Los hombres lloran solos (65 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los hombres lloran solos
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—Ésta es una lección, Ignacio… Misión cumplida; ahora, a trabajar, empezando de nuevo.

Ana María sentía una especial inclinación por Matías, dentro de los límites que imponía la diferencia de clases. Su buen humor —pese a las punzadas del reuma— era contagioso, lo mismo que su ironía. Los Sarró eran de otra pasta, pero tal vez por ello tuvieron que emigrar. Carmen Elgazu dramatizaba demasiado las cosas. Dramatizaba incluso los festejos y las celebraciones. ¡La Asunción de María! ¡María llevada incorrupta al cielo por los propios ángeles! Lloró con sólo imaginarlo. Matías, en cambio, comentó: «Largo viaje… Claro que se conocen el camino».

Por si fuera poco, hubiérase dicho que Carmen Elgazu le «pedía» responsabilidades a Ana María porque pasaba el tiempo y no les decía: «Van ustedes a ser abuelos otra vez». Claro que, en todo caso, el responsable debía de ser Ignacio, pero Carmen Elgazu sostenía la tesis de que, en el matrimonio, quien a la larga llevaba la voz cantante era la mujer. «Si ella quisiera de veras ser madre… Pero a lo mejor quiere conservar el tipo, lo mismo que le ocurre a Paz».

Carmen Elgazu se equivocaba. Ignacio y Ana María hubieran querido tener hijos. Se habían concedido un plazo a sí mismos, como lo hiciera «La Voz de Alerta», pasado el cual visitarían al doctor Morell. A ver quién fallaba de los dos, a ver si encontraba el remedio…

Eloy, aupado por la victoria del Barcelona Club de Fútbol —Pachín, el máximo goleador—, anduvo pensando, a lo largo de aquel almuerzo, y sobre todo en el momento del brindis con champán, en la suerte que había tenido, dada su orfandad. Era dudoso que sus padres «reales» le hubieran querido tanto como le querían los Alvear. «No soy su ahijado. Soy su hijo…» Si no, ¿a santo de qué Matías no se cansaría de perder una y otra vez al futbolín y se escondería en el estadio de Vista Alegre para ver al «renacuajo» jugar con los juveniles?

Carmen Elgazu tenía un proyecto, mejor dicho, un deseo, pero no se atrevió a ponerlo sobre la mesa en aquella ocasión tan propicia: el 4 de junio tendría lugar la III peregrinación a Fátima… ¡Ignacio les hubiera pagado gustosamente el viaje a ella y a Matías! Pero no se atrevió… Delante de Ana María, se sentía a veces un tanto acobardada.

—Habla, habla —la achuchó Matías—. Tú quieres decir algo y no te atreves.

Carmen Elgazu, como siempre que bebía champán, eructó.

—Nada, nada… Cosas mías. No tiene importancia.

Y la peregrinación a Fátima se quedó sin el matrimonio Alvear.

* * *

El doctor Chaos era uno de los hombres más afectados por la derrota del Eje. Siempre había defendido las teorías totalitarias —sobre todo, las de Hitler—, y no iba a desdecirse ahora porque en el campo de batalla las cosas se habían torcido. Más aún. Teniendo en cuenta que quien asestó al Führer el golpe de gracia fue la URSS —otro Estado totalitario—, estaba convencido de que, a la larga, él se hallaba en la buena vía, aunque las circunstancias del momento llevasen a pensar lo contrario.

Pronto, e inesperadamente, tuvo ocasión de demostrar si su postura era meramente teórica o bien si estaba dispuesto a jugarse algo —tal vez, el pellejo— por defenderla. Recibió en la clínica al cónsul alemán Paul Günther, imponente con sus casi dos metros de estatura y sus dos perros picardos. Paul Günther estaba enterado de las ideas del doctor y de ahí que lo eligiese como cómplice de su plan.

El doctor Chaos le recibió en su despacho. Sin ambages, el cónsul Paul Günther le confesó que estaba aterrorizado. La guerra en Europa había terminado y empezarían las investigaciones personales por parte de los vencedores.

—De hecho, desde hace unos meses han empezado ya. Todos los internados en Caldas de Malavella han pertenecido a la Gestapo, como yo, y ya sabrá usted que van reclamándolos uno a uno desde Madrid. ¿Sabe por qué?

—Pues… no.

—Porque existe un acuerdo secreto entre Franco y los aliados. Franco se ha comprometido a entregarles los llamados criminales de guerra, y en compensación le mantendrán en el poder. Los internados en Caldas lo saben y por eso llega un motorista y una furgoneta y cada semana se llevan unos cuantos, y por eso algunos, creo que seis de ellos, se suicidaron…

—¿Y bien? —preguntó el doctor Chaos, después de marcar un silencio.

—Y bien —repuso Paul Günther—, cualquier día el motorista puede llegar hasta Gerona y reclamarme a mí.

—¿Por qué precisamente a usted?

Se hubiera dicho que a Paul Günther, pese a su gigantismo, le costaba hablar.

—Porque yo he sido criminal de guerra, en el sentido que los aliados confieren a estas palabras. Fui uno de los primeros que, en Alemania, intervino en la planificación de los campos de exterminio que ahora han empezado a descubrirse —tragó saliva—. Mi profesión real es la de comandante de Zapadores.

El doctor Chaos enmudeció. Por fin logró preguntar:

—¿De modo… que lo de los campos de exterminio es una realidad?

Paul Günther se sacó la pitillera y, ganado por una súbita calma, ofreció un cigarrillo al doctor Chaos, que éste rehusó. Luego encendió el suyo con un mechero de oro y continuó:

—No sólo es verdad, sino que cuando el mundo se entere de todos los que ha habido y de su funcionamiento interno, clamará venganza…

El doctor Chaos, también ganado por una súbita calma, asintió repetidamente con la cabeza.

—¿Medios… de tortura? —Marcó otra pausa—. ¿Nuevos sistemas?

—De todo ha habido —contestó el cónsul—. Algunos de los tratamientos, para llamarlos de algún modo, han sido copia de los
pogroms
de la antigua Rusia… Otros, de una eficacia mucho mayor.

—¿Judíos? —preguntó el doctor Chaos.

—Muchos de ellos, sí, por supuesto… Pero también católicos. Y ancianos. Y locos. Y enfermos. Ya conocerá usted las tesis nazis sobre la eutanasia y la selección de la raza.

El doctor Chaos se encontró en su elemento, porque esta doctrina venía pregonándola él casi desde sus tiempos de estudiante. Lo que ocurría es que apenas si encontraba interlocutor. En Gerona, por descontado. El antiguo gobernador, camarada Sánchez Dávila, hubo un momento en que, oyéndole, a gusto le hubiera metido en la cárcel.

Le dijo al cónsul que podía hablarle con la mayor llaneza, pues en principio estaba completamente de acuerdo con la ideología nazi en este terreno. Él también creía que determinados clanes humanos eran una rémora para la humanidad y había sostenido siempre que un buen científico era más rentable que cien hermanas de la Caridad.

Paul Günther se sintió espoleado. ¡Había elegido bien su presa! O su salvador… Pisaban el mismo terreno.

—Ya se irá usted enterando, porque los aliados no se detendrán ya nunca, de los detalles de esos campos. Me permito adelantarle que uno de los sistemas elegidos fueron las cámaras de gas. No he visto que se haya hablado de ellas todavía…

—¿Cámaras de gas?

—Sí. Los hombres, desnudos, como para tomar una ducha. Y efectivamente, se trataba de una ducha; pero de gas. Muerte rápida, que además permitiría aprovechar luego… ¿qué le diré?; por ejemplo, las dentaduras de oro.

Todo el rencor acumulado contra sí mismo por el doctor Chaos, víctima de su anormalidad sexual, se apoderó de su cerebro. Tuvo la sensación de estar contemplando una película sádica, excitante; y entretanto, Paul Günther acariciaba sus dos perros picardos, que jugueteaban a sus pies.

—Cámaras de gas… —repitió el doctor—. Nunca se me hubiera ocurrido.

Paul Günther añadió:

—Me ha pedido usted un ejemplo; podría proporcionarle un par de docenas… Por de pronto, retenga usted los nombres de Himmler y de Eichmann; pero hay muchos, ¡muchos! Y entre tantos, estoy yo —aplastó la colilla en el cenicero y prosiguió—: Y he venido a que usted me ponga a salvo del motorista de turno y de la furgoneta.

El doctor Chaos casi había olvidado el motivo de la presencia allí de su interlocutor. Él hubiera deseado conocer más detalles, ya que difícilmente se le presentaría otra ocasión. Los aliados manipularían a su antojo los hechos; acaso se supiera algo cierto gracias a los documentos gráficos que, no se sabía por qué, tarde o temprano aparecían a la luz pública.

La petición del cónsul Paul Günther era concreta y la había meditado largamente. Debía salir de Gerona en ambulancia, directamente a Portugal. Era su única posibilidad de salvación, después de envenenar a los perros. Si se detenían en Barcelona o en Madrid a hablar con sus superiores estaba perdido. Ninguno de ellos perteneció a la Gestapo, de modo que no corrían peligro. Continuarían con sus tareas protocolarias y burocráticas como si nada hubiese ocurrido.

—Yo soy un caso especial… A mí me echaron de Alemania y me mandaron aquí porque mi mujer, que estaba en contra de mi tarea, a punto estuvo de montar un escándalo.

* * *

El doctor Chaos, después de escucharle atentamente, marcó una pausa y negó con la cabeza. Estaba dispuesto a ayudarle —a facilitarle el viaje hasta la frontera de Portugal—, pero no en una ambulancia. Una ambulancia, precisamente, llamaba siempre la atención. Podía ocurrir cualquier cosa por el camino y el asunto súbitamente se complicaría.

—De acuerdo… Renunciemos a la ambulancia —admitió Paul Günther—. Pero lo que yo quiero es que me acompañe usted, usted mismo. A cambio, pida usted el dinero que quiera. No importa la cantidad…

El doctor Chaos volvió a negar con la cabeza. No necesitaba el dinero para nada —como no fuera para modernizar más aún su clínica—, y si se decidía a aceptar lo haría por identificación con las ideas y el quehacer de su ilustre visitante.

—Déjemelo pensar… —dijo el doctor Chaos—. Déme tiempo hasta mañana.

—De acuerdo. Mañana déme la respuesta…, pero que sea afirmativa. De lo contrario —añadió el cónsul—, es posible que tenga usted que hacerme la autopsia… —y sonrió, porque le pareció que tenía la partida ganada.

Y en efecto, así fue. El doctor Chaos decidió acompañar a Paul Günther en su propio coche, pues el coche del cónsul, aunque mucho más potente, llevaba matrícula alemana y del cuerpo diplomático y podía llamar la atención. El viaje era largo, pero no había más remedio. Paul Günther accedió, sin poner el menor impedimento. El plan rebosaba de sentido común. El doctor Chaos podía dar cualquier excusa a la clínica: que se ausentaba por tres o cuatro días por cualquier asunto a resolver en Madrid. Tocante al cónsul, en cuanto estuviera en Portugal, podía escribir de su puño y letra al gobernador, camarada Montaraz, diciéndole que se había fugado…

Dicho y hecho. Al día siguiente, de madrugada, se encontraron en el puente de Piedra y el coche arrancó. El viaje duró, en efecto, dos días, con parada y fonda en Madrid. «Mañana por la noche llegaremos a Portugal». Según el cónsul, en Portugal no le pondrían la menor pega. Todo el mundo se refugiaba allí. Además, Portugal era amigo del Eje y él, personalmente, conocía al embajador. En la frontera podrían atestiguarlo. Si todo salía como lo tenía previsto, desde Lisboa se trasladaría a las Américas…

Tiempo tuvieron los dos hombres de charlar a gusto. Mientras no cruzaban ningún pueblo, leían periódicos. «Importante exportación de orejón de albaricoque a Inglaterra». «Suministro de tomates para los norteamericanos instalados en Europa». «El barón de Terrades, nuevo alcalde de Barcelona». «Inauguración de las primeras jornadas médicas de Sevilla, bajo el signo de la catolicidad». «Creación del Consejo del Gran Madrid, presidido por el ministro de la Gobernación». «Boletín del Estado. Quedan bloqueados los bienes de los súbditos del Eje residentes en España».

—¿Comprende por qué quería hacerle un donativo, doctor Chaos? El Estado español se hubiera quedado con todo lo mío…

El doctor Chaos negó otra vez. Acaso aquella buena obra le compensara de antiguos y dramáticos errores, que no venían al caso. Tenía ante sí un gigantón —en otras circunstancias, le hubiera deseado—, comandante de Zapadores y uno de los pioneros de los campos de exterminio. No era moco de pavo. El cónsul estaba contento por dos motivos: porque veía posible, cerca, su salvación y porque no hubo necesidad de envenenar a sus perros. Sus ayudantes cuidarían de ellos.

—Los perros llegan a quererse como seres humanos. En Alemania los utilizábamos mucho… Los había formidablemente adiestrados.

—Yo quiero mucho al mío —apuntó el doctor Chaos—. Aunque ahora corre peligro: se llama Goering.

—¡Ja, ja!

Ratos de buen humor, ratos de miedo, ratos de cansancio. El paisaje, a trechos, era siniestro. El agua no aparecía por ninguna parte. «En Alemania, los ríos…» Casuchas de barro. «En Alemania, los castillos…» Paul Günther idealizaba su patria. Era un microcosmos ideal, que se precipitó a declarar la guerra. Hitler debió de haber esperado a tener las V-I y las V-II. Entonces toda resistencia hubiera sido inútil.

—En España tienen ustedes mucho trabajo… Claro que Franco, si todo se le pone de cara, puede darles un empujón.

Llegaron a la frontera de Portugal. En efecto, ninguna traba. Cónsul alemán… ¡adelante!

—¿Quiere usted pasar? —le preguntaron al doctor Chaos.

—No, no… Yo me vuelvo a Madrid.

Los dos hombres se despidieron efusivamente, dándose un abrazo.

—Nunca podré pagarle lo que ha hecho por mí… —y el cónsul le abrazó de nuevo.

El doctor Chaos le vio partir. ¡Había pasado un miedo atroz! Y les preguntó a los aduaneros dónde estaban los urinarios…

* * *

Mateo aprobó el tercero de derecho, con sólo una asignatura pendiente: el civil. Se presentaría en septiembre. Manuel Alvear, por su parte, aprobó, con dos sobresalientes, el segundo del seminario. La gramática y el latín se le daban bien. Había pegado un buen estirón, por lo que su facha, pelado al rape, era todavía más pintoresca. Cada día se parecía más a Paz. «Pero en feo», matizaba ésta. En la fotografía de fin de curso se le veía dos centímetros más alto que los demás. Cara a las vacaciones, no podía quejarse. Tenía tres puertas abiertas. La del piso de la Rambla, donde podía jugar con Eloy, la de Paz y la Torre de Babel e incluso la del chalet modesto que Ignacio y Ana María habían alquilado en San Feliu de Guíxols, para pasar las vacaciones y los fines de semana.

Y es que, todo el mundo quería a Manuel Alvear. Era un muchacho un tanto tímido, que acababa de cumplir los doce años y servicial como el que más. A raíz de un incendio —tal vez, provocado— en la ermita de los Ángeles, fue de los primeros en llegar y su actividad y eficacia llamaron la atención de «La Voz de Alerta» y, naturalmente, la de mosén Alberto.

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