Félix tenía quince años, aunque parecía mayor. Su vida eran el dibujo y la pintura. Ya no dibujaba bicicletas en el mar. Seguía los consejos de Cefe: «Academia, mucha academia». En casa de Padrosa, la madre de éste, viuda, cuidaba de los dos. Padrosa era bajito y vanidosillo y llevaba siempre corbata roja. Félix, un buen día, al entrar en el estudio de Cefe, se encontró con una modelo, una muy joven pupila de la Andaluza, posando desnuda. Era la primera mujer desnuda que veía al margen de los libros de arte. Su impresión fue fortísima. Se conoció a sí mismo e intuyó que el mundo era más ancho de lo que había imaginado. Cefe le dijo: «Ya es hora de que vayas acostumbrándote». La pupila comentó: «¡Vaya consejos! ¿No comprendes que a esta edad no pueden pagar? La Andaluza le daría una tableta de chocolate…» Félix no era muy fuerte y tenía los pies planos. Padrosa le dijo: «Tanto mejor. Así no tendrás que hacer la mili».
* * *
Entretanto, Manuel Alvear, la espina que, aparte de Pachín, Paz llevaba clavada, decidió por fin que sí, que lo del seminario le iba. No se atrevía a decírselo a su hermana y pensaba: «A final de curso lo sabrá». Mosén Alberto le interrogó a fondo temiendo que su pretendida vocación fuera un acto de rebeldía contra el ateísmo que había vivido en su hogar.
—¿Cuándo notaste que te gustaba la sotana? —le preguntó el sacerdote.
El muchacho, expansivo cuando hablaba de los demás, titubeaba al hablar de sí mismo. En esta ocasión acarició la boina vasca que le regaló «tío Matías» y que posaba en sus rodillas.
—No sabría decirle… Ha sido poco a poco. Es difícil precisar.
—¿No puede tratarse de una simple corazonada?
—No, no, al contrario. Al principio, así lo temía y procuraba apartarlo de mi pensamiento. Y además, me daba miedo mi hermana, que me quiere mucho y que no se merece que le dé este disgusto.
—De todos modos, cuando llegaste de Burgos no podías ni soñar con que te ocurriera esto…
—Desde luego que no… —otra caricia a la boina—. Entonces los curas para mí eran todos fariseos. Y es que en mi tierra se portaron muy mal…
—Supongo que no habré sido yo quien haya intentado influirte —y mosén Alberto esbozó una sonrisa.
—No, no… Creo que lo primero que me influyó fueron los campanarios.
—¿Los campanarios? ¿Cuál de ellos?
—El de San Félix, que parece una oración.
—No lo entiendo. ¡Si en Burgos tenías la catedral!
—La miraba con odio. La muerte de mi padre no la podía perdonar.
—¿El museo tal vez? —insinuó mosén Alberto, impecablemente afeitado.
—El museo, sí… Ya lo sabe usted. Los crucifijos. Ante un crucifijo todas las teorías de Paz se vienen abajo. Y las custodias…
—¿Las custodias?
—Sí. La hostia blanca dentro es una llamada.
—¿Y qué más?
—Me ha influido la muerte de mi primo César, del que llevo siempre una fotografía.
—¿Pretendes imitarle?
—Eso es imposible. Yo quiero vivir…
—¿Sabes que la vida del sacerdocio es muy dura?
—Lo sé. Soy mayor de lo que todo el mundo piensa. Me asustan varias cosas, entre ellas, la castidad y la obediencia…
Hubo un silencio.
—¿Qué sientes por la figura del Papa? —mosén Alberto se levantó, como si quisiera dar más énfasis a su interrogatorio.
—No sabría contestar… Respeto. Es como si san Pedro viviera ahora.
—¿Te das cuenta de lo que significa poder perdonar los pecados?
—Eso, ni pensarlo… Es demasiado. De momento al seminario, a estudiar. ¡Me gusta el latín!
—¡Curioso! A mí me gustaría decir la misa en catalán, y no me dejan… No me deja el gobernador.
Manuel se mordió una uña.
—Yo prefiero la misa en latín…
—Comprendo —hubo otra pausa—. ¿Cómo te gustan las iglesias? ¿Iluminadas u oscuras?
Manuel alzó los hombros.
—No lo sé… A veces iluminadas, a veces oscuras. Y también me gustan las misas en una cabaña, por esas tierras lejanas, como las de los misioneros…
—¿Los misioneros?
—Sí, en realidad eso es lo que yo querría ser un día: misionero.
—Me temo que no sabes en qué consiste…
—He leído revistas. Y la vida de san Francisco Javier…
—¿Sabes que el padre Forteza tiene un hermano misionero en el Japón?
—Sí, lo sé. El padre Forteza fue el que me prohibió llevar cilicio…
—¿Cómo? Creí que tu confesor era yo… —mosén Alberto no pudo ocultar una reacción de incomodidad.
—Según qué pecados, me los confieso con usted; otros, con él…
—¡Pues vaya sorpresa! Eso parece una tienda. Aquí venden zapatos, allí venden sellos de correos…
Manuel se turbó. Temió haber ofendido al sacerdote.
—Creí que, para eso, uno tenía libertad…
—¡Claro que sí, muchacho! —mosén Alberto se sacó el pañuelo y se sonó—. ¡Claro que se tiene libertad!
Mosén Alberto cortó bruscamente el diálogo y le aconsejó que de momento no dijera nada a nadie —«excepto, si quieres, al padre Forteza»—, y que llegado el momento lo mejor sería comunicárselo a Matías, el tío de Manuel. «Él sabrá cómo hay que enfocar este asunto».
Manuel le confió que, pese a todo, tenía una esperanza. Dijo que su hermana Paz no era la misma que antes, que se había apaciguado mucho, como si hubiera descubierto que se podía vivir sin llorar. Posiblemente, el ganar dinero había sido decisivo. «A Pachín no le puede perdonar; pero que yo entre en el seminario, ¡quién sabe!, a lo mejor lo mismo le da…»
Mosén Alberto sonrió. Era la primera vez que conseguía hacerlo abiertamente. Se acercó al muchacho y, siguiendo su costumbre, con la mano derecha le alborotó los cabellos.
—Bien… Aprobado. Enhorabuena, Manolito… ¿Te molestaría que te llamara Manolito?
—Pues…, prefiero Manuel —confesó el muchacho, turbado otra vez—. Y se levantó y besó la mano del sacerdote.
* * *
Eloy, el «renacuajo» de los Alvear, seguía estudiando en el Grupo San Narciso, pero los libros le daban telele. «Yo sólo sirvo para meter goles». Continuaba en las mismas. Era la mascota del Gerona Club de Fútbol y, por lo tanto, de su presidente, el capitán Sánchez Bravo. El encargado del estadio de Vista Alegre, Rafa, no hubiera podido prescindir del chaval. Le aumentaron el sueldo y él gritó ¡Eureka! Además, y puesto que Pachín jugaba en el Barcelona, era hincha de este club. El capitán Sánchez Bravo le había prometido que lo llevaría un día al estadio de
Las Corts
, en algún partido importante, como, por ejemplo, el Barcelona y el Atlético de Bilbao. Y cumplió su promesa. ¡El «renacuajo» Eloy en
Las Corts
, en la tribuna de presidencia! Le pareció que descubría un nuevo horizonte. Le impresionó más que ver el mar. La multitud, el césped, casi perfecto, las camisetas de los jugadores, ¡y los goles de Pachín! Pachín metió dos, uno con la cabeza, otro con la rodilla. «Oportunista, eso es». «Siempre está en su sitio» «¿Podré parecerme a él?». Pachín era el ídolo y casi lo sacaron en hombros.
—Lo malo —le dijo a Eloy el capitán Sánchez Bravo— es que a partir de ahora el juego del Gerona no te va a gustar…
—Sí… Eso es verdad —admitió Eloy—. Pero usted puede mejorar la plantilla, ¿no?
—¿Mejorar la plantilla? ¿Y de dónde sacamos el dinero? ¿De las chapitas de Auxilio Social?
Eloy apretó los puños.
—De los hermanos Costa… —soltó, por fin.
—¡Ay, hermosa criatura! Si el Gerona no tiene deudas, es porque los hermanos Costa se hacen cargo de ellas…
—¿Entonces, hundidos en Segunda División?
—Eso me temo —dijo el capitán, que la víspera había tenido otra desagradable conversación con su padre, el general.
Eloy estuvo a punto de llorar.
* * *
Ya sólo faltaba el niño de Jaén, el gitanillo que asombraba a todo el mundo porque era un «cantaor» nato, un «bailaor» y porque tocaba las castañuelas como si fuera un «tocaor» profesional. Era la alegría, el grito y el ritmo de la calle de la Barca. El patrón del
Cocodrilo
no le dejaría morir de hambre jamás. Ni a él ni a su familia, que se dedicaba al mercado negro de metales, por lo que a veces iban todos a parar a la cárcel. El niño de Jaén tenía una cintura de torero en ciernes. Esther, de Jerez, estaba encantada con él. Manolo detestaba el flamenco, «por razones atávicas», explicaba. El gitanillo tenía los ojos como platos y admiraba al nuevo gobernador porque, según le dijeron, subía tan de prisa las escaleras.
El patrón del
Cocodrilo
no quiso que su ahijado se acostumbrase a vivir de limosna y le compró las modestas herramientas que se necesitaban para hacer de limpiabotas. Fue un éxito. El muchacho se instaló en la Rambla, delante del café Montaña, el bar de los futbolistas, como antaño lo hicieran los limpiabotas anarquistas. Tenía salidas ocurrentes y cantaba coplillas al gusto de todos. Le había puesto música al «Como en España ni hablá. Y eso lo digo en China y Madagascá». Limpiaba las botas a media ciudad, desde los que salían de la barbería de Raimundo, como Ignacio, hasta las polainas de los oficiales a la salida de los cuarteles. «¡Limpio, relimpio y cobro lo que me dan!». Un día se detuvo ante el chaval el doctor Chaos. «¿Estás libre?», le preguntó. Y posó su pie derecho en el taburete. El doctor Chaos estuvo mirando la piel aceitunada del chaval. Y su pelo negro en revoltijo. Y la agilidad de sus manos. Y pecó de pronto, sin que se enterara nadie, ni siquiera el doctor Andújar.
* * *
Noticia inesperada. Carmen Elgazu llevaba unos días pensando: «Algo malo va a ocurrir». Hacía dos semanas que no sabían nada de Mateo.
Amanecer
continuaba publicando el goteo de los muertos en la División Azul. Aquello no era vivir. «Mañana, cualquier día, podemos leer la esquela, Mateo Santos, y ya está». Matías andaba también preocupadillo y sus amigos del Nacional se abstenían de citar la «cruzada de España en Rusia». Marcos, el hombre que se jactaba de ser el calvo más calvo de Europa —Galindo le decía: la calvicie es el campo de aterrizaje de los dípteros—, estaba bastante enterado de los asuntos de la guerra, gracias a un camarero del hotel del Centro, donde se hospedaban los cónsules míster Collins y Paul Günther. Por cierto, que el comisario Diéguez confirmó que Paul Günther había hecho unos cursillos en la Gestapo.
Y la noticia llegó. Mateo estaba herido. Llegó, ¡por fin!, una carta suya, desde «algún lugar de Rusia», en la que les contaba que estaba de baja por causa de una herida sin importancia, y estupendamente cuidado por Sólita. «A lo mejor me dan un permiso y puedo regresar pronto —añadía—. Es la costumbre. Nuestros jefes nos tratan con mucho afecto y estoy dispuesto a pedirles un descanso. No vivo pensando en mi hijo. ¿Cómo está? Repito que no os preocupéis. La herida es leve». Y les daba las nuevas señas a las que podían escribirle.
La alarma fue total. ¡Herido! ¿Qué tipo de herida, dónde, con qué se la hizo? ¿Metralla, una bala, la explosión de una granada? Pilar se deshizo en llanto, porque le constaba que no podía fiarse del optimismo de Mateo. «Si su herida fuera grave habría empleado el mismo lenguaje. Él se fue allí dispuesto a todo, y ha encontrado lo que buscaba».
Nadie sabía cómo consolar a nadie. Carmen Elgazu hizo mil promesas al cielo para que en la tierra no hubiera ocurrido lo peor. «Lo peor, no —le decía Matías—. Lo peor sería que hubiera muerto. Tal vez esta herida haya sido providencial, si realmente es leve. Y por el momento, debe de estar en la retaguardia y no en el frente. A los heridos los llevan a un hospital. ¿No ves lo que pone ahí? A lo mejor me dan permiso y puedo regresar pronto. No hablaría de ese modo si los aviones rusos zumbaran sobre su endiablada cabezota».
Este argumento de Matías fue válido también para don Emilio Santos, quien estaba cansado de sufrir y se agarraba a la mínima posibilidad. En cambio, Pilar e Ignacio presentían que algo duro, perforante, había ocurrido. A Pilar se lo dictaba su instinto de mujer; a Ignacio, el exhaustivo conocimiento que tenía de las reacciones de Mateo. «Si la herida fuera tan leve —pensaba para sí—, no hubiera dicho nada y santas pascuas». Animaba a Pilar; pero por dentro le bullía la sangre. Se lo confesó incluso al camarada Montaraz; y el gobernador, apretando un cacahuete lo partió y le dijo a Ignacio:
—Todo es posible. En principio, no creo que si estuviese grave le hubieran dado permiso para comunicárselo a la familia…
Ahí estaba. Todos miraban el mapa de Rusia y en vez de clavar en él banderitas, como hacía el general, clavaban en él mentalmente manchas de sangre.
* * *
La otra noticia procedía de Bilbao. Un telegrama a su nombre que Matías recibió en la oficina. «Abuela Mati gravísima. Venid cuanto antes». Había transcurrido sólo una semana desde la carta de Mateo. Mes de abril. Según los poetas, flores y rebrotar de la naturaleza; la realidad no ofrecía el menor parentesco con la primavera.
De nuevo las dudas. «¿Estará ya muerta?». Carmen Elgazu temió lo peor. De nuevo el llanto. «Es lo que se dice en esos casos. No nos pedirían que hiciéramos el viaje si hubiera remedio». De modo que ni siquiera intentaron poner una conferencia telefónica, que por otra parte hubiera tardado quién sabe cuánto tiempo.
Toda la familia se reunió en el piso de la Rambla, mientras Matías había abierto ya las maletas para que Carmen Elgazu las llenase con lo que fuera menester. Don Emilio Santos no supo qué decir. La abuela Mati le pillaba lejos… Pilar e Ignacio se inquietaron mucho, porque sabían lo que aquello significaba para su madre, Carmen Elgazu.
Matías y Carmen se marcharon en tren —trasbordo en Barcelona—, y el viaje se les hizo interminable, como el de la Pasionaria hacia Ufa. En total, unas catorce horas. Tren sucio, con el hollín que penetraba por las ventanillas mal cerradas. A Carmen le había entrado polvillo en un ojo y le escocía el alma. Apenas si se hablaban; pero ambos pensaban en su anterior viaje a Bilbao, durante el cual se cogieron de la mano y se gastaron toda clase de bromas. El termo del café les aliviaba un poco el cuerpo. A Matías le entró un hambre feroz; Carmen, en cambio, no podía probar bocado. «No pierdas la esperanza, mujer. Y si ha ocurrido lo que temes, piensa en la edad de tu madre. Más de los ochenta, algún día tenía que llegar».
—¡Pero si hace un mes me escribió una carta de su puño y letra, y me decía que estaba fuerte como un roble!
—Ah… —replicó Matías—. Esas cosas, a veces, ocurren en un minuto.