Los hombres lloran solos (29 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los hombres lloran solos
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Mateo se quedó hondamente preocupado y no era nada extraño que el idilio entre Ignacio y Ana María le dejara indiferente. Escribió a Núñez Maza, en tono un tanto neutro, y aquel ser enfebrecido en el hospital de Riga y que había sido ejemplo para millares de falangistas le contestó largo y tendido, exponiéndole sus razones y diciéndole que de momento se dedicaría en Ronda a escribir sonetos, que es lo que le apetecía.

Mateo trató el tema con el camarada Montaraz, quien estaba tan al corriente como el camarada Salazar, el de la cachimba y la fuerza física. El camarada Montaraz fue tajante. «Yo también considero que la actitud de Núñez Maza es una rebelión y creo que el Caudillo, en su decisión, ha sido benévolo…». Dijo esto y enseñó sus dos dientes de oro.

Mateo se sobresaltó.

—¿Tú qué hubieras hecho?

—Juicio sumarísimo y al paredón.

* * *

El año 1943 se presentó cargado de noticias. El doctor Chaos y Moncho se entusiasmaron porque el doctor Waksman, norteamericano de origen ruso, consiguió aislar la neomicina y la estreptomicina. También se estrenó el NO-DO, noticiario. «El mundo entero al alcance de los españoles», en sustitución de los noticiarios alemanes UFA y de los italianos LUCE. En un principio, se daban sobre todo imágenes victoriosas de la campaña del Este, y cuando aparecía el Caudillo mucha gente, sobre todo en los pueblos, se ponía en pie y levantaba el brazo. El doctor Andújar dijo por radio, en su emisión «Píldoras para pensar», que se daban un cien por cien más de criminales entre los solteros que entre los casados, lo que movió a reflexión a Ángel, el hijo del gobernador. Por su parte «La Voz de Alerta», en su columna «Ventana al mundo» que publicaba en
Amanecer
, escribió que España fue el primer país que conoció el platino, y de ahí el diminutivo de plata. Plinio hacía mención del «pomo blanco» que se recogía y fundía en las minas y lavadores de España y Lusitania.

Al compás de estas noticias, llegó a Gerona el hermano de Alfonso Estrada, Sebastián, quien, en efecto, había decidido dejar de navegar y quedarse en tierra. Su último viaje había sido con el buque Montserrat, cruzando el Atlántico ida y vuelta, pero había conocido mucho mundo y estaba muy al día en cuestión de las toneladas que habían hundido los submarinos del Eje y los de los aliados. Dejó los barcos porque se había cansado de dar vueltas y porque quería desarrollarse intelectualmente. También porque uno de los capitanes que tuvo le dio a leer un librito pequeño, titulado
Camino
, de monseñor Escrivá de Balaguer, en el que leyó una serie de máximas que le causaron gran impresión. Dicho capitán, que era de tierra adentro, de Barbastro, lo mismo que el autor del libro, se reía de éste y de sus elucubraciones. Pero Sebastián Estrada, que, al igual que su hermano, era hombre de fe, encontró en
Camino
, pese a sus evidentes contradicciones y lugares comunes, algo que le sedujo: la virilidad.

Era un libro viril, y a Sebastián ello le iba como anillo al dedo. Jamás encajó el muchacho en las Congregaciones Marianas. De estatura mediana, fornido, musculado, se había tatuado en un brazo una pequeña sirena. Había pecado mucho contra el sexto mandamiento y ahora esta flaqueza le causaba estorbo, sobre todo porque había contraído varias enfermedades venéreas. Tenía la vista sanísima, gracias a sus estancias en el mar. Caminaba balanceándose un poco, como algunos marinos. Poco hablador, contestaba casi con monosílabos. Tocaba la guitarra. Cejas pobladas y mentón prominente, que le conferían un aire autoritario que respondía a la verdad. La palabra América tenía sentido para él —al igual que para Julio y para David y Olga—, por los muchos viajes que había hecho con la Compañía Trasatlántica. Le asustaba pensar que en Gerona encontraría en este sentido una población aldeana, que no vería más allá de sus narices. El telegrama que le envió su hermano, Alfonso, acabó de decidirle y el 6 de enero, coincidiendo con la festividad de los Reyes Magos, llamó a la puerta de su casa dándole a Alfonso un abrazo interminable.

—No te asustes de mi gorra de marino… He jurado llevarla toda la vida.

—No me asusta la gorra. Lo que me ha asustado es la fuerza de tus brazos…

—¡Pues en uno de ellos llevo tatuada una sirena!

—No me sorprende. Todos tenemos nuestra sirena, en la tierra o en el mar…

—¿La tuya cómo se llama?

—Asunción, y es maestra.

Tres personas se alegraron especialmente de la llegada de Sebastián. En primer lugar, Alfonso, quien le anunció que iba a casarse muy pronto. En segundo lugar, Manolo, quien en cuestión de quince días, con la ayuda del notario Noguer, puso de acuerdo a los dos hermanos para el reparto en dos mitades de la herencia que les había legado su padre. En tercer lugar, Agustín Lago.

Jamás éste pudo imaginar que el primer fichaje para el Opus Dei que conseguiría en Gerona le llegaría del Caribe. Y fue así. Sebastián habló con su hermano, con el padre Forteza y mosén Alberto, y todos le explicaron someramente en qué consistía la Obra y que en Gerona ésta tenía un representante: el inspector de enseñanza primaria, mutilado de guerra, llamado Agustín Lago.

Sebastián, después de cumplimentar a las amistades de rigor, entre las que figuraban Mateo e Ignacio, visitó, en la fonda Imperio, a Agustín Lago. Se presentó como un neófito, con
Camino
en la mano. Agustín Lago sonrió. Vio en ello la mano de la providencia. ¿Cómo era posible que un capitán de barco nacido en Barbastro ejerciera de intermediario? Claro que
Camino
decía: «No seas pesimista. ¿No sabes que todo cuanto sucede o puede suceder es por tu bien? Tu optimismo será la necesaria consecuencia de tu fe».

Agustín Lago le preguntó a Sebastián Estrada si creía en Dios.

—Sí, creo.

Si creía que Jesucristo era hijo de Dios.

—Sí, creo.

Si creía que la madre de Jesús era inmaculada.

—Sí, creo.

Si creía en la resurrección de la carne.

—Sí, creo. Y también creo en un premio y en un castigo eternos.

A partir de ahí, Agustín Lago se comportó con la máxima cautela. Le dijo que ingresar en la Obra no era tarea fácil, que se necesitaba el placel de monseñor Escrivá y estar dispuesto a hipotecar en pro del Opus Dei gran parte de la vida personal. Todo ello dentro de una absoluta libertad en el aspecto profesional.

—El Opus Dei —declaró Agustín Lago—, que hace dos años el doctor Eijo Caray, obispo de Madrid y Alcalá, reconoció como Pía Unión, tiene por objeto el apostolado en medio del mundo y abrir las puertas incluso a fieles de otras religiones. Para darte un ejemplo, te diré que acaban de ingresar en la Obra, en calidad de cooperadores, algunos croatas refugiados en España, huyendo de la guerra mundial.

El diálogo entre los dos hombres se prolongó por espacio de tres horas, mientras en el comedor de la fonda Imperio
Cacerola
y los otros tres ex divisionarios cantaban
La Parrala
. A la salida, Sebastián Estrada había aprendido muchas cosas. Que el padre Escrivá vivía en Madrid, en la calle Jenner, 6, donde había montado una academia de derecho y arquitectura que se llamaba
Dya
, siglas que significaban derecho y arquitectura, pero que para los iniciados significaban Dios y Audacia. Estaban con él su madre, Dolores, su hermano, Santiago, y su hermana, Carmen, además de una serie de estudiantes que formaban lo que se denominaba «la Gran Familia».

Aprendió también que existían tres categorías entre los miembros de la Obra: la sacerdotal, los miembros laicos que hicieran votos monásticos y los laicos que se casaran y formaran familia. Que había una serie de oraciones prescritas a lo largo de cada día, pero que se podían rezar mientras se jugaba al tenis… Que según las Constituciones, que muy pocos conocían, la acción de apostolado y proselitismo debía centrarse de manera específica en el mundo intelectual y en la clase dirigente. Al llegar aquí, Agustín Lago preguntó:

—¿Qué estudios tienes tú, Sebastián?

—Soy radiotelegrafista. Pero me gustaría estudiar magisterio…

—Piénsalo… Y esto lo mismo si ingresas en la Obra como si decides que no te conviene.

Sebastián Estrada quedó un tanto desconcertado. Mientras Agustín Lago hablaba, le pareció que se llevaba la mano al bolsillo con demasiada frecuencia. Finalmente le preguntó: «¿Puedo saber qué llevas ahí?». Y Agustín Lago le enseñó un crucifijo. «Lo llevamos siempre. Y lo apretamos con la mano cuando nos asalta alguna tentación y también cuando nos proponemos hacer el bien… Porque, nosotros, por nuestra cuenta, somos incapaces de lograr nada. Todo depende de la acción mediadora de Cristo».

También le desconcertó que, con el tiempo que Agustín Lago llevaba en Gerona no hubiera «fichado» a nadie más. Agustín Lago le repitió que ello no era fácil y que la Obra no tenía prisa. En Barcelona se había abierto brecha entre algunas familias pudientes y entre el minoritario mundo intelectual. Él mismo había recibido varias visitas de un arquitecto llamado Carlos Godo, que había hecho los votos monásticos. También había entrado en la Obra el filósofo hispano hindú Raimundo Paniker. Tocante a Madrid, feudo del fundador, estaban trabajando en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, en el Ministerio de Educación, etc., y un tal Álvarez del Portillo se perfilaba como futuro secretario general.

Sebastián intuyó que «aquello» le convendría —lo mismo que estudiar magisterio—, pero necesitaba conocer muchos más detalles, dado que aquella Pía Unión guardaba grandes semejanzas con cualquier otra fundación religiosa. El padre Forteza le había dicho: «Diríase que quieren suplantarnos, partiendo de la base de que los jesuitas hemos perdido el norte… Se van a dar con un canto en los dientes». Por su parte, mosén Alberto le informó de que las obligaciones cotidianas de cualquier miembro de la Obra eran durísimas, hasta el extremo de que él suponía que el Papa pondría coto a su expansión. Él mismo había tenido un incidente desagradable con un tal Carlos Godo, a quien dijo que la Obra, por sus secretos y sus ritos de iniciación, se parecía un poco a una francmasonería blanca. Carlos Godo se puso en guardia y espetó: «¡Eso es tanto como si me dijera que mi madre es una puta renombrada!».

Sebastián Estrada era introvertido. No le gustaba la improvisación. Posiblemente ello lo había aprendido en el mar. Por de pronto, nadie discutía ni tanto así la ejemplar personalidad de Agustín Lago y su eficacia al frente de la Primera Enseñanza. «Por sus obras les conoceréis». Sebastián intuía que el Opus Dei se presentaba como una revolución en el seno de la propia Iglesia y las opiniones de sus adversarios podían muy bien ser fruto de los celos o del temor.

La propia postura de su hermano, Alfonso, lo alertó. Al contarle su entrevista con Agustín Lago, Alfonso, que tocaba el piano y era rumboso de carácter, se sentó en el taburete y atacó la Marcha fúnebre. «Hay congregantes e incluso jesuitas, muertos de miedo, es verdad. Yo, por supuesto, soy partidario de las fórmulas clásicas y tengo un librito mucho más práctico que
Camino
: los Evangelios. Allí no se habla ni de la “santa desvergüenza”, ni de la “santa coacción”, ni se dice: Tu obediencia debe ser muda. ¡Esa lengua! Yo quiero obedecer en voz alta, como hace el padre Forteza».

Sebastián tuvo un momento de decaimiento. Hacía poco que había dejado la mar, y se enfrentaba con unas complejidades que no tenían nada que ver ni con el contrabando ni con los
navycerts
. No sabía si aborrecer o venerar ese librito,
Camino
, que le dio el capitán. No sabía si Agustín Lago, al darle largas, en el fondo no se había sentido superior. ¿Por qué no le invitó, de buenas a primeras, a ir a Madrid a conocer a monseñor Escrivá? Habló de éste mucho más que de Cristo. Lo tenía en un pedestal. Le enseñó una fotografía suya —la llevaba junto a una estampa de la Virgen— y la mano le temblaba. En dicha fotografía, eso sí, se veía a un sacerdote de cara recia, de mirada inquisidora, que arrastraría sin duda a los débiles y acaso también a los fuertes. Su hermano le había dicho: «El día que vea que monseñor Escrivá no menosprecia a las mujeres y que uno de sus sacerdotes se hace sacerdote-obrero, aquel día cambiaré de opinión». «Por descontado —añadió—, prepárate a dormir sobre tablas y a entregarle a la Obra la totalidad de la herencia que has recibido».

—Pero, ¿qué estás diciendo?

—Lo que oyes… —Alfonso volvió a tocar al piano la Marcha fúnebre—. Intelectuales, dirigentes y banqueros, ¿te das cuenta?

Sebastián se acordó de que él tenía una guitarra… Pero el tono de voz de su hermano no acabó de gustarle y se olvidó de ella y se encerró en su cuarto. ¡Si por lo menos llevara en el bolsillo un crucifijo para poderlo apretar!

* * *

La vida continuaba en la ciudad. Llovía a mares y todo el mundo temía una de las clásicas inundaciones con que de tarde en tarde el cielo obsequiaba a los gerundenses. El camarada Montaraz, que no estaba acostumbrado a ello, alertó a los bomberos, que tenían su hangar junto al matadero municipal. Los dueños de los establecimientos se prepararon para tapiar en lo posible, utilizando ladrillos, la puerta de entrada. Lo que sorprendió al gobernador fue que la parte de mayor peligro de la ciudad, el barrio de Pedret y la calle de la Barca, fuese aquella cuyas gentes eran las que con mayor estoicismo contemplaban el agua que iba cayendo. Sólo el patrón del
Cocodrilo
tomó sus medidas, como de costumbre. Le robaban en el bar, pero él no se inmutaba. «Pobrecitos. No tienen donde caerse muertos. Lo que me roban van a empeñarlo al Monte de Piedad». El gobernador prometió hacer un viaje a Madrid para evitar aquel periódico riesgo. «Si de algo puede envanecerse Franco es de su política de embalses, aunque en Madrid, y ello me parece bien, a causa de esto le llaman el hombre rana. Voy a ver si nos construye un embalse como Dios manda». Y ordenó a su hijo, Ángel, que sacara el mayor número posible de fotografías de la inminente inundación.

Por suerte, la cosa no pasó a mayores, como en 1933. Dejó de llover en el momento oportuno y el Ter pudo absorber perfectamente el temible caudal del Oñar. Sólo la Dehesa quedó convertida en lago. Desde el ventanal de los Alvear, el agua que bajaba con ímpetu arrastrando toda clase de utensilios, troncos de árbol, muñecas y chatarra, ofrecía un aspecto impresionante. «¡Ahí va!», gritó Eloy, con la nariz pegada a los cristales. «Nos hemos salvado de milagro —comentó Matías—. Y agua no va a faltar… Además, habremos dicho al frío adiós muy buenas, hasta nuevo aviso».

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