Dicho y hecho. «La Voz de Alerta», al que el gobernador le preguntó una vez, en tono de chunga, si los elefantes tenían dentista, llevó a Ángel al Asilo. ¡Los ancianos! Encorvados, temblorosos, con el mirar asustado, todos y cada uno eran diferentes. Los había coquetos, como Hitler, que se negaban a dejarse retratar: demasiadas arrugas. Los había que se acicalaban y procuraban abrir la boca para sonreír, con lo que Ángel les arrancaba incluso las entrañas. Uno de ellos, de nombre ignorado, se vistió con el traje de la boda, el pañuelito blanco asomándole por el bolsillo de la americana. «¿Me traerá una copia, verdad?». Quería ir a depositarla a la tumba de su mujer, muerta hacía veinte años.
Para Ángel constituyó una experiencia impar el contacto con aquellos seres que habían olvidado casi todos los nombres propios y se acercaban al final del trayecto. Sobre todo las mujeres, inspiraban lástima. Las mujeres no podían negar su condición. Les preocupaba el peinado, sus moños apretados, las horquillas puestas aquí o allá. Algunas se ponían pendientes. «Sólo el rostro, por favor». No querían perpetuar sus piernas hinchadas, torcidas o a punto de quebrarse por el fémur. Ángel, al término de su trabajo, disponía de un panel —cincuenta ancianos y ancianas—, con el que a gusto hubiera hecho una exposición en la Biblioteca del Municipio, a lo que el profesor Civil se mostró contrario, por ética elemental.
Luego le tocó el turno al manicomio. Ahí no sabía dónde escoger. Separación de sexos. El doctor Andújar lo condujo de un lado para otro con una familiaridad y una ternura que a Ángel le cortaron la respiración. «Yo amo a esta gente, ¿comprendes, Ángel? Son almas de Dios». ¡Qué almas, voto al diablo! Si Dios no podía crearlas mejores, que abdicara de su trono; y si podía y no lo hacía, Ángel hubiera querido llamarse Arcángel y protestar.
Algunos locos se encandilaban al ver la máquina fotográfica. «¡Eh, eh, aquí estoy!». Otros se indignaban, soltando espumarajos de rabia por las comisuras de los labios. Querían abalanzarse sobre él. Uno de ellos creía ser el Sol. Hinchaba el tórax y soplaba fuerte, convencido de que con este acto insuflaba vida a los demás. Otro estaba seguro de oír continuamente radio Moscú. Había sido comunista y sabía que ahora Moscú pasaba por un trance difícil.
Da, Da…
, decía, como los divisionarios al llegar a Novgorod. Ángel le sacó un primer plano de la oreja que tenía pegada a la pared. Una mujer, en un rincón del patio, llevaba en la falda piedrecitas del río Ter y las ofrecía como si fueran cajitas de cerillas.
Al terminar, el doctor Andújar le preguntó a su invitado:
—¿Qué siente usted, amigo Ángel, ante este espectáculo?
—Asco, doctor, y perdone mi sinceridad… —contestó el arquitecto—. Por eso no quiero casarme. Por eso no quiero tener hijos, para no perpetuar ese absurdo que es vivir.
—Le comprendo… Yo también caí en esa tentación. Hasta que descubrí que eran seres humanos a los que se podía amar.
—¿Amar? A ese techo no llegaré jamás.
María Fernanda se impresionó hondamente al ver las fotografías de los ancianos y de los locos. Era muy aprensiva. A veces temía morir pronto y concretamente de cáncer, enfermedad que se llevó a su padre. El camarada Montaraz parecía vacunado contra tales sentimentalismos. Su comentario fue: «Hay que limpiar a fondo los edificios y celdas del asilo y del manicomio». En ocasiones, Ángel creía que su padre se había creado un mundo irreal. De ahí que en Albacete hiciera de las suyas, como esperaba que hiciera en Gerona. Entre otras cosas, mandó a Madrid diversas expediciones de «productores» para que subieran a un avión, un Junker 52, «y conocieran la hermosa topografía de España».
Por lo demás, el objetivo de Ángel era independizarse cuanto antes y no vivir de balde. A petición suya, mosén Alberto le llevó a lo más alto del campanario de la catedral, desde donde volvió a contemplar la explanada hasta Rocacorba y repitió: «Aquí hay mucho que hacer».
En el café Nacional decían: «¿Y cuándo vendrá ese muchacho por aquí a jugar una partida de ajedrez a ciegas?». Ángel no se hizo esperar. Se plantó allí una noche —había empezado la batalla de Stalingrado—, e hizo la exhibición. De espaldas al tablero, dio jaque mate, en treinta y siete jugadas, al canario Carlos Grote, campeón local. Ramón, el camarero, disfrutó como si le hubieran pagado un viaje a Australia. Se oyó una cerrada ovación. Matías comentó: «A eso lo llamo yo tener el cerebro organizado».
* * *
El camarada Montaraz, consecuente con su decisión, se disponía a asestar el primer golpe al coronel Triguero y a los hermanos Costa. «¡Hay que fumigar todo esto!», era su santo y seña. Su antecesor, camarada Juan Antonio Dávila, le había dejado un dossier —galicismo—, en el que figuraban una serie de apropiaciones indebidas, algunas de las cuales se habían acumulado en el bufete de Manolo e Ignacio.
Ignacio debutaría muy pronto en el Juzgado de Primera Instancia y en la Audiencia. Sin embargo, el primer paso fue la destitución fulminante del coronel Triguero de su cargo de Delegado del Servicio de Fronteras, en la capital del Ampurdán, Figueras. Fue destinado a Albacete, por orden superior, donde sus sueños de «acumular fortuna» se evaporarían en un santiamén. Figueras era su gran covachuela, que había sabido aprovechar, primero con sus viajes a Perpiñán dedicados al contrabando y luego, asociado a la Constructora Gerundense, S. A., junto con los hermanos Costa y el capitán Sánchez Bravo, levantando edificios ilegalmente y acudiendo en plan ganador a buena cantidad de subastas. Finalmente había conseguido meter baza en las divisas que traían los fugitivos de la guerra, y de ello no había dado cuenta a nadie. ¿Qué haría ahora con su manía de apostar, que trajo de coronilla a Ignacio? «¡Te apuesto la corbata a que mañana lloverá!». «¿Te apuestas veinte duros a que mañana cae un pez gordo?». El pez gordo fue él. El general, después de una entrevista con el gobernador, se mostró implacable. Ambos hubieran querido expulsarlo del Ejército; pero el coronel Triguero tenía agarraderas en Madrid y gracias a ello pudo conservar el uniforme, aunque en Albacete.
Ignacio se acordaba mucho del coronel. En un principio le cayó simpático, porque tenía mucha labia y mucha personalidad; hasta que descubrió que no jugaba limpio. Siempre decía: «Yo no he nacido para comer garbanzos toda la vida. Quiero una casita con jardín y que la mujer que cuide de él no sea siempre la misma…»
En Albacete encontraría su purgatorio. Quedó estupefacto pero se dio cuenta de que llevaba las de perder. Los Costa se sintieron desamparados con respecto a una serie de actividades de la Constructora; pero les quedaba mucho campo libre y, además, la EMER, que dependía del padre de Ana María, don Rosendo Sarró.
El sustituto, en Figueras, del coronel Triguero fue otro coronel, Evaristo Bermúdez, antítesis de aquél. Honesto a carta cabal. Dedicación plena. Estaba a gusto en la milicia, sin aspirar a más. «No serviría para otra cosa. No me importa mandar, no me importa obedecer. Cada cual en su sitio».
Estaba orgulloso de haber servido a las órdenes del general Varela, a quien adoraba. Le escribió una carta comunicándole su nuevo destino y recibió una halagadora respuesta. Solía terminar las frases haciendo una afirmación y añadiendo a seguido: «¿O no?». Sus «¿o no?» se hicieron pronto famosos y el camarada Montaraz, guasón como siempre, le imitaba. «Tú eres Evaristo Bermúdez… ¿o no?». Y el coronel soltaba una carcajada.
Su único vicio era el parchís. Elegía siempre las fichas amarillas. El color amarillo era su preferido. Podía atribuirse a los trigales, a los antiguos pergaminos o a las marcas que llevaban algunos judíos perseguidos. Cuando le hablaban del «peligro amarillo» sonreía y murmuraba: «Esperen, esperen, ya lo verán…» Estaba convencido de que si se producía la unión Japón-China gobernarían el mundo. Y de que los japoneses hacían la guerra por su cuenta, sin consultar con Hitler, pese a que éste les otorgó el título de «arios honorarios», detalle que les sulfuró.
Vestido de militar, con siete medallas, parecía alto y apuesto; de paisano, más bien bajito y escuchimizado. Aborrecía el pescado y el gobernador le decía que si comía carne en exceso se convertiría en agresivo. «¿O no?». Le gustaban los refranes, la sabiduría antigua, empírica, aunque admitía que a veces se contradecían. También los proverbios chinos eran los de su preferencia, aunque admitía que nadie podía garantizar que fueran chinos de verdad.
Español hasta la médula. Admiraba a los Reyes Católicos. La Falange le caía bien porque ahincaba en la entraña de la raza. «Vocación africana y de Hispanidad». Su orador preferido era García Sanchiz, que rodaba por el mundo españoleando. Admiraba a Franco y su amistad con el mundo árabe. Por Figueras entraron siete súbditos egipcios y les dio toda clase de facilidades. Los beneficiados, que no hablaban más que árabe, creyeron que debía de ser un admirador de los faraones. Escrupuloso al máximo en su trabajo, llamaba constantemente al gobernador para consultarle algún caso o para el parte de novedades. El gobernador murmuraba: «Ese hombre me matará».
* * *
En la Jefatura de Policía no había nada que «fumigar». Don Eusebio Ferrándiz, jefe provincial, era tan honesto como el coronel Evaristo Bermúdez. Sin embargo, desde que su hija murió en el accidente de autocar que sufrieron las chicas de la Sección Femenina con motivo de una excursión al santuario del Collell —donde había estudiado César—, no era el mismo. Había perdido entusiasmo, ganas de vivir. Casi siempre, al levantarse, antes silbaba al afeitarse; ahora no. Y con frecuencia, al encontrarse solo, lloraba. Era hombre de escrúpulos, que siempre se había preguntado qué derecho tenía a interrogar a la gente para que «cantase». Ahora intentaba que el trabajo le absorbiera, pero notaba que cada vez le interesaba menos. Sus ayudantes lo advertían, pero le querían mucho y no comentaban nada. El nuevo gobernador procuraba estimularle: «¡Animo, don Eusebio! Al mal tiempo buena cara».
A gusto hubiera ido a la tertulia del Nacional, pero comprendía que les quitaría espontaneidad, que sería allí un cuerpo extraño. En cambio, iba con frecuencia al cementerio, a llevar flores a su hija. Su ramo era el único. Nadie más se acordaba de ella. Otros nichos, por el contrario, estaban siempre abarrotados. «El cadáver es sólo mío». Había soñado con tener nietos y de pronto todo se frustró.
No comprendía que la gente tuviera tantas ambiciones. Un vuelco de autocar y todo se acababa. A veces se llamaba a sí mismo cobarde, por no saber aceptar aquella situación. Si todo el mundo hiciera lo mismo al perder un ser querido, la vida se acabaría. Y un policía tenía que dar más ejemplo que nadie. Se había tornado escéptico. En el fondo, la guerra mundial le interesaba poco. Venciera quien venciera, todo seguiría más o menos igual: se prepararía otra guerra, probablemente mayor que las anteriores.
Su único consuelo era la religión. Le gustaban las iglesias en las que no había nadie, sólo penumbra. Allá se concentraba y rezaba con fervor. Consideraba errónea la parafernalia que se organizaba con las multitudinarias ceremonias religiosas. Por eso le intrigaba Agustín Lago, a quien encontraba a menudo rezando en la parroquia del Mercadal.
Tenía hacia Franco un sentimiento dual. Por un lado, no comprendía que fuera capaz de sentenciar a muerte a tanta gente; por otro lado, le admiraba, porque entendía que era el único sistema para mantener la disciplina. «La paz de los cementerios» —¡de los cementerios!— le parecía preferible al desorden anárquico.
Tampoco comprendía que el obispo tuviera tal obsesión por el sexto mandamiento. Últimamente había mandado quitar un anuncio en
Amanecer
que decía: «Fajas y sostenes. Araceli, 68». Don Eusebio Ferrándiz sólo estaba en contra de la homosexualidad, por lo que era partidario de que los reclusos pudieran recibir, por lo menos dos veces al mes —lo mismo que en Cuelgamuros— a sus mujeres.
Cuando el gobernador le preguntaba si era preciso también «desterrar» al comisario Diéguez y a los miembros de su brigadilla, por haber oído que eran «amorales», don Eusebio Ferrándiz negaba con la cabeza. Cierto que el comisario Diéguez, a quien tanto había temido la Torre de Babel, era un pillo de siete suelas, con su clavel blanco en la solapa; pero era eficaz. Una ardilla y a la par un perro de presa. Olfateaba el delito a muchos quilómetros a la redonda y allá se iba llevando en la mano la chapa de policía. Muchos de los reclusos en la cárcel de Gerona eran víctimas de su perspicacia. El expediente contra los Costa le pertenecía por lo menos en un cincuenta por ciento. Uno de sus éxitos, que contaba siempre, era haber descubierto que Rosario, comadrona de la Sección Femenina, era abortista. Pues él, en Higueras, dejó encinta a una extremeña que esperaba en vano a su marido, y la obligó a abortar, con la ayuda de un médico «depurado» que estaba muerto de miedo.
—Así que, don Eusebio, ¿dejamos al comisario Diéguez?
—Sin él no sabría qué hacer.
El comisario Diéguez, viendo que no le tocaban el pelo, suspiró satisfecho. Tenía a su favor que no le apetecía el dinero; sólo el poder. Cuando le preguntaban qué sentía al detener a un individuo a sabiendas de que le condenarían a muerte, contestaba: «Soy policía, ¿no es cierto? Sensación del deber cumplido».
Tal vez sólo le conmoviera una cosa: las colas que empezaban a formarse delante del Monte de Piedad, de reciente inauguración. La gente empeñaba allí cosas inverosímiles, desde una máquina de escribir hasta una muñeca o una pitillera. Se llevaban el dinero y el ticket como ocultándoselos a sí mismos. Por regla general, iban las mujeres. Muchas gitanas y viudas de fusilados. Pero a veces se presentaban en el mostrador caballeros bien vestidos, limpios, que en medio de su miseria guardaban la compostura. Hacían cola entre acobardados y distraídos y al final empeñaban el reloj. El comisario Diéguez no podía dejar de pensar en la colección de relojes de pared que poseía el camarada Montaraz y que tocaban cada uno su musiquilla.
¿Qué opinaba de la guerra? Que ganarían los alemanes. Envidiaba al cónsul Paul Günther porque había hecho unos cursillos en la Gestapo. ¡Si él pudiera ir a Alemania y «matricularse» también! Consideraba que las SS eran una organización modélica, superior a la americana. Por lo demás, y pensando en personas como «La Voz de Alerta», recordaba un axioma político: «Un hombre no puede ser un buen conservador a los cuarenta si no ha arrojado bombas a los veinte».