El doctor dio por terminada la primera visita. No quería agotar a su paciente. Habló con la superiora y le dijo: «Dentro de ocho días volveré. De momento, retrase la renovación de los votos».
El doctor Andújar meditó y se fue a ver a mosén Alberto. Éste abrió los ojos como platos. «No se me había ocurrido… ¡Claro, claro que es posible! Dios mío, el alma es insondable —marcó una pausa—. Recuerdo que una vez me dijo que, cuando sudaba, el frescor de la imagen de Cristo secaba sus manos y le proporcionaba alivio… ¡Claro, claro que es posible!».
En las próximas visitas —cinco en total—, el doctor Andújar se cercioró de que su diagnóstico era certero. Ya de niña, sor Genoveva cogía al Niño Jesús en sus brazos y lo acariciaba, cosa corriente, y hacía como si lo amamantase, cosa ya menos corriente. Y si entró en religión de clausura fue porque los hombres le daban asco, pensando en la pureza de los ángeles. De los piropos a Cristo Jesús lo que más le gustaba era que le dijeran que era su Esposa. «Esposa de Cristo, ¿se da usted cuenta? Y Cristo me ama como ama a su Iglesia. ¿Comprende, doctor? Pero si esto es así, si soy su Esposa, ¿por qué tanto sufrimiento?». La conclusión del doctor fue tajante. Sor Genoveva, en aquellos cinco años de reclusión, había perdido el equilibrio y estaba a punto de enloquecer. Era preciso que no renovara los votos y sacarla de aquellas paredes cuanto antes. Tenía a su hermano, don Eusebio Ferrándiz, que era un santo varón, ¿qué más podía pedir? Una temporada de libertad y verían cuál sería su evolución.
La madre superiora y el doctor se entrevistaron con el señor obispo, que había recibido con antelación el informe escrito del doctor. Monseñor Gregorio Lascasas se llevó las manos a la cabeza. ¡Orgasmo…! ¿Podía tomarse esto en serio? ¿No debería consultar con el cardenal, o con la Santa Sede? Pero el doctor Andújar era un creyente fiel, un fiel servidor de la Iglesia. Y las pruebas estaban ahí. Sor Genoveva, en cuestión de seis meses, había adelgazado tanto que mirarla causaba pena.
La orden del señor obispo fue cortante. Fuera del convento y período de prueba en casa de don Eusebio Ferrándiz. Éste se encontraba tan solo que se alegró lo indecible. ¡Su hermana en casa! Era un obsequio providencial, que le llovía de donde menos podía esperarlo. Era como recibir una herencia de un tío que años atrás se fue a América.
Sor Genoveva, al enterarse de la decisión, estuvo a punto de lanzar un grito. Por respeto al señor obispo se contuvo. Naturalmente, no le dieron a conocer la causa exacta. Le hablaron de claustrofobia y de la inminencia de problemas respiratorios.
—Una temporada con su hermano, y luego veremos si puede usted renovar los votos o no.
Cuando don Eusebio Ferrándiz pasó a recogerla en un taxi al convento ella se sacó el pañuelo e hizo adiós. Le pareció que dejaba atrás lo que más quería: aquel Ecce Homo. Su hermano le dijo:
—No seas absurda. En casa puedes colocarte los Ecce Homo que quieras… Y pasarte rezando todos los ratos que te apetezcan.
* * *
El doctor Andújar aprovechó para visitar profesionalmente al señor obispo. Éste continuaba con sus catarros, probablemente de origen psíquico, con sus miedos, con su sensación de soledad. El psiquiatra descubrió que todos esos síntomas se habían incrementado de un tiempo a esta parte, coincidiendo con la marcha de la guerra. Los miedos del señor obispo se concretaban ahora en uno solo: que los rojos volvieran a apoderarse de España. ¡Qué horror! Él se salvó de milagro la primera vez, durante la guerra civil; ahora no le apetecería salvarse si en España volvían a mandar los anti-Dios, matando sacerdotes y religiosos y quemando iglesias. Pediría el martirio, eso es. Se dijo a sí mismo que algo fallaba en el mundo si las fuerzas del mal prevalecían. Tuvo que acordarse de las predicciones de José Luis Martínez de Soria, quien estaba a punto de casarse con Gracia Andújar. Realmente, el problema del diablo —de Lucifer— era fundamental. La gente lo caricaturizaba, sobre todo por Cuaresma y por Navidad, en la representación de
Els Pastorets
. Pero que ganaran los rusos no era como para dedicarse a la caricatura.
El doctor Andújar llegó a la conclusión de que el miedo del señor obispo era ahora físico. Hablaba de martirio, de holocausto, pero a lo que le temía era a la agresión personal. A tener que abandonar el palacio y ocultarse en alguna alcantarilla. Lo demostraba el hecho de que pidió a los fieles preces por la paz a partir del momento en que los alemanes empezaron a perder, y no antes. Lo mismo que Pío XII.
El obispo, además, tenía la sospecha de que no había acertado del todo con los medios de apostolado que fueron depositados en sus manos. Mosén Alberto se lo había sugerido en más de una ocasión, pero fue el único. Los demás, botafumeiro. Con el padre Forteza apenas si había entrado en relación, porque le consideraba un peligroso heterodoxo, aunque resultaba imposible justificar tamaña acusación.
El doctor Andújar no se anduvo con tapujos. Le dijo: «A mi entender, la Iglesia española, y usted con ella, han perdido la ocasión de ganarse al pueblo. Al terminar la guerra civil todo el terreno era abonable: equivocaron la dirección. En vez de aliarse con los vencedores, debieron de aliarse con los vencidos. En vez de levantar el brazo junto al general Sánchez Bravo, abrir la mano a quienes purgaban sus culpas y a los huérfanos y a los hambrientos. ¿A quién se le ocurre dar tanto poder a mosén Falcó? Es un nazi con sotana española. ¡Y tanta censura! ¡Y tanto sexto mandamiento! Son peores la avaricia y la hipocresía que la lujuria. Prohibir tantas cosas es un error. La Iglesia triunfante debería ser superada y dar paso a la Iglesia-hermandad. No conozco a nadie en Gerona que considere que usted es su hermano. Debería empezar por prescindir de tanto ornamento pomposo y pensar en los pescadores de Galilea… Al cónsul alemán le llamó la atención que usted, por Semana Santa, lavara los pies a doce ancianos del asilo. Más les llamó la atención a los doce asilados, que saben que para que usted los recibiera deberían someterse previamente a un interrogatorio de mosén Iguacen. La gente sufre un empacho de religión. Ayer mismo, el Caudillo fue nombrado “Hermano Mayor de la Congregación de Indignos esclavos del Oratorio del Caballero de Gracia”. Todo esto sobra. Son oropeles de fiesta mayor. Tiene usted la Acción Católica, las Congregaciones Marianas, el Opus Dei… El pueblo se arma un lío y no sabe a qué carta quedarse. Las procesiones, los
Te Deum
en la catedral, las iglesias atestadas en domingo son puros formulismos. Permita que le diga, señor obispo, que de ahí provienen sus catarros».
En aquel momento, el obispo se sacó el pañuelo y se sonó con cierto estrépito. El psiquiatra no le había convencido ni tanto así. La naturaleza le tenía horror al vacío y si ellos no lo colmaban vendrían de fuera otras doctrinas y llenarían el hueco. Ahí estaba Lenin esperando. Y ese Sartre. Y ese Blasco Ibáñez, con su obsesión anticlerical… La gente olvidaría los grandes sacrificios de la Santa Madre Iglesia a lo largo de la historia y volvería a dibujar obispos con la tripa llena. Él era austero por temperamento. Tal vez por ser aragonés. De todos modos, una frase había hecho diana: «No conozco a ningún gerundense que considere que usted es su hermano».
* * *
Sólita, la enfermera —la confidente— del doctor Andújar estaba encantada con su «jefe». No sólo trabajaba a su lado en la consulta, donde aprendía tanto o más que en el hospital de Riga, sino que había conectado con toda la familia en un plano de igualdad. Doña Elisa, la señora de Andújar, quería a Sólita como si fuera hija suya. Y los pequeños le dedicaban sonatas a cambio de caramelos y chucherías. No se celebraba en la casa aniversario alguno en el que Sólita no estuviera invitada, ocupando en la mesa un puesto de honor. Su padre, don Óscar Pinel, estaba un poquitín celoso. «Vas a quererlos a ellos más que a mí». Don Óscar Pinel sabía que ello no era cierto, pero un fiscal de tasas, con gorro de astrakán, no podía permitirse muy a menudo el lujo de ser coqueto.
Sólita, como es natural, había tenido acceso a los expedientes de sor Genoveva y del señor obispo. El caso de sor Genoveva le había interesado profundamente y se prometió a sí misma —puesto que conocía a don Eusebio Ferrándiz— visitarla de vez en cuando para acompañarla en la prueba que había de sufrir. Tocante al señor obispo, Sólita fue mucho más tajante que el doctor Andújar. La Iglesia, en efecto, había abusado del poder. Varios culpables, pero uno más culpable que los demás: el general Francisco Franco Bahamonde. Éste, desde el primer momento, e inconsecuente con su pasado en África, se había apoyado en la Iglesia como en el claustro materno para seguir al mando del timón. ¿Empacho? Mucho más que eso. Un castillo de naipes que se derrumbaría con los primeros vientos que llegaran del Norte. Franco había jugado la carta del providencialismo, del enviado de Dios. Palabras suyas eran: «Y es en nuestra misma Cruzada donde tienen lugar una sucesión de hechos portentosos, que coinciden en su gran mayoría con las fiestas señaladas por la Iglesia, una nueva muestra de aquella protección. El paso del estrecho de Gibraltar tiene lugar el día de la Virgen de África, bajo la vista de su santuario de Ceuta. La batalla de Brunete tiene su crisis victoriosa el día de nuestro santo patrón, Santiago de los Caballeros. La ofensiva de nuestros enemigos sobre Cáceres se detiene ante los muros del monasterio de Guadalupe, que cobijan a la Virgen Señora de los Descubrimientos. La de Aragón se deshace en la orilla de nuestro río, al pie mismo del santuario de Nuestra Señora del Pilar. En Oviedo alcanza por segunda vez la horda roja los contrafuertes de su catedral, que, batidos por el fuego enemigo, resisten milagrosamente las embestidas rojas».
Por supuesto, textos de este tipo no hubieran sido posibles sin el beneplácito y la bendición de las jerarquías eclesiásticas españolas. Pero esos golpes bajos se pagarían con creces en un futuro más o menos inmediato. La gente volvería a desertar de las iglesias y, posiblemente, a perseguir a los curas. Al doctor Gregorio Lascasas le obligarían a bailar la jota aragonesa en lo alto de un árbol. A mosén Falcó y al padre Jaraíz les arrancarían la camisa azul, los condenarían a muerte y un miliciano maquis les susurraría al oído en el momento supremo: «Blasfema contra Dios si quieres alcanzar la vida eterna». La venganza sería terrible como la que en Francia estaban sufriendo los colaboracionistas de Pétain.
—Doctor Andújar… ¿Ve usted alguna solución?
—No lo sé, hija, no lo sé… —El doctor mantuvo un silencio—. Pídeme un pronóstico sobre un individuo, pero no sobre una colectividad. Soy un psiquiatra modesto. No alcanzo a prever, como las preveía Freud, las reacciones de las masas… Éstas se parecen a un tornado y no se sabe qué dirección van a tomar.
Sólita sabía que, esta vez, el doctor no era sincero. Padre de familia numerosa, con el primogénito «atrapado» por el Opus Dei, no podía caer en el catastrofismo. Además, el doctor era también providencialista, aunque no en provecho propio. Lo era en sentido amplio y no necesitaba esforzarse para repetir aquello de «No os abandonaré». Estaba acostumbrado a bruscos cambios históricos. Imposible predecir cómo se produciría el reparto del pastel. La historia era coherente a largo plazo, no a plazo medio o en la inmediatez. Con los hombres ocurría a veces lo mismo. Un acto de apariencia insignificante realizado en la niñez al cabo de años podía producir ansiedad —temor a algo ilocalizable—, angustia —temor a algo concreto—, o depresión —pérdida de la afectividad y de cualquier deseo—. Así que lo sembrado por Franco se vería mucho más adelante y acaso la situación geográfica le fuera favorable. «Una de las claves del éxito en la vida —dijo el doctor— es la de creer que uno ha elegido el camino correcto y transitar por él con convicción. Franco cree haberlo elegido y ahí puede radicar la razón de su éxito».
—Hitler y Mussolini también creían estar en lo cierto y ya ve usted… —objetó Sólita.
El doctor Andújar sonrió.
—Ellos no llevaban consigo, en la maleta, el brazo incorrupto de santa Teresa de Jesús…
* * *
La aventura de los maquis debía de tomarse en serio. El camarada Montaraz llegó a esta conclusión. Envió a Francia, pasando por la montaña, al comisario Diéguez y a su brigadilla y éstos regresaron con datos concretos. Se calculaba que unos quince mil guerrilleros españoles habían actuado magníficamente contra los alemanes en la retaguardia, ya antes del desembarco de Normandía. Estos hombres, ocupado París, volvieron sus ojos hacia España. Querían su «liberación». Les faltaban medios, pero se los procurarían. Se creó en Toulouse un llamado «Grupo de servicios especiales», que se encargaron de realizar asaltos y atracos con que obtener recursos económicos. De hecho, los comunistas españoles se habían adueñado del sur de Francia, logrando proveer abundantemente las arcas del Partido. Conseguían muchos millones de francos, aparte de que los ingleses arrojaban mucha cantidad de dinero desde aviones. Los maquis, atentos por las noches al ruido de los motores aliados, dispersaban sus hombres buscando los fardos que caían del cielo y ocultándolos en lugares seguros.
—De un momento a otro van a empezar a entrar. Deberíamos reforzar la vigilancia en los Pirineos.
—Decir los Pirineos es no decir nada. ¿En qué puntos concretos?
—Eso, señor gobernador, no hemos podido averiguarlo, como es de suponer…
—¿Y los anarquistas?
—Ahí está el punto flaco desde mi punto de vista. Andan divididos como siempre: comunistas, republicanos, socialistas, libertarios… Claro que, para algunas de las acciones que tengan previstas, llegarán a un arreglo y se unirán.
El camarada Montaraz habló con el general Sánchez Bravo y éste con el general Moscardó, que ostentaba la capitanía general de Cataluña. Pero apenas si tuvieron tiempo de trazar un plan. Los teléfonos sonaron con estrépito alertando que «grupos enemigos» se habían infiltrado en Navarra, por Roncesvalles y el Roncal. Poco después, la calma. La acción de estos grupos —capitaneados por un tal «Mariano»— había sido tan disparatada que las fuerzas normales de vigilancia del Ejército y de la guardia civil se habían bastado para causarles numerosas bajas y obligar al resto a desistir. Los supervivientes regresaron a Francia y en Francia los socialistas —Antonio Casal no estaba con ellos, y tampoco David y Olga— les acusaron de bisoñez e improvisación. Naturalmente, la guardia civil tuvo también algunos muertos, que recibieron sepultura en medio del más completo anonimato. Y no se descartaba la hipótesis de que algunos de los infiltrados se hubieran dirigido hacia el interior, tal vez hacia la región de Teruel.