Matías acertó. Llegados a Bilbao, en el piso paterno de los Elgazu conocieron la verdad. La abuela Mati había muerto. Cuando mandaron el telegrama estaba en coma profundo —hemorragia cerebral—, y según los médicos el corazón iba a detenerse de un momento a otro. Así ocurrió. «Ha sufrido poco. Del mal al menos…» Alguien dijo eso y sonó fatal. Todos los hijos estaban presentes, rodeando el cadáver de la abuela, la «alcaldesa», que con su bastón autoritario daba órdenes a todo el mundo y le había contado las verdades al lucero del alba. La muerte no le había suavizado las facciones. Estaba como crispada, con las manos cruzadas sobre el pecho y sosteniendo un rosario. Carmen Elgazu le besó la frente. ¡Qué frío! La volvió a besar. ¡Más frío aún! Matías, haciendo de tripas corazón, la besó también y no pudo evitar una sensación de repugnancia. Matías detestaba la muerte en cualquiera de sus facetas y en cualquier circunstancia. A veces le ocurría eso incluso cuando iba a pescar.
Salieron de la habitación, en la cual esperaba ya el ataúd. Faltaban dos horas para el entierro. En el ínterin, y mientras iban entrando visitas, los hermanos Elgazu iban abrazándose una y otra vez. Podía decirse que no habían estado todos juntos desde mucho antes de la guerra civil. Josefa y Mirentxu, las dos hermanas solteras que confeccionaban muñecas, parecían las más afectadas. Jaime Elgazu, el del frontón Gurrea, separatista y, por las trazas, desplazado y con sobredosis de alcohol, rondaba por el piso como un alma en pena. Lorenzo, el de la fábrica de armas de Trubia —el único que en el anterior viaje no consiguieron abrazar—, era una incógnita. Alto, fuerte, impávido, no se sabía si era una losa o si lloraba por dentro. Pero la menos afectada, por lo menos en apariencia, era sor Teresa, de Pamplona. Sentada al lado de su madre, la «abuela Mati», iba desgranando oraciones. Por lo visto había dicho repetidas veces: «Ya está en el cielo. Aprendamos a aceptar los designios del Señor». Matías se sulfuró. Se acordaba muy bien de sor Teresa, de su frialdad en el convento, de su distanciamiento. «¡Menos mal que no ha dicho que debemos alegrarnos!».
El entierro y la misa de réquiem fueron tristes. El cielo de Bilbao estaba plúmbeo, cumpliendo su obligación. Los Elgazu tenían un panteón y en él depositaron el féretro, junto al abuelo, Víctor Elgazu Letamendía, del que Ignacio, según Carmen y Matías, era el vivo retrato. La oración en el cementerio sonó de un modo especial. El sacerdote rezó un responso, un padrenuestro y con el hisopo bendijo la lápida, todavía sin nombre. Poco a poco todo el mundo se retiró, mientras en Bilbao silbaban las chimeneas de las fábricas, se oían sirenas, las gentes se hacían a la mar y la ría, la ría que Carmen Elgazu echaba siempre de menos, estaba donde debía estar, al igual que el verde intenso de los montes circundantes.
* * *
Los seis hermanos juntos, y Matías. Fueron veinticuatro horas de difícil convivencia. Sin la abuela Mati, la casa parecía un orfelinato, sobre todo para Josefa y Mirentxu, a quienes las muñecas a medio terminar, sin los ojos, se les antojaban caricaturas grotescas.
Las palabras fluían con pena. Comieron mucho, presos de una inesperada voracidad, comparable a la que Matías sintió durante el viaje, en el tren. Jaime, además, bebió lo suyo, pese a que sus hermanos le miraban con ojos de desaprobación.
Transcurrida una hora fueron formándose corrillos y los diálogos impusieron inevitablemente su ley. Las mujeres a un lado, los hombres en otro. El grupo de las mujeres lo capitaneaba, sin proponérselo, con sólo su hábito y su rostro sereno, sor Teresa. A Carmen Elgazu se le ocurrió mostrarles una fotografía de su nieto, César, y la abuela Mati por unos instantes desapareció. «¡Qué preciosidad!». «¿Y qué tal Mateo? ¿Sabéis algo de él?». «¡Uy, qué monada de criatura! ¿Da mucho la lata?». «No, no, es un bendito. Duerme toda la noche, de un tirón». «Eso demuestra que todavía no sabe lo que es la muerte».
En el corrillo de los hombres la sombra de la abuela Mati quedaba más lejos aún. Allí estaban un empleado de Telégrafos, un encargado del marcador en el frontón Gurrea y un capataz de la fábrica de armas de Trubia. Jaime daba pena. Separatista hasta la médula —Matías, en el anterior viaje, discutió agriamente con él—, veía esfumarse sus esperanzas. «A menos que ganen los ingleses y le echen una mano a Euskadi». Lorenzo, el de Trubia, era el revés de la medalla. Falangista militante, porque gracias a Franco se estaba reunificando España y además él tenía un empleo seguro. «Figuraos, con la guerra, una fábrica de armas… Trabajamos a tope y exportamos a unos y a otros, sin excepción. El que paga más, ése se lleva la pieza». Estaba en contra de los separatismos, «que no servían para nada y sembraban la dispersión». Tuvo que esforzarse para no levantar la voz. Él tenía dos hijos, y los dos eran flechas y desfilaban con pantalón corto y camisa azul. «Su madre no ha podido venir porque estamos esperando nuestro tercer hijo. Ojalá salga tan patriota como Mateo —se dirigió a Matías—, a quien no tengo el gusto de conocer».
Jaime echaba chispas. ¿Y si se fuera con las mujeres a la otra habitación? Con sor Teresa, sería peor. Bebió un poco más. Eructó. Se secaba de continuo el sudor de la frente. «¿Qué tal el movimiento separatista en Gerona? ¿Cómo? ¿Nada de nada? ¡Pues sí que estamos buenos!». España sería siempre un lastre para Euskadi y Cataluña. Matías le cortó: «¡Pero por lo menos allí todo el mundo habla catalán! Aquí el vascuence es una rareza. Parte del campesinado, cuatro curas y cuatro intelectuales. Los demás, hablando el castellano o así». Matías dijo «o así» en tono irónico. Pero Jaime no se atrevió a protestar. «Eso se arreglaría en diez años —barbotó—. Y el que no pasara por el aro, desterrado a Extremadura o a Cádiz. O donde le apeteciera».
Jaime quería luchar. Quería luchar de todos modos. Hasta el presente no se había atrevido, porque vivía la abuela Mati. Ahora sería la ocasión. ¿Cédulas clandestinas? En España, no. Imposible. Estaba todo copado. ¡Los guardias civiles! Sus tricornios eran el gran paraguas del país. Jaime había decidido irse a trabajar a Alemania, adonde se le adelantaron varios compañeros dispuestos a hacer sabotaje. «Alemania me espera. Hay que volar tanques, trenes, puentes, lo que sea. Los vascos entendemos de eso». Matías se puso serio. Advirtió que su cuñado no improvisaba. No supo qué decir. Por fin le puso la mano en un hombro. «A lo mejor te encuentras allí con un sobrino mío, llamado José Alvear. Creo que sigue la misma línea, aunque por motivos distintos». Jaime se irritó. Pensó para sus adentros: «A éste le voy a zurrar». Pero no era el momento. La abuela Mati lo aquietó. Jaime estaba borracho. Por supuesto, pese a ello sabía lo que decía. Pero era un cobardica y a las primeras de cambio echaría de menos el frontón Gurrea y los guisos de sus hermanas Josefa y Mirentxu.
Poco después se reunieron todos, hombres y mujeres. Matías aprovechó para ofrecerles hospitalidad en Gerona, que fueran a pasar unos días. «Todos juntos no, claro. Pero podríamos empezar por Josefa y Mirentxu». Éstas declinaron la invitación. «No es hora de programar nada. De momento, ordenar la casa y acostumbrarnos a la soledad». Jaime declinó también. «Tal vez más tarde», dijo, disimulando. En cuanto a Lorenzo, se lanzó. «¡Aceptado! En cuanto haya nacido nuestro tercer hijo te mandamos un telegrama y vas a esperarme a la estación».
Cayó la noche sobre Bilbao. Se acomodaron como pudieron para dormir. Antes, todos desfilaron por la habitación que la «abuela Mati» había dejado vacía. Si hubieran tenido la osadía de conectar radio Berlín, se hubieran enterado de que Rommel, al término de seiscientos quilómetros de marcha por el desierto, acababa de conquistar El-Alamein.
JESÚS MONTARAZ, el gobernador de Gerona, estaba contento. Por muchas razones. Empezaba a aclimatarse en su nuevo destino, lo que hacía feliz a su secretario y chófer, Miguel Rosselló, al que a veces tomaba el pelo diciéndole que tenía el cerebro rudimentario y calcáreo. Miguel Rosselló le contestaba: «Ni caso. El hombre enfurecido no tiene ojos».
En Gerona y provincia la labor a realizar era inmensa, pero el gobernador iba poniendo las bases sobre las cuales, desde el primer momento, había montado su estrategia. La capital, desde que él llegó, estaba más limpia. Todo el mundo se daba cuenta al pasear por ella. Más papeleras, más basureros, más policías municipales. Las pintadas en las paredes y vallas habían desaparecido, a veces superponiendo en ellas carteles de toros, que eran su pasión. En el puente de Piedra se mantenía enhiesto aquel mutilado de la pata de palo que dirigía la circulación. Ahora llevaba uniforme. Los urinarios públicos eran su reto. Pero se propuso a sí mismo otro más importante aún: canalizar las aguas del río Oñar, para que éste no fuera el vertedero oficial de las fábricas. Faltaba presupuesto, pero las obras habían empezado ya en la calle del Carmen, en cuya agua pantanosa crecían las hierbas y reinaban las ratas. En cuanto al asalto de las enfermedades venéreas que sufría el país —otro de sus proyectos—, había decidido contraatacar con eficacia. La sífilis, la gonorrea, etc. Reconocimiento quincenal a las prostitutas, que necesitaban de carnet sellado y al día, y largas entrevistas con el general Sánchez Bravo para que, mediante la intimidación, actuara sobre los soldados. Su éxito no era medible, pero él estaba convencido de seguir el camino correcto. Al respecto no quería asesores de ninguna clase, en homenaje a una frase de Debussy que había leído en Albacete: «no aceptes los consejos de nadie, excepto del viento que pasa y que cuenta la historia del mundo…» La prostitución era la historia del mundo, como muy bien sabían santo Tomás, san Agustín y la Andaluza.
Jesús Montaraz estaba contento de su gestión, que abarcaba muchos campos —y si no, pronto habría que preguntárselo al coronel Triguero y a los hermanos Costa—, y feliz porque María Fernanda, reacia en un principio, empezaba a encontrar en Gerona motivos para vivir. Muchas personas y cosas habían influido sobre la aristócrata madrileña: su amistad con la condesa de Rubí y «La Voz de Alerta», que esperaban para junio la llegada de la cigüeña; su excelentes relaciones con Manolo y Esther, pese a las diferencias de edad; su predilección por Marta, «un muestrario de cualidades»; el respeto por el notario Noguer y el profesor Civil; los diálogos con el doctor Andújar y el doctor Chaos… Este último era una especie de enciclopedia viviente, que le resolvía a María Fernanda muchos crucigramas intelectuales que la asediaban de continuo, a causa de su irreprimible curiosidad. También contaba Ignacio, al que ya el primer día calificaron como «caballo vencedor». Ignacio había compartido varias noches la cena con el camarada Montaraz y su esposa, y siempre salió airoso de la prueba.
—Da gusto hablar con un abogado… —decía María Fernanda.
—En efecto —contestaba Ignacio—. Por eso yo hablo muy a menudo conmigo mismo.
—¡Chiste fácil! —protestaba el camarada Montaraz.
—Más fácil es recorrer la provincia conduciendo el coche Miguel Rosselló… Y españolizar el lenguaje a base de prohibiciones.
Ignacio dijo esto porque el camarada Montaraz no podía consentir que se adulterara el idioma castellano, tan rico como el inglés. En función de esa tesis, prohibía los galicismos y los anglicismos.
—¿A santo de qué emplear palabras tales como «dancing», cocktail, vermut, cabaret, gríll, córner, récord y demás? ¿Es que no podemos decir baile, aperitivo, rincón o esquina, sala de fiestas y otras equivalentes? ¿A qué viene esa hipoteca?
—Es la costumbre —decía Ignacio—. Se escucha la radio, se leen los periódicos y nadie hasta tu llegada consideró que esto era un pecado… ¡Y hay más! El otro día me contaba Agustín Lago que los niños en la escuela aprenden ahora con facilidad los nombres eslavos, debido a la guerra con Rusia. De modo que prepárate a escuchar vodka en vez de vino tinto…
Eran veladas ingeniosas, que Ignacio aprovechaba para protestar. No le gustaba, por ejemplo, el abuso de la palabra Imperio. «Ganamos la guerra, ya lo sé. Yo estaba allí esquiando sobre la nieve bajo la luna solitaria, y perdón por imitar a los poetas malos. Pero eso no justifica que el Imperio alcance a los transportes y a las tintorerías. Os habéis fijado, ¿no?
Autotransportes Imperial. Tintes Imperio. Cine Imperial. Gaseosa Imperial.
Y así hasta el fin. Ah, y se me olvidaba una impresionante puya de Giménez Caballero en un artículo de
La Vanguardia
: «El aire huele a rosas y a Imperio…». ¿Eh, qué tal? ¿Sigo o con eso tenéis bastante?
María Fernanda se puso de su parte. La época imperialista de España había pasado. Una cura de humildad no le iría mal al país, que se sostenía de puro milagro.
El gobernador protestaba. ¿Por qué no hablar de Imperio? No se trataba de ir a la guerra en el carro del vencedor, sino de unirse fraternalmente con la América Hispana. Hispanoamérica era un elefante dormido que se pondría en pie, y España podría ser el domador. «No creo que hablar de
Tintes Imperio
haga mal a nadie. Y menos beberse una
gaseosa Imperial
».
El matrimonio estaba también contento porque su hijo, Ángel, había decidido por fin quedarse en Gerona. Mosén Alberto le convenció, con el truco de fotografiar los monumentos románicos. Pero no era sólo eso. Marta tuvo razón: existía la vacante que habían dejado los masones Ribas y Massana, exiliados en Méjico. Ángel se despidió de don Nemesio Valdés, su maestro en Madrid, y alquiló un magnífico estudio en un alto edificio próximo a la Dehesa. Estudio restallante de luz, que logró acondicionar con mucha modestia pero con sentido práctico. Necesitaría un delineante y un aparejador: seguro que los iba a encontrar. De momento no tendría más remedio que dedicarse a levantar lo que él, «urbanista», detestaba: bloques-colmena. Esto lo conseguiría fácilmente a través de las Viviendas Protegidas y del apellido que llevaba. Más tarde ampliaría su campo de acción a torres y chalets de la Costa Brava, que era lo que, en principio, le había producido un cosquilleo entusiasta.
—¿Por qué no nos haces un proyecto para una torre en S'Agaró? —le pidieron Manolo y Esther—. Imagínate que hemos ganado un pleito importante y que tenemos el parné necesario…
—Bueno, bueno… Todo se andará.
Ángel quería mucho a sus padres, aunque, con su dosis de escepticismo a cuestas era mucho menos «imperialista» que el camarada Montaraz y consideraba que los anglicismos y demás no hacían otra cosa que enriquecer el vocabulario. No le gustaba vivir en el gobierno civil, que parecía un castillo antiguo venido a menos y apto para ser habitado por el conde de Montecristo. Pero contra eso no podía luchar, por lo menos de momento. Su afición a la fotografía lo llevó por derroteros inesperados: los ancianos y los locos. Mosén Alberto se asustó. «Este hombre me enviará a hacer gárgaras la guía románica de la provincia y se me irá al Asilo y al Manicomio». Ángel le tranquilizó. «Se puede compaginar. Pero las piedras también cansan y los rostros humanos tienen su aquél».