Los hombres lloran solos (24 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los hombres lloran solos
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El profesor Civil le traía de la calle un aire fresco. Le decía que se había puesto de moda entre las chicas unos zapatos llamados «topolino», que consistían en un tacón de corcho altísimo, que a buen seguro les perjudicaba la columna vertebral, y que también llevaban unos peinados altos que se llamaban
Arriba España
. Le decía que en la Rambla se había abierto una cafetería, cafetería España, al frente de la cual estaba Rogelio, aquel camarero que se marchó a la División Azul. «No tiene usted idea del éxito del establecimiento. La gente se queda de pie en la barra, pide lo que le apetece y se marcha. Y otro aluvión. Aquello es una máquina de ganar dinero y Miguel Rosselló, el capitalista, se va a forrar. Por cierto, que con frecuencia veo allí a los cónsules de los Estados Unidos y de Inglaterra. Claro, la costumbre es anglosajona, ¡no faltaría más!».

También le decía que Gerona estaba viviendo una revolución demográfica. Llegaban a la estación, en caravana, muchos andaluces y extremeños, que en sus tierras no tenían de qué vivir. «Teníamos ya muchos, como usted sabe; pero es que ahora, en cuestión de un semestre, y pese a los emigrantes a Alemania, ha sido la invasión. Y al parecer cabe decir lo mismo del País Vasco y de Madrid capital. Es la huida del campo a la ciudad. Es la tentación. Aquí se instalan en el barrio de la Barba, que es ya una especie de
ghetto
y también en la fortaleza de Montjuich. Viven en cabañas. Beben agua del Oñar. ¡Santo Dios! Cuando algún niño se muere, no tienen con qué pagar el entierro. Yo me cuido de ello, a través de Auxilio Social. Menos mal que el gobernador, aunque a mí me parece más totalitario que su predecesor, Juan Antonio Dávila, me tiende la mano, me ayuda en los casos que claman al cielo. Pero esta inmigración, que es de prever que continúe, repercutirá fuertemente en el porvenir de la Cataluña de mis amores. Ya se oyen más panderetas que
fiscornos
y
tenoras
. Ya se bailan más tangos de Cádiz que sardanas. Las mocitas llevan trajes de lunares y a veces me pregunto si Pilar saldrá a la calle con uno de ellos… ¡Ja, ja! Perdone que me ría, querido don Emilio, pero es que si España llega un día a ser Andalucía y Extremadura, yo me largo con mi mujer a Andorra y pedimos el cambio de nacionalidad».

Don Emilio conseguía sonreír. Un día había visto bailar al Niño de Jaén, junto con varias gitanas.

—Reconozco que aquello era contagioso… Yo me sorprendí palmeando y el notario Noguer me dijo: «¿Qué le pasa? ¿Siente usted muy adentro las campanas de la Giralda? Hay que ver, hay que ver…»

—De todos modos —argüía el profesor Civil—, a lo mejor quienes se contagian son ellos y les da por la laboriosidad… No digo para el ahorro, porque esto, dadas las circunstancias, sería una burla. Pero últimamente he visto algunos andaluces que se esfuerzan por abrirse camino. ¿Ha oído usted hablar de Charo, la mujer de Gaspar Ley, director del Banco Arús?

—Pues, no…

—Es andaluza y se ha venido a vivir aquí. Está a punto de abrir una peluquería de lujo para señoras, que haga
pendant
con la barbería de Dámaso… Todo a la última moda, incluidos esos espejos que le quitan a uno quince años de encima. Y todas las dependientas, andaluzas. ¡Lo que saben las andaluzas de arreglarse el pelo! Lo ensortijan, lo caracolean, peinan incluso a las mil imágenes de la Virgen que adoran allí… Y digo adoran porque muchos andaluces no creen en Dios, pero sí creen en la Virgen.

Eran diálogos repletos de humanidad. A menudo don Emilio Santos palidecía y tenía una crisis: el corazón. Entonces el profesor Civil le secaba con el pañuelo el sudor de la frente.

Si coincidía con Mateo, la estrategia funcionaba mejor todavía. Mateo quería mucho a su padre y agradecía al notario Noguer y al profesor Civil tan amistosa asiduidad…

—¿Qué, padre? ¿Qué le ha contado hoy el profesor? ¿Que los rusos están a punto de tomar Berlín?

—Anda, no pinches, no pinches… —replicaba don Emilio—. Me ha hablado de los zapatos «topolino» y de los peinados
Arriba España
.

—¡Oh, sí, es verdad!

—Y de la cafetería España…

—¡Pues sí que está al corriente! Rogelio se está forrando, al igual que Rosselló. Es una lástima que a mí no me dé por los negocios… —Mateo miraba el reloj y exclamaba—: ¡Pilar, un vaso de agua! ¡Es la hora de las píldoras rojas!

Pilar acudía con idéntica solicitud y entre todos rodeaban a don Emilio de un afecto que se había merecido a lo largo de sesenta y cinco años de existencia.

* * *

Hasta que don Emilio Santos murió. El mismo día en que murió, en Francia, León Daudet. El mismo día en que Montgomery, en África, en El-Alamein, iniciaba la contraofensiva contra Rommel. Don Emilio Santos murió de un colapso cardíaco. El padre Forteza acudió veloz, pero no le dio tiempo a suministrarle la extremaunción. Hizo la señal de la cruz sobre el cadáver y leyó un responso. Don Emilio Santos, muerto, cobró una placidez que causaba a la vez respeto y espanto.

—Un santo varón… —murmuró el padre Forteza.

Los demás asintieron llorando.

* * *

El entierro fue multitudinario. El profesor Civil, el notario Noguer y el camarada Montaraz escoltaron a Mateo, cuya cojera pareció acentuársele más. Tampoco andaban lejos Matías e Ignacio. Y Manolo. Y Alfonso Estrada. Y José Luis Martínez de Soria… Y el doctor Chaos y Moncho, los cuales estuvieron de acuerdo en algo tan corriente y vulgar como que cada muerto era un fracaso de su profesión.

¡Ah, por supuesto! Sin don Emilio Santos el piso de la plaza de la Estación pareció otro. A la noche, retirados todos los acompañantes, Mateo y Pilar se quedaron solos, junto a la cuna del pequeño César, con la única excepción de la sirvienta Teresa, que se las ingenió para retirarse pronto a descansar.

Silencio tenso el de la pareja, con Mateo que aparecía derrotado y Pilar que no sabía dónde posar la mirada. Finalmente la posó en la máquina de coser, en la que había pedaleado horas enteras recordando su aprendizaje en el taller de las hermanas Campistol.

Por suerte, ni el pájaro disecado ni el retrato de José Antonio estaban en el comedor. Junto a la radio, una foto de la boda, una de don Emilio Santos, otra de César. Las fotografías de la familia Alvear estaban en la alcoba conyugal.

Mateo rompió la pausa.

—Ahora tendremos que arreglárnoslas solitos, Pilar. A ver si de una vez por todas consigo volver a ser tu marido…

Pilar jugueteó con la medalla que le colgaba del pecho.

—Hago lo que puedo, Mateo… Pero hay algo dentro de mí que no consigo vencer —y besó la medalla.

—Jamás pude imaginar que tu rabieta durara tanto… Te escribí desde Rusia mis mejores cartas de amor.

—Si no te hubieras ido, las cartas hubieran sido innecesarias.

—Pero me fui. Y me siento orgulloso de mi cojera…

Pilar suspiró.

—Eso es lo que nos separa. Que no te arrepientes de nada. Ni siquiera al saber que tu padre empeoró en cuanto tú te marchaste.

Mateo se pasó la mano por su gran cabellera negra e hizo un esfuerzo para no estallar. Estaba fumando, enlazando un pitillo tras otro.

—¿Qué te aconsejan tus padres? ¿Que sigas en la brecha?

—No me aconsejan nada. Ni siquiera Ignacio… Soy yo la responsable y la madre del hijo que me diste.

Mateo aplastó la colilla en el cenicero.

—¿De modo que te he perdido para siempre?

—Yo no he dicho eso. Te quiero igual que antes. Sólo que ahora me consta que hay cosas en la vida que las prefieres a mí…

Mateo abrió los brazos.

—¿Crees que el nuestro es un caso único? Millares de hombres prefieren su profesión a la vida familiar. Otros prefieren la bebida, como el capitán Sánchez Bravo… Otros, su tertulia en el café. Y las mujeres aguantan y no les vuelven la espalda.

—Por lo visto yo soy un caso aparte. Te necesito a mi lado. Y esto es un pecado mortal…

Mateo tuvo un rapto. Se levantó, se acercó a Pilar y tomándole la cabeza entre las manos la besó en los labios con todas sus fuerzas… Pilar comprendió que aquel momento era crucial. Cortarlo en seco significaría la rotura. Se acordó de don Emilio Santos, que la víspera le había dicho: «Hija, ¿cuándo volverás a mirar a Mateo como antes?». Pilar aceptó el beso. Y le correspondió. Era la primera vez que cedía desde el regreso de Mateo. Éste, en un momento determinado pensó: «¡Eureka! He vuelto a la vida». Pero Pilar tuvo un acceso de tos y el beso se interrumpió. Y miró a Mateo. Y en un segundo repasó la película de sus vidas, como, según el doctor Andújar, les ocurría a los moribundos. Mateo estaba de pie y parecía llorar. Mateo no lloraba nunca. Ni siquiera lloró en el cementerio. Aquello humedeció también los ojos de Pilar. Su conflicto interno era agotador. Los sentimientos, al cruzarse, la desbordaban.

—Mateo… —murmuró, por fin.

Al muchacho le dio un vuelco el corazón.

—Por la memoria de tu padre, abrázame otra vez… —y Pilar se puso de pie.

Mateo la abrazó hasta casi sentir que le crujían los huesos. La lámpara del comedor parecía de plata.

Al separarse, Pilar se arregló el pelo y dijo:

—Es la primera vez que he sentido que algún día me olvidaré del lago Ilmen…

Mateo abrió los ojos de par en par.

—De modo que… ¿todavía tengo que esperar?

Pilar miró la mecedora en la que solía sentarse don Emilio Santos.

—No vamos a elegir precisamente el día de hoy para decir que hemos resucitado…

* * *

La reconciliación, una semana después, fue un hecho. Pilar volvió a llorar, pero esta vez de felicidad. Mateo volvió a juguetear con su mechero de yesca. Todavía no se atrevió a enseñarle las fotografías de Rusia, en las que se le veía también con gorro de astrakán o con casco alemán, sobre un fondo infinito de nieve. Pero todo se andaría. Por de pronto, gran alborozo en el piso de la Rambla. Matías y Carmen Elgazu abrazaron a su yerno. Matías le invitó a ir a pescar. Carmen Elgazu, a un plato de crema catalana. «No me preguntéis de dónde he sacado los ingredientes, no me lo preguntéis». El combate más duro se libró en el cerebro de Ignacio, quien acababa de defender, y ganar, otro pleito en la Audiencia referido a la compra ilegal de unos productos intervenidos. Ignacio no podía con el fanatismo de Mateo. Se dio cuenta de que éste no había abdicado de ninguna de sus ideas y que ni siquiera se quitaba de la camisa azul el emblema del Ejército alemán. Por si fuera poco —aunque esto suponía una gran ventaja—, volvía a disponer de coche oficial. Por el momento Mateo no podía conducir y se le asignó un chófer llamado Hernando, quien precisamente acababa de separarse de su mujer.

Ignacio abrazó a Mateo y volvió a sentir que le quería entrañablemente, como cuando ambos discutían bajo las arcadas de la Rambla el ser y no ser de España. También le vino a las mientes toda la película de su amistad. Mateo, ¡imposible negarlo!, tenía una inteligencia desbordante, que se le manifestó muy precozmente. El primer diálogo no protocolario de ambos recordó una partida de
ping-pong
.

—Aunque lo disimules, tú eres inteligente… —le dijo Ignacio.

—Me gustaría verte togado… —replicó Mateo—. La toga debe sentarte como a Cristo dos pistolas.

—No lo creas. Los hermanos Costa saben algo de eso…

—Los hermanos Costa perderán los pleitos pequeños, pero lo de más bulto, vaya usted, señor abogado, a comer ranas al restaurante de la Barca… —y Mateo echó una bocanada de humo al rostro de Ignacio.

—No me hagas estornudar, que me sé cuáles son tus puntos débiles…

—¿Cuáles, a ver?

—Los dientes. Te pego un puñetazo jurídico en los dientes y «La Voz de Alerta» tiene que ponértelos de oro, con lo que dejarás en ridículo al camarada Montaraz.

Mateo se rascó la nariz.

—¿Sabías que el camarada Montaraz colabora en «La Codorniz»?

—No, no lo sabía —admitió Ignacio—. Pero no me sorprende. En el fondo, para ser gobernador civil en un Estado totalitario hace falta mucho sentido del humor…

—No vuelvas a las andadas, que te recordaré los arduos combates que libraste en Esquiadores, con el retrato de Franco en la mochila…

—No me recuerdes nada. He sabido doblar la página…

—Yo también he doblado una. La de Pilar.

—Lo lamento mucho. Sin cuñado a la vista, vivía como los ángeles…

—Ahora tendrás que soportarme.

—Ya sabes que estoy muy ocupado.

—Yo también. Quiero terminar la carrera de abogado y enfrentarme contigo a la primera ocasión.

—Prepárate… Ahora ya no valdrá, como antes, tu curriculum. Ahora, muchos codos en la mesa.

—El problema es el tiempo. ¿De dónde lo saco? Pero no importa. En Rusia aprendí a no dormir…

—¿Los eslavos no duermen?

—Cuando se emborrachan, sí… Y se emborrachan todas las noches.

—Entonces, no te quejes.

—No me quejo de nada.

—Te reto a una partida de futbolín… —brindó Ignacio.

—Acepto. A condición de que el pequeño Eloy no te eche una mano.

* * *

La eclosión reconciliadora tuvo lugar en casa de Manolo y Esther. Éstos invitaron a cenar a Mateo y Pilar, a Moncho y a Eva, y a Ignacio… Faltaba Ana María para que el emparejamiento fuera completo. Aunque Ana María le había telefoneado a Ignacio: «Estoy preparando un viaje a Gerona, invitada por Charo. Pienso estar lo menos una semana, aprovechando que mi padre se va a Portugal por no sé qué asunto de cuadros de pintores clásicos».

Manolo y Esther le pidieron permiso a Pilar para hablar un poco de Rusia, tema que, aparte de la guerra, debía de ser apasionante.

—¿No te parece? Olvídate de que Mateo fue allí a pelear… Entre los matrimonios no puede haber tabúes, so pena de que la confianza mutua se tambalee. Deja que Mateo se despache a gusto, fórmula mágica para zanjar la cuestión.

Pilar hizo un mohín impreciso, que nadie supo cómo interpretar. Por un lado parecía resignada, pero por otro era obvio que se había colocado a la defensiva.

Manolo insistió.

—Rusia ocupa la sexta parte de la superficie terrestre. Una inmensidad. No vamos a eliminarla de un plumazo por culpa de la División Azul… Si la BBC no miente, y no miente nunca, ahora ha empezado de veras la batalla de Stalingrado, en la que, al parecer, Hitler empeña gran parte de sus fuerzas.

Mateo intervino.

—¿Y qué queréis que os cuente yo de la batalla de Stalingrado? Nosotros vimos una Rusia en miniatura, una parcela, algo así como un diograma… Aprendí varias palabras, el sonido del
samovar
y creí haberme vacunado contra el dolor que puede producir una muerte… Pero ahora, al morir mi padre, comprobé que no es así. Diríase que los muertos en la guerra son menos muertos que los demás.

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