo. También he de dar las gracias a los hermanos Costa. Procuraré corresponder. Por el momento, dejadme llorar varias horas seguidas, ya que por aquí no oigo ni toques de corneta, ni el estruendo de los barrenos, ni el cantar de los picapedreros…

Agencia Gerunda lo resuelve todo. Resolvió lo del piso en el que vivirían Alfonso Reyes y Félix —próximo a la Dehesa—, y buscaron un trabajo para el recién liberado: otra vez cajero del Banco Arús. ¡Dios, qué vueltas daba el mundo! Para volver a contar dinero en aquella taquilla fue preciso una guerra civil, una larga estancia en la prisión de Alcalá de Henares y casi un par de años en el Valle de los Caídos, donde los constructores Banús y Anselmo Ichaso estaban haciendo su agosto. Ignacio intervino en la gestión cerca de Gaspar Ley para que readmitiera a Alfonso Reyes. Éste había adelgazado y tenía la costumbre de mascar chicle. «Lo he aprendido de los soldados americanos que están liberando Italia».

Alfonso Reyes, de estatura mediana, con bigote y barba, parecía un cosaco. Pisaba fuerte. Lo primero que quiso ver fueron los cuadros y dibujos de su hijo, y Cefe se los enseñó augurándole para el chico lo mejor. Luego, quiso deambular solo por la ciudad. La Dehesa… Los árboles desnudos por causa del frío invierno. Palpaba los troncos evocando el desierto de Cuelgamuros. Luego se fue a la Rambla y vio los comercios y establecimientos nuevos, entre ellos, la cafetería España —«una fiebre de malta, por favor»—, la peluquería de Dámaso, la peluquería de señoras de Charo, por fin inaugurada, el café Nacional —antes café Neutral—, como siempre, con aquellos espejos que guardaban tantos y tantos secretos.

El barrio antiguo le impresionó. Coincidió con una procesión-rogativas por la lluvia, que no se decidía a caer y notó que el corazón le latía en el pecho al prestar atención a los campanarios de San Félix y la catedral. Se fue cuesta arriba, hacia las murallas, hacia las dos Oes y desde allí contempló el valle de San Daniel. También subió a las Pedreras y a Montjuich, para ver la panorámica de la ciudad y el meandro del Ter. Ahí las covachuelas de los inmigrantes le recordaron los del contorno del Valle del que acababa de regresar. Los churumbeles le aplaudieron, sin saber por qué. «¿Eres de los nuestros?». Alfonso Reyes no comprendió. ¿A qué se referían? Tal vez les impresionaran la barba y el bigote. «Sí, soy de los vuestros. Todo el mundo es hermano mío y si necesitáis algo preguntad por Félix Reyes, el chico-pintor».

El recién liberado vio su fotografía en
Amanecer
. El texto decía: Magnanimidad del Caudillo. Seis mil reclusos vuelven a sus casas. Y se le veía a él en Alcalá de Henares, trabajando en la imprenta. ¿Quién sacó aquella foto? Mateo era el censor, el «dueño» de
Amanecer
. Él podría explicárselo. Pero Mateo no sentía la menor necesidad de saludar a Alfonso Reyes, pese a que el camarada Montaraz le había dicho: «La medida tomada por Franco no podía ser más oportuna».

Nada era verdad o mentira. Todo era oportuno o inoportuno. Como decía Manolo: «Todo está prohibido, excepto lo que está específicamente prohibido». Se jugaba con la clemencia como los Ángeles jugarían con los trastulos que los Reyes Magos les traerían a no tardar, previo desfile de farolillos.

—No comprendo nada —le decía Ignacio al recién llegado—. No veo en ti ni un asomo de rencor…

—¿Rencor? ¿Por qué? Todos estamos hechos de la misma pasta. ¿Crees que no me acuerdo de Teo, de Porvenir, de Cosme Vila y demás bichos del comienzo de la guerra? ¿Crees que no me acuerdo de tu hermano César? Ahora gano, ahora pierdo, así es la vida…

—¿Pero qué habías hecho tú?

—Era rojo. Deseaba que ganaran los rojos. ¿Te parece poco? Esto, visto por un camisa azul, es un crimen… He reflexionado mucho. Quiero vivir en paz. No quiero cotizar ni por el Socorro Rojo ni por cualquier otro color…

—¿Nada de espíritu de revancha?

—Nada. Cuando cambie la tortilla, yo acompañaré a mi hijo a pintar las casas del río…

Todos los «rojillos» de la ciudad invitaban a Alfonso Reyes, incluidos los hermanos Costa. Él declinaba cualquier invitación. «Quiero ser independiente. Dejadme en paz».

Su postura inspiraba respeto. Pensando en Félix quería casarse. «Todo se andará». Todo el mundo le preguntaba detalles sobre la construcción del Valle. «No os mováis de aquí. Un día veréis la cruz asomando allá en lo alto…» Mateo palpaba el vientre abultado de Pilar. «¿Qué serás tú, monín? ¿Tu alma será roja o azul?». Pilar se reclinaba en su hombro. «Yo sólo sé que será niña y que se llamará Carmen».

* * *

Agustín Lago estaba muy contento. Había conseguido para el Opus Dei el ingreso de Sebastián Estrada, quien había empezado a estudiar magisterio. El hermano de éste, Alfonso, que acababa de casarse con la maestra Asunción, no creía lo que veían sus ojos. El Opus Dei estaba enfrentado con los jesuitas: en Barcelona, el padre Vergés, en Gerona, los padres Forteza y Jaraíz. Este último, falangista, siempre decía: «Van a por los ricos. Cometen el mismo error que cometió la Compañía de Jesús, y así andamos, sin vocaciones y salvándonos sólo por la valentía de los misioneros».

Agustín Lago no discutía con el padre Jaraiz, inabordable por su fanatismo, pero sí con el padre Forteza.

—Nada que ver con los jesuitas, mi querido padre. No buscamos al rico sino almas que, estén donde estén, quieran entregarse a Dios. Ustedes no tienen laicado y en el Opus somos la gran mayoría. Sólo tres ingenieros van a ser ordenados sacerdotes dentro de poco, lo cual demuestra que la jerarquía nos ha otorgado su confianza. Resulta infantil e injusto que nos enfrentemos unos a otros, dejando la puerta abierta a las críticas del adversario…

—No podrás convencerme nunca —objetaba el padre Forteza, mientras en su cuarto se lavaba un par de calcetines—. Sé lo que está ocurriendo en Barcelona, en Valencia y en Madrid. Ricos e intelectuales. A través del beneplácito del Ministerio de Educación vais al copo de las cátedras. Uno de los
slogans
de tu venerado padre Escrivá es: tenemos que conquistar a las locomotoras porque son las que tiran de los vagones. Sebastián Estrada es una locomotora, desde luego: grandes propiedades en la zona de Cadaqués, que está dispuesto a ceder a la Obra, pese a que su hermano, Alfonso, ha puesto el grito en el cielo.

—La cesión, si se consuma, será voluntaria… —replicó Agustín Lago—. El muchacho llegó del mar desorientado, sin saber qué hacer. Le faltaba un asidero y un asidero, además, que comprendiera el problema catalán: el Opus se lo ha proporcionado. La primera vez que fue a verme no creía yo, ni remotamente, que aquello tuviera un final feliz. A partir de aquel momento, se lo puse muy duro. Ser de la Obra no es fácil. Supongo que sabe usted los sacrificios diarios que tenemos que hacer, desde que nos levantamos hasta que a la noche rociamos la cama con agua bendita. No es un camino de rosas…

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