Los hombres lloran solos (31 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los hombres lloran solos
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Mateo, en cuanto cruzaba la puerta de su casa y entraba en contacto con el exterior, fruncía el ceño. Y es que no podía soportar las sonrisitas de los que compraban las copias de los partes de la BBC. Leía en sus rostros las palabras Stalingrado y Afrika Korps. Especialmente le ponían furioso las sonrisitas de los cónsules míster Collins y míster John Stern, quienes parecían gozar del don de la ubicuidad. Se cruzaba con ellos por doquier, desde la cafetería España hasta las inmediaciones del Gobierno Civil, del que el hotel del Centro no quedaba muy lejos.

Mateo no quería admitir prematuramente ningún tipo de derrota. ¡Había sobrevivido a tantas calamidades! Volvió a pensar en el hospital de Riga. Confiaba en el «arma secreta» anunciada por Goebbels y en unas palabras de Franco: «Los sistemas liberales son incapaces de ganar una guerra». Franco era un gran militar. Ahora bien, en la Unión Soviética no regía ningún sistema liberal…

Uno de los excesos de Mateo fue publicar en
Amanecer
la noticia «del gesto viril de los estudiantes de la Universidad de Puerto Rico, quienes arrojaron por el balcón desde un tercer piso al profesor español Enjuto, al enterarse de que el citado profesor había formado parte del Tribunal Popular que condenó en Alicante a José Antonio». «La Voz de Alerta» se indignó. Llamó por teléfono a Mateo y le cantó las cuarenta. Nadie podía ufanarse de lanzar a un ser humano por un balcón. En realidad, aquella gota había colmado el vaso. Mateo, en su cargo de censor, se mostraba muy arbitrario. Dependía del humor, de la buena o mala digestión, de los consejos de Paul Günther, el cónsul alemán que había hecho cursillos en la Gestapo y con el que Mateo había entrado en relación. Paul Günther era una especie de profesor Relken, quien había desaparecido del mapa. ¡No llevaba monóculo! Era de agradecer; pero siempre iba acompañado de cuatro jóvenes tan altos como él y de dos perros de raza que tenían embobado al vecindario.

Por otra parte, Mateo tenía un poco las manos atadas, no sólo por el camarada Montaraz, sino por mosén Falcó, encargado de la censura eclesiástica. Éste le prohibió terminantemente que en
Amanecer
aparecieran palabras tales como braga, muslo, liguero, sostén, homosexual, etc. Tampoco se podía decir carnaval —los carnavales de antes estaban prohibidos— y debía decirse «carnestolendas». Por si fuera poco, el obispo doctor Gregorio Lascasas le hizo saber que estaba en contra del pantalón corto que usaban los muchachos del Frente de Juventudes y que a su entender podían inducir a pecado a las jovencitas de la Sección Femenina. Mateo estuvo a punto de explotar. Lo cual era tanto más lamentable cuanto que desde que estuvo en Rusia se había vuelto tibio, casi indiferente en materia religiosa, lo que dolía mucho a Pilar y, por supuesto, a Carmen Elgazu. Mateo se hundía siempre en el misterio del origen del universo. Si Dios lo era Todo, ¿cómo pudo crear algo fuera de Él? Mosén Alberto se limitaba a aconsejarle que dedicara un poco menos de tiempo a estudiar la doctrina de José Antonio y un poco más a los principios elementales de la teología.

Mateo consiguió superar cualquier posible lipotimia y decidió actuar más que nunca. Organizó en Gerona un desfile espectacular: desfile de
balülas
, es decir, de muchachos hijos de italianos muertos en la guerra de España. Los
balülas
se llevarían a Italia puñados de tierra española, de la tierra que cubría los restos de sus padres. En el programa de su retorno constaba que serían recibidos por el Duce en persona, por lo que Mateo y Marta entregaron al jefe de la expedición hermosas piezas de cerámica de La Bisbal.

Después de esto, Mateo organizó una peregrinación de «cadetes» a El Escorial, durante la cual rememoró aquellas jornadas del traslado del cadáver de José Antonio. Mateo invitó a la peregrinación a Eloy y al Niño de Jaén, pero no a Félix Reyes, quien perdió otra oportunidad de ver a su padre en el Valle de los Caídos. Eloy y el Niño de Jaén brincaron de alegría. ¡El trayecto Madrid-Barcelona lo hicieron en avión! Avión de la compañía Iberia, un viejo trimotor Junker 52. Mucha gente consideraba héroes a los que se embarcaban. Los viajeros recibían multitud de obsequios durante el vuelo. Las azafatas les facilitaban algodones que les resguardaban los oídos —lo mismo que si se tratase del exiliado Antonio Casal— y todas las consumiciones eran gratuitas. Eloy y el Niño de Jaén pegaron la nariz en el ventanal y se impresionaron vivamente al comprobar que a partir de las tierras de Aragón el paisaje era inhóspito y estéril.

Ante la tumba de José Antonio los «cadetes» cantaron
Cara al sol
y lanzaron los gritos de rigor. A Mateo se le humedecieron los ojos. Debajo de aquella losa yacían los huesos del Fundador, cuya muerte originó que el programa de Falange se distorsionara peligrosamente. «Si José Antonio viviera, no estaríamos ahora coqueteando con los aliados, vendiéndoles wolframio porque pagan tres veces más y no nos hubiéramos negado a ocupar por sorpresa Gibraltar a fin de ayudar a Rommel». En un momento determinado, el Niño de Jaén se arrodilló. Mateo le ordenó que se levantara y revolviéndole el pelo le dijo: «Hala, ya está bien».

En Madrid, Mateo dejó instalados en un albergue a los «cadetes» y se fue al encuentro de Salazar, consejero nacional. Éste le abrazó calurosamente y luego encendió su famosa cachimba.

—Estamos cerca del Alto del León, donde tú y yo nos jugamos el pellejo, ¿te acuerdas?

—¡Claro que me acuerdo! Jornadas históricas, que nos marcaron para siempre…

—¿Nos marcaron? —Salazar ladeó la cabeza—. Ha habido alguna deserción…

—Sí, ya lo sé. Te refieres a Núñez Maza… Me ha escrito un par de cartas desconcertantes, que no sé cómo interpretar.

Salazar se encogió de hombros.

—Yo estuve en Ronda a verle, la semana pasada —subió el tono de su voz—. Escribe a mucha gente, cartas, artículos, con una cabeza sorprendentemente clara… Y recibe muchas visitas. Gente de ideología dudosa, sobre todo, monárquicos. Pero también muchos falangistas que estiman que su postura es la correcta… —Salazar marcó una pausa—. Enfermo del pecho, casi tuberculoso, pero se está convirtiendo en el teórico de la Falange, en su depositario ortodoxo. A veces creo que habría que pararle los pies.

Mateo movió la cabeza.

—Eso es muy difícil. Ahí está su curriculum, que le salvó del juicio sumarísimo…

—Me dijo que se avergonzaba de su pasado, de muchas de las afirmaciones que había hecho con el micrófono en la mano. El microbio del pluralismo le ha penetrado hondo… —Salazar se dio un puñetazo en la frente—. No me extrañaría que pronto empezara a estudiar inglés.

Mateo cabeceó repetidamente. ¿Qué podía haberle ocurrido? En Riga habló con él horas y horas. Fue al llegar a España cuando se produjo la decepción.

Dieron carpetazo al asunto y Mateo se prometió a sí mismo visitar personalmente a Núñez Maza en su lugar de destierro. Hablaron de Franco, del Pardo, del Pazo de Meirás… ¿No habría caído el Caudillo en la tentación de la soberbia?

Salazar lo negó. Dijo que lo que el pueblo deseaba de él era precisamente esto. Por lo menos, mientras durara la guerra mundial. En el palacio del Pardo se guardaban infinidad de recuerdos de los Borbones, de los soberanos y príncipes que a lo largo de cuatro siglos presidieron los destinos de la nación. Con la fantasmal presencia de Goya en sus tapices… El Pazo de Meirás, que había pertenecido a la condesa Pardo Bazán, se lo había regalado el ayuntamiento de La Coruña, previa suscripción popular. Tal vez lo único que pudiera achacársele fuera haber comprado a precio de saldo una gran finca en Valdefuentes y que ahora la estuviese modernizando con la ayuda de los tractores del Instituto de Colonización…

Mateo se quedó boquiabierto. Salazar añadió que Franco, personalmente, era austero, sin vicios, casi franciscano en su vida íntima. Había matado mucho, pero sin rabia, con frialdad, porque consideraba que era su deber, como ocurrió con su primo Ricardo al que hizo fusilar porque cuando el Alzamiento destruyó todos los aviones del puerto de Ceuta. Lo sorprendente era que lloraba con frecuencia. No de arrepentimiento, sino porque se enternecía a la vista de los niños, al oír los himnos. Se le empañaban los ojos y empezaba a llorar. Tal vez la vanidosa del clan fuera su mujer, doña Carmen Polo, que no podía olvidar que de niño Franco era tan delgadito y poca cosa que le llamaban Cerillita. Otro miembro discutible de la familia era su hermano Nicolás, que antes de la guerra fue presidente del Rotary Club de Valencia y que fue su secretario particular durante algún tiempo.

Mateo se bebía las palabras de su interlocutor. Éste hablaba sin pasión, como si recitara una historia ya sabida y que para nada podía influir en su esquema ideológico. Salazar continuaba venerando al Caudillo, gracia al cual se había ganado la guerra civil y se había salvaguardado la neutralidad.

—Ahora mismo, tiene que luchar en varios frentes a la vez, en el campo diplomático, por supuesto. Por un lado, tener contentos al embajador alemán, Von Sthorer, al italiano y al japonés. Por otro, tener contentos a míster Hayes, embajador americano, muy pro español y a míster Samuel Hoare, inglés y antifranquista hasta la médula. No es una papeleta fácil… La última jugada de póquer del Caudillo ha sido adquirir treinta
Packards
para él y sus ministros, lo que ha satisfecho mucho a míster Hayes, al comprobar que Franco y sus ministros irían en automóviles americanos y no alemanes.

Mateo se sentía desbordado.

—Y eso de los
Packards
—insinuó, con voz dubitativa— ¿te satisface a ti?

Salazar se levantó y le puso una mano en el hombro.

—Te digo que es un gesto diplomático… —Sonrió—: De una vez para siempre convéncete de que las cosas desde Madrid se ven de muy distinta manera que desde Gerona.

Esto último sublevó a Mateo.

—De modo que los de provincias somos unos palurdos, ¿verdad?

El gigante Salazar posó su cachimba en el cenicero y levantó los brazos.

—¡Yo no he dicho eso! ¿Es nuestro lenguaje, no? ¿Desde cuándo los falangistas hemos de andarnos con tapujos? ¿No tomas tú, en tu casa, decisiones que ni siquiera entiende tu mujer…? Pues aplícate el cuento.

Mateo salió de la Delegación Nacional de FET y de las JONS hecho un lío. Le dolió no llevar consigo la bala que le lesionó la cadera. La había escondido en lo alto del depósito del agua para que Pilar no la encontrara jamás.

* * *

Entre los exiliados españoles empezó a notarse una cierta euforia. La guerra había cambiado de signo y aunque Alemania y el Japón eran muy fuertes aún, daba la impresión de que el Pacto Tripartito empezaba a desmoronarse. Incluso el Japón, que se había desparramado por Asia como una ola gigantesca, comenzaba a tener problemas. Chiang Kai-shek reaccionaba en China y se daba por seguro que admitiría la ayuda de los comunistas, éstos capitaneados por Mao Tsé-tung.

En Ufa, el estado de ánimo de los españoles instalados allí era complejo. Alegría por la trayectoria bélica, dolor por la muerte de Rubén, el hijo de la Pasionaria. Rubén, herido anteriormente, ahora había encontrado la muerte en Stalingrado. El propio Nikita Kruschev fue quien comunicó a la Pasionaria la noticia, intentando consolarla diciéndole que él también había dado un hijo en el frente… «La Pasionaria» lloró amargamente. De los seis hijos que había traído al mundo sólo le quedaba una hija, Amaya. La habían nombrado secretaria general del Partido, en detrimento de Jesús Hernández, quien, desde Méjico, aspiraba a dicho cargo. Jesús Hernández, el de la famosa alocución en el barco en que Cosme Vila se trasladó del Havre a Leningrado al terminar la guerra civil, se indignó con la Pasionaria y se enemistó con el Partido. David y Olga, que en Méjico habían entrado en contacto con él, le afearon su conducta. «“La Pasionaria” es un mito auténtico, un caso único entre todos los amigos de la URSS. Deberías enviarle un telegrama de felicitación».

Cosme Vila, que cumplía a la perfección en Radio Moscú, al igual que la maestra Regina Suárez, estaba a punto de ser padre por segunda vez. Como si quisiera seguir las huellas de Mateo, preñó de nuevo a su mujer, la cual estuvo, ¡al fin!, contenta, puesto que un segundo hijo colmaba sus ilusiones domésticas. Ella seguía sin comprender el porqué de las guerras y le había dicho a la Pasionaria: «¿De qué te van a servir todos los honores del Kremlin si has perdido a Rubén?». La compañera de Cosme Vila no se habituaría jamás a la URSS. El resto del «grupo» hablaba ya ruso, y sobre todo lo leía, con pasmosa facilidad; ella continuaba viendo únicamente patitas de mosca. «¿Qué nombre le pondremos al bebé?», preguntó Cosme Vila. «Si es varón —dijo Regina Suárez—, Nikita, en honor de Kruschev; si es hembra, Dolores, en honor de la Pasionaria». Ésta sonrió. «Muchas gracias», dijo. Sonrió porque en toda la URSS había clubes internacionales, brigadas de trabajo y escuelas que empezaban a llevar el nombre de Rubén Ibárruri, y ello le daba ánimo para seguir en su puesto. «Lástima —comentó— que el hijo de Stalin no haya podido ser rescatado aún de la barbarie alemana. Seguramente lo guardan como rehén, para cuando logremos hacer prisioneros a Himmler y a Goebbels».

Al otro lado del mapamundi brindaron por Stalingrado y el Afrika Korps nada menos que Julio García, David y Olga. Los tres se habían reunido en Washington, a invitación de Julio. «Los tres grandes», bromearon, mientras un negrito le limpiaba las botas a Julio, en el vestíbulo del Imperial Hotel.

Olga estaba exultante de belleza y felicidad; David había envejecido, al igual que Julio y Amparo. Ésta, por supuesto, había probado todos los cosméticos del mercado; Julio se había limitado a vestirse un poco a lo yanqui, con camisas de muchos colores y tirantes a lo Fred Astaire. Olga se había alisado de nuevo el cabello y su acento al hablar hubiera sin duda fascinado a Ignacio, como lo fascinó aquel verano al bañarse desnuda, de noche, en la playa de San Feliu de Guíxols. Por cierto, que los tres habían leído en
Amanecer
que San Feliu de Guíxols había sido adoptado por el Caudillo, junto a otros muchos pueblos catalanes. David comentó: «No me extrañaría que al regresar a Cataluña nos encontremos con que la mitad de la población habla con acento gallego».

La alegría les salía por los poros. Sabían cuál era la producción diaria de material bélico de los Estados Unidos: diríase que pretendían invadir el planeta Marte. «Creo que voy a pedir la nacionalidad americana —dijo Julio—. No hay ningún pueblo en la tierra que se les pueda comparar. Individualmente, son como cualquiera de los cuatro; pero, considerados en bloque, no tienen rival». La última «buena» noticia que les había llegado era que el conde Ciano había discutido violentamente con el Duce y que éste decidió enviarlo de embajador en la Santa Sede. «Al parecer, Ciano visitó a Hitler intentando convencerle de que abandonara el ataque a Rusia y concentrara todas sus fuerzas en Occidente, en el Mediterráneo; pero Hitler, indignado, lo mandó con la música a otra parte, música que resultó ser la embajada en el Vaticano».

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