—Cierto, ya he oído esta versión… Proviene, como siempre, de la BBC. Dicen que los japoneses no consultaron con Hitler lo de Pearl Harbour, porque son muy suyos. Lo cierto es que hubo largas conversaciones antes de lanzarse a la acción, pues Hitler hubiera preferido que el Japón atacara a Rusia por Siberia… Pero los japoneses tenían derecho a pensar en la defensa de su zona y eligieron el Pacífico. Por lo demás, se parecen a los alemanes: samurai,
kamikaze
y demás. Están asestando golpes muy fuertes a los Estados Unidos y éstos no saben cómo reaccionar —el camarada Montaraz se acarició la cicatriz de la mejilla derecha—. En cuanto a la guerra en general, en Madrid nadie duda de que al final el Pacto Tripartito se llevará el gato al agua. Existen, al parecer, ciertas discrepancias entre Hitler y algunos de sus generales; pero el Führer acabará imponiendo su genialidad y antes de medio año los niños rusos tendrán que estudiar alemán para poder conversar con esa niña solitaria, Elvira, de que nos ha hablado el profesor Civil…
Intervino el conde de Rubí, apasionado por la política.
—Me pregunto —dijo, plegando la servilleta— por qué en el guateque de un bautizo tenemos que hablar de los japoneses, de los alemanes y de Norteamérica. ¡Brindo por nuestro nieto Augusto, por el hijo de Carlota! Ha nacido en un hogar honorable y esperamos que nos dé muchas alegrías…
El trueque fue bien acogido, porque el conde de Rubí, que era un caballero, acertó con el tono exacto al pronunciar aquellas palabras. La más entusiasta a su favor fue doña Cecilia, la esposa del general.
—¡Bravo, bravo! —repitió, aplaudiendo con fervor—. Ya estaba yo pensando: ¿esto es un bautizo o un funeral? Y vuelvo a repetir que no me creeré nada de los japoneses mientras no vea a uno paseándose por Gerona con la espada desenvainada…
Doña Cecilia, como siempre, consiguió distender la situación. Se habló de las películas españolas que estaban en aquellos momentos en las carteleras:
Morena Clara, Suspiros de España, Nobleza baturra, A mí la Legión, Sin novedad en el Alcázar, Raza…
El camarada Montaraz dijo haber asistido en Madrid, en compañía de Girón, al estreno de
Sin novedad en el Alcázar
—Rafael Calvo interpretó al general Moscardó—, y que se impresionó mucho al ver que había sido construido en la acera contigua a la sala, en la Gran Vía, un auténtico Alcázar de cartón-piedra. «La gente se queda boquiabierta y el éxito es apoteósico». En cuanto a
Raza
, mayor éxito aún, pues en seguida se supo que el guión de la película lo había escrito Franco en persona, bajo el seudónimo de Jaime de Andrade…
—Franco es muy aficionado al cine, especialmente a las películas americanas y a las comedias musicales…
—¿Y por qué no a las películas alemanas? —preguntó doña Cecilia.
—¡Ah, esto no lo sé! —contestó el camarada Montaraz—. Tal vez le baste con los documentales…
La condesa de Rubí, que hablaba con voz dulce, mate, como si estuviera pidiendo perdón, preguntó al gobernador:
—¿Y cómo encaja Franco los chistes referentes a su persona?
—Se ríe, se ríe mucho… Generalmente se los cuenta su hermana Pilar. Pero él está por encima de esas cosas.
El capitán Sánchez Bravo, presidente del Gerona Club de Fútbol, le preguntó a su vez:
—¿Y puede ser cierto que el Caudillo sea hincha del Real Madrid?
El camarada Montaraz soltó una carcajada.
—Personalmente yo creo que, si es hincha de algún club, lo será de un club gallego…
Ahí la conversación se disparó. Se formaron varios grupos. Se habló del aumento de la prostitución, que en Madrid y Barcelona alcanzaba cotas alarmantes, lo que obligó al señor obispo a santiguarse. El doctor Andújar habló del piojo verde —tifus— y de la cirrosis, debido a que mucha gente, por su estado anímico y por costumbre adquirida durante la guerra, se atiborraba de alcohol, sobre todo vino y aguardiente. «La Voz de Alerta» afirmó que, andando el tiempo, con la preciosa ayuda del doctor Morell, él y Carlota pensaban ganar el premio provincial de natalidad… El profesor Civil hizo referencia a dos niños que habían muerto al estallarles en la mano, en la Dehesa, cerca del río Ter, una granada de la guerra civil. Finalmente el camarada Montaraz volvió a tomar las riendas y habló con toda franqueza del fiasco que estaba siendo la emigración de «productores» a Alemania. Dichos productores se habían dado cuenta muy pronto de que «aquello» no era el paraíso. Contratos leoninos. Muchos pidieron la repatriación, pero habían firmado dichos contratos de trabajo y los alemanes exigían su cumplimiento. Todos se quejaban de lo mismo: mala comida, dormitorios inadecuados, disciplina brutal. Sopa de patatas con coles para el almuerzo o la cena y dormir en barracas de madera. Finalmente, los guardianes de fábrica estaban acostumbrados a tratar brutalmente a los obreros extranjeros, por no hablar el idioma alemán. En total, se habían ido unos quince mil, entre los cuales, naturalmente, se contaban algunos pillastres, como un «productor» de los hermanos Costa, Pedro Salles, que había estado cinco veces en la cárcel por robo. «Al parecer, en Alemania se anda con las mismas».
El general Sánchez Bravo amplió esos datos. Dijo que, juntamente con los trabajadores procedentes de España, habían ido a Alemania exiliados de la guerra civil, por orden de Pétain. Y que éstos, debido tal vez a su carga de sufrimiento, una vez en Alemania rendían más y mejor que los procedentes de España. «Sería curioso verlos allí a unos y otros trabajando al alimón en la misma máquina. Al parecer, congenian mejor de lo que pudo suponerse y se ayudan entre sí».
—¡Naturalmente! —admitió el capitán Sánchez Bravo—. Cuando el español sale fuera da lecciones de camaradería al más pintado…
—Lo malo —dijo «La Voz de Alerta», que apostaba por la alegría en la reunión—, es que al parecer unos y otros empiezan a tener hijos con mujeres alemanas… Y nadie sabe lo que Hitler hará con los frutos de ese cruce inesperado.
Nadie había pensado en esta cuestión. Carlota le hizo a su marido un gesto de aprobación.
—¿Y quién cuida de la salud espiritual de esos hombres? —preguntó inesperadamente el monseñor, sonándose con cierto estrépito.
—Hay algunos consiliarios… —apuntó su eterno familiar, mosén Iguacen—. Pero, claro, no pueden dar abasto. Dios sabe con qué ideas volverán…
¡Lástima que Carmen Elgazu no estuviera allí! Hubiera resuelto con una palabra la incógnita. «¡Protestantes! —hubiera dicho—. ¡Regresarán siendo protestantes!».
* * *
Terminado el diálogo, la reunión se dispersó. Y pronto los condes de Rubí se encontraron en el piso de «La Voz de Alerta» y de Carlota —y ahora, de Augusto—, donde podrían, si les apeteciera, despotricar a sus anchas.
Carlota, sentándose confortablemente en su diván preferido, les dijo a sus padres:
—Ahora, si queremos, podemos despacharnos a gusto. Hasta podemos brindar por don Juan, si os parece oportuno.
El conde de Rubí, lo mismo que su esposa, se refocilaron ante tal perspectiva. Pero no hablaron de la monarquía porque, a su entender, la cosa estaba verde aún. Prefirieron hablar del nacional-catolicismo, dado que les había impresionado mucho la impermeabilidad del doctor Gregorio Lascasas. «Los dogmas en sus labios lo son por partida doble, porque los proclama con acento aragonés».
La madre de Carlota, que llevaba un par de joyas de su bisabuela, habló del Opus Dei.
—¿Qué pasa, en Gerona, con el Opus Dei?
—Que yo sepa —contestó «La Voz de Alerta»—, está constituido por una sola persona: Agustín Lago, inspector provincial de Primera Enseñanza.
—Por ahí van los tiros —señaló el conde—. El ministro de Educación, José Ibáñez Martín, les apoya cuanto puede, a través del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, cuyo secretario general, José María de Albareda, pertenece a la Obra virtualmente desde su fundación, es también aragonés, como el padre Escrivá y como vuestro obispo… Van al copo de las cátedras, que es lo que, de momento, les interesa. Y por supuesto a la búsqueda de fichajes entre la buena sociedad.
Carlota se rió, porque sabía que su padre había resistido el asedio de dos familias barcelonesas de alcurnia, sobre todo en el campo económico: los Millet y los Valls Taberner.
—¿Por qué no te dejaste querer? —le preguntó, sonriendo, a su padre—. Podríamos encomendar al hijo de nuestro gobernador, que es arquitecto, que nos hiciera los planos de una casita en la Costa Brava, que sería nuestra ilusión. Sobre todo ahora que tenemos a Augusto, al que pienso vestir de marinero cuando haga la primera comunión…
—El precio sería demasiado elevado —respondió el conde—. No conocéis al padre Escrivá. Es más tozudo que Stalin. Al entrar en la Obra hay que renunciar a uno mismo y actuar como un autómata.
—No será tanto… —sugirió «La Voz de Alerta».
—Esto y más. Los miembros de la Obra tienen hipotecado todo el día, desde que se levantan, besando el suelo y ofreciendo al Señor todas las acciones de la jornada, hasta que se acuestan, no sin antes rezar, de rodillas, las tres avemarías de la pureza, y de rociar la cama con agua bendita…
—¿Cómo? —preguntaron al alimón «La Voz de Alerta» y Carlota—. ¿Rociar la cama con agua bendita?
—Eso es lo que hacen. Para que huya Satanás y los sueños estén presididos por monseñor Escrivá de Balaguer, quien, dicho sea de paso, nadie sabe de dónde se sacó el
de Balaguer
, puesto que la primera edición de
Camino
aparece firmada, simplemente, por José María Escrivá y no hay noticia de nobleza en su árbol genealógico…
«La Voz de Alerta» se había quedado pensativo.
—¿Pero creéis que hay posibilidad de que la Obra siga adelante y se consolide?
—Eso no lo sabe nadie. Si consiguen comprar bancos, seguro que sí, por lo menos en España. En España el dinero es poder más que en ninguna otra parte del mundo. Además, los jesuitas están de capa caída y la Obra puede llenar el vacío. Y eso de la santificación por el trabajo, sinónimo, a primera vista, de libertad individual, puede ser eficaz siempre y cuando haya un líder; y creo que el padre Escrivá es un líder indiscutible porque tiene eso que nadie sabe lo que es y que se llama carisma…
Carlota preguntó:
—Papá, ya sé que no conoces personalmente al padre Escrivá… Pero, ¿te atreverías a afirmar que es hombre de gran talento?
—Por supuesto… Quien ha escrito ese librito que se llama
Camino
tiene talento de todas todas. ¿Lo conocéis? ¿Lo habéis leído?
—Pues no… —dijo «La Voz de Alerta»—. No ha habido ocasión.
El conde jugueteaba con el anillo de oro que llevaba en el anular, acariciándolo.
—Conforme. Pues bien… El día que tengáis un ejemplar a mano, estoy seguro de que opinaréis como yo. Novecientos noventa y nueve pensamientos, entre los que hay desde chascarrillos baturros hasta anatemas y procacidades… Por ejemplo, los casados somos clase de tropa y el alto mando son los célibes… Todos nosotros somos depósitos de basura, despreciables, gusaneantes, a menos que Jesucristo tenga piedad… Etcétera. Todo esto, para los timoratos que tienen vocación de masoquismo, es correcto. Aunque parezca lo contrario, a muchos españoles les gusta que les insulten, si quien los insulta invoca una verdad superior…
Carlota tuvo un gesto de decepción.
—Me había propuesto leer
Camino
—dijo—. Pero, después de oírte, y recordando que casi todos los apóstoles eran clase de tropa, creo que preferiré seguir leyendo el Sermón de la Montaña…
—¡Absurdo! —remachó el conde—. Hay que leerlo. Si yo fuera don Juan March imprimiría veintiséis millones de ejemplares para que lo leyeran todos los españoles y sacaran sus propias conclusiones… —Dirigiéndose a Carlota añadió—: El libro es machista; así que, a lo mejor te interesa.
—¡Seguro que sí! Doblaré la última página y me apresuraré a fichar por monseñor Escrivá de Balaguer
—No se dice fichar, sino pitar… Cuando alguien entra en la Obra, no se ha dicho que ha fichado, sino que fulanito de tal ha pitado… ¿Captas el matiz?
—Supongo que sí. Pero, de momento, os aseguro que el tema me aburre…
«La Voz de Alerta» abrió una ventana porque hacía mucho calor. Augusto dormía plácidamente, de modo que prosiguieron la charla. Hablaron del nacional-catolicismo, que fue la primera palabra que saltó sobre la mesa y que, en opinión de todos los reunidos, estaba haciendo un grave daño al país, fanatizándolo en una sola dirección.
—Por ejemplo —dijo «La Voz de Alerta»—, yo soy partidario de la libertad religiosa. Pues bien, ya lo sabéis. El Vaticano y se acabó. Los protestantes son perseguidos e incluso algunos de ellos han ido a parar a la cárcel… Precisamente el mes pasado ocurrió en nuestra provincia un caso que parece sacado de «La Codorniz». Fue en La Bisbal. Murió un protestante —tengo entendido que hay unos treinta mil en toda España—, y el párroco, por las buenas, se largó. Al llegar el cortejo fúnebre con el muerto ante la verja del cementerio, el alcalde no se atrevió a enterrarlo. El cortejo recorrió varios pueblos con el muerto a cuestas, hasta encontrar un párroco comprensivo, concretamente en La Escala, que se avino a darle sepultura… —«La Voz de Alerta» se rascó disimuladamente, ya que sufría un ataque de urticaria en los brazos—. ¿Eh, qué decís a esto?
A los condes les dio por reír. Imaginaron la escena.
—Franco tiene razón… Como España, ni hablar…
Brotó en la reunión el nombre del cardenal Segura, enemigo del rumbo totalitario que seguía el país y partidario de la restauración monárquica. Junto con el arzobispo Vidal y Barraquer, eran, en efecto, las dos únicas jerarquías que se negaban a adular a Franco. El cardenal Segura no aceptaba el nombre de Cruzada aplicado a la guerra civil. Se negó a que se inscribieran en la fachada de la catedral los nombres de los caídos. Anunció que si contra su voluntad se efectuaba la inscripción, «serían excomulgados todos cuantos interviniesen en la operación». No le hizo gracia la elección de Pío XII como papa. Temió que su sentido diplomático diera alguna sorpresa, como así ocurrió. La actitud de Segura significaba que en todo el país solamente quedaran los muros de la catedral sevillana limpios de toda inscripción. Ante el Vaticano definía al régimen español con estas palabras: «Falange es el gran enemigo de la Iglesia española, donde se han guarnecido todos los enemigos antiguos de la Iglesia; los cuales disparan a mansalva bala rasa contra nuestra sacrosanta religión». En su opinión, el propio José Antonio, en ese aspecto, era poco de fiar. Todos los pasos del cardenal eran espiados y los agentes civiles que prestaban servicio en el palacio arzobispal anotaban los nombres de las personas que entraban y salían. El Caudillo dio la orden terminante de que el arzobispo fuera conducido a la frontera y expulsado del país. Serrano Súñer consiguió que Franco se retractara. Además, el nuncio de la Santa Sede, Cicognani, manifestó: «El mismo día que el cardenal salga por Gibraltar, el nuncio apostólico lo hará por Irún». Pero, por otro lado, era un fanático, obsesionado también por el sexto mandamiento. Había que ir a tomar baños fuera de la provincia. Represión inquisitorial, incompatible con el carácter alegre y bullicioso de los andaluces. Cuando predicaba, en el momento más impensado interrumpía para decir: «Cierren los abanicos, porque aquí no estamos en un balneario ni venimos a tomar el fresco, sino a rendir homenaje a Nuestra Señora de los Reyes». «No hagan ruido con las sillas, porque no estáis en un corral sino ante la presencia de Jesús Sacramentado». El baile era su obsesión. «Los que quieran divertirse con el diablo, no podrán gozar con Cristo». «El baile es un círculo en cuyo centro está Satanás».