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Quincena del amor. El doctor Chaos había encontrado su víctima propiciatoria: un ayudante de míster Collins, el cónsul inglés. Se llamaba Alvin Stevenson y tenía el rostro tan pálido que parecía drogado. Se conocieron en la cafetería España. Casualmente juntos en la barra del bar, la gesticulación de Alvin llamó la atención del doctor Chaos. Éste le invitó en nombre de la «hospitalidad española». Hubo un intercambio de miradas, la intervención de un sexto sentido y el doctor Chaos le propuso al muchacho visitar su clínica.
Y allí se produjo el emparejamiento. El doctor Chaos cerró con llave la puerta de su despacho, ordenando a las monjas que no le molestaran hasta nuevo aviso. Apenas si el doctor tuvo necesidad de demostrar sus amplios conocimientos del idioma inglés. El idioma común fue la pasión. Alvin Stevenson era como una mujer. Desde que llegó a España —llevaba en Gerona más de seis meses—, siempre le había sorprendido que sus inclinaciones fueran consideradas tabú por la población. A su ver, eran de lo más normal y, en épocas anteriores, sólo remontándose a Grecia, consideradas incluso de signo superior. El doctor Chaos casi enloqueció de placer. Las monjas, entretanto, atendían a los pacientes internos o rezaban el rosario; él desgranaba las jaculatorias de la más ortodoxa homosexualidad. Los jadeos de Alvin casi traspasaron las paredes. Fue una unión perfecta, como la de la Torre de Babel y Paz, como la de Padrosa y Silvia. La palidez de Alvin intensificó los deseos del doctor Chaos. Una temporada le atrajeron los tísicos; tal vez Alvin lo fuera. Quedaron en verse en la clínica otra vez; aunque siempre con mucho tiento para que el cónsul, míster Collins, no se enterara y considerara aquello como una alianza bélica entre España e Inglaterra.
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El día 8 de diciembre el amor fue de otro cariz. Se creó el Día de la Madre, en nombre de la Inmaculada Concepción. En todos los colegios se organizaron concursos literarios y de dibujos dedicados a la madre. Ignacio y Pilar le regalaron a Carmen Elgazu la instalación de una nueva ducha, puesto que la que tenían se había deteriorado con el tiempo y apenas si goteaba. «Teléfono y ducha, ¡qué más queréis! Agua fría y agua caliente, como debe ser». Carmen Elgazu se compró un gorro de baño, de goma, que arrancó de Matías sabrosos comentarios.
El Día de la Madre fue un éxito total. En las joyerías se exhibieron unas chapitas con la inscripción: «A mi madre, con amor» y se agotaron en cuestión de una semana. Esther mandó una a su madre, Katy; Manolo otra a su madre, Inés; Ángel, el hijo del gobernador, otra a su madre, María Fernanda, la cual se emocionó. María Fernanda hubiera deseado tener muchos hijos y se quedó con sólo uno. «Claro que Ángel, soltero, arquitecto y fotógrafo, vale por tres». Los ocho hijos del doctor Andújar obsequiaron a su madre, Elisa, con un gato persa, de color azul, al que bautizaron con el nombre de
Pastilla
en recuerdo de las medicinas que recetaba su padre. Etcétera.
Quienes no tenían madre, como Paz y Manuel, esbozaron una mueca. También esbozó una mueca Mateo, que apenas si se acordaba de la mujer que le dio el ser. Eloy llegó al piso de la Rambla con un obsequio espectacular: un balón con las firmas del entrenador y de los once titulares del Gerona Club de Fútbol. «El Niño de Jaén» le regaló a su madre, una gitana de buen ver, llamada Lolita, un precioso espejo de mano. Lolita se pirraba por los espejos, que la ayudaban a acicalarse cuando entre sus hijos o en su clan se celebraba una boda y que le traían buena suerte. Las pupilas de la Andaluza le regalaron a ésta una radiogramola Philips, que alegraría la espera de los clientes.
Mateo recibió órdenes de Madrid: era preciso que el Frente de Juventudes celebrara con toda pompa el Día de la Madre. El texto oficial decía literalmente: «El día 8 te sacrificarás por tu madre. No es bien nacido quien no ama a su madre. Un beso sobre la frente de nuestras madres, un abrazo a su cintura. Así lo quiso Dios al hacerse carne en las dulcísimas entrañas de la más alta Señora del Universo. Bendita sea. La madre te dio el orgullo y la alegría de nacer en España».
Mateo entregó una copia de esta circular a los muchachos y Marta a las chicas. Unos y otras prometieron besar la frente, el día 8, y abrazar la cintura de sus respectivas madres. Y tener algún detalle con ellas, aunque fuera un «chusco» tierno de pan del que se suministraba a los soldados. El obispo, doctor Gregorio Lascasas, celebró una misa pontifical en la catedral, con un éxito que mosén Iguacen comparó con los de Semana Santa.
Sólo un pequeño incidente: en el teatro Municipal se anunció la puesta en escena de la obra de Jardiel Poncela:
Madre (el drama padre)
. Matías se precipitó a comprar seis entradas… Pero el gobernador, camarada Montaraz, entendió que se trataba de una burla y prohibió la representación.
Sin embargo, Matías no se fue de vacío. Leyó en
La Vanguardia
que se festejaba en Montserrat el cincuentenario del
Cremallera
, que había transportado desde su fundación más de cinco millones de pasajeros. Convenció a Mateo y a Pilar para subir con el coche oficial a la Santa Montaña. Mateo cedió: no se atrevió a negarse en nombre de la austeridad. Y allá se fueron. Carmen Elgazu, ¡qué extraño!, no había estado nunca en Montserrat. Siempre había oído decir que Montserrat era la «Cataluña subterránea», el «feudo separatista». ¡Cataluña subterránea! Con aquellas montañas ciclópeas, aquellas rocas que se sostenían en contra de todas las leyes del equilibrio. Carmen Elgazu no sabía dónde posar los ojos. El día era nublado, pero las nubes, veloces, dejaban a trechos entrever el grandioso paisaje. Varios millares de «peregrinos» se concentraban allí, cada cual con su plegaria a cuestas.
Apenas si pudieron entrar en la basílica, fastuosamente iluminada, con las lámparas votivas circunvolando los altares. Por fortuna, encontraron todavía sitio muy cerca del presbiterio y pudieron seguir con atención el solemne oficio, que tuvo lugar a las once. El padre abad y los monjes, poblando el hemiciclo con sus hábitos benedictinos, configuraban un mundo aparte, al margen de cualquier guerra y de cualquier pasión humana. Diríase que eran seres puros arrancados de la entraña de la cristiandad. Carmen Elgazu se emocionó sobre todo en el momento de la Elevación y también con el canto de los monjes. Formaban una sola voz. «Eso es canto gregoriano», le indicó Mateo. «¿Gregoriano…?». «Del papa Gregorio, mujer», remachó Matías. Y tocó madera pidiendo no haberse equivocado.
Allá arriba, allá en lo alto, en el camerino, estaba la Moreneta, que era un símbolo que muchos no catalanes, empezando por el camarada Montaraz, rechazaban de plano. Carmen Elgazu era de otra pasta. La Virgen era la Virgen, fuera cual fuera el color. «Morena, ¿de color negro?». ¡Qué importaba! Ello significaba que era la madre de todas las razas. Terminado el oficio, uniéronse los cuatro a la fila india que iba subiendo penosamente la escalera que conducía al camerino. En los laterales, estandartes, blasones, banderas y muchos exvotos. ¡Copas del Club de Fútbol Barcelona! Lástima que Eloy no estuviera allí… Por fin les tocó el turno y Carmen Elgazu no supo si besar a la Virgen o al Niño que ésta sostenía en sus rodillas. Finalmente besó las dos imágenes y se sintió como transportada. Bajaron por el otro lado y se encontraron fuera, en la explanada frente a la basílica. «¿Y la Salve? ¿Cuándo canta la Salve la escolanía?». «A la una en punto». Carmen Elgazu quiso quedarse donde estaban, descansando en los pretiles del barranco. No le importaba gran cosa el
Cremallera
, a cuyos pies se celebraban festejos. Matías, por el contrario, hubiera querido subir a aquel artefacto «milagroso» que trepaba por el abismo como una gigantesca oruga, cruzándose a mitad de camino con el que descendía.
A la una, la escolanía cantó la Salve. Carmen Elgazu, al ver a los monaguillos con su sobrepelliz blanco y su aspecto angélico recordó a su hijo César, cuando regresaba del Collell. Supuso que todo aquello era más puro aún y que emanaban de las voces retazos de divinidad. La Salve terminó pronto —¿por qué?— y el pueblo que volvía a abarrotar la basílica inició el cántico del
Virolai
. Ninguno de los cuatro conocía la letra. Mateo se puso evidentemente nervioso y no comprendía cómo se las habían ingeniado los monjes para obtener el permiso necesario. Lo más probable era que no lo hubieran pedido. Leía en los rostros como una secreta venganza, como un triunfo colectivo y pensó insistentemente en lo que hubiera gozado mosén Alberto dirigiendo aquel coro catalán entusiasta y clamoroso.
Terminado el
Virolai
los monjes, después de una profunda reverencia, fueron desapareciendo al otro lado del altar mayor. Y los fieles empezaron también a desfilar. Carmen Elgazu hizo varias genuflexiones y poco a poco encontraron la puerta de salida. Fuera hacía frío. Un frío cortante. Pero la gente se mostraba eufórica y llevaba banderas de incomprensible significado.
Pilar comentó:
—Ha sido muy hermoso.
Mateo le preguntó:
—¿De veras te ha gustado?
—Quiero que me traigas aquí en primavera, un día corriente, en que no se agolpe tanta multitud…
Matías opinó, hablando en tono más alto que de ordinario:
—¡Cataluña es Cataluña, qué caray! El librero Jaime tiene razón. Contra esto, Mateo, no podréis luchar. Es lo mismo que pegarle puñetazos a una roca.
Mateo apenas si le oyó. Había mejorado bastante de su cojera y se dirigió renqueante hacia el sitio en el que les esperaba el chófer Hernando con el coche oficial. Hernando les dijo que media hora antes se había producido un altercado en la explanada. Varios pequeños grupos habían intentado cantar y bailar
La Santa Espina
, sardana considerada el himno separatista. Intervino la guardia civil y disolvió los grupos. Entonces un niño se colocó una barretina, pegó un grito y desapareció entre la multitud.
* * *
Quincena del amor. Ana María, cumpliendo su promesa, se plantó en Gerona aprovechando que su padre se había ido a Portugal. Se hospedó en casa de Gaspar Ley y de Charo, donde la colmaron de atenciones.
Ana María estaba paliducha y había adelgazado. «¿Te encuentras bien?». «¡Sí, sí, estoy perfectamente!». Pero sus ojos no mentían. No podía decirse de ella que fuera un Cascabel. Había un fondo de tristeza en su mirada e Ignacio quiso conocer la verdad.
La verdad era que había tenido con su padre discusiones violentísimas, porque le repitió una vez más que era mayor de edad y que estaba decidida a casarse con Ignacio. «Si no venís a la boda, me casaré lo mismo, en la intimidad. Y me iré a vivir con él en Gerona».
Por fortuna, e inesperadamente, su madre se puso de su parte. Ella había hecho averiguaciones por su cuenta y todo el mundo estaba de acuerdo. Ignacio no era un «don nadie». Ignacio era un abogado que ya había probado sus facultades y que trabajaba en el mejor bufete de la ciudad.
—¿Quién eras tú cuando nos casamos, a ver? —le dijo a don Rosendo—. Tu abuelo tenía un almacén de alpargatas y tu padre trabajaba en él con un sueldo ínfimo. ¡Sí, ya lo sé, te has hecho a ti mismo! ¿Cómo puedes afirmar que Ignacio no seguirá tus pasos? Es un muchacho sano, inteligente, trabajador. No se le conoce vicio de ninguna clase. ¡Ni que fueras un marqués! A mis padres tampoco les hizo gracia nuestra boda y ahora tienes un yate, dos coches, negocios por todas partes, incluso con Inglaterra y mis padres están con la boca abierta. Que yo sepa sólo hay una diferencia: yo no sé con qué fórmulas mágicas has ganado tanto dinero, y en cambio Ana María, que tiene más carácter, estoy segura de que vigilará a Ignacio mucho más de lo que yo te he vigilado a ti.
Don Rosendo pegó un puñetazo en la mesa. Estaba a punto de soltar alguna barbaridad. Por último se mordió el labio inferior, se fue hacia el ventanal, encendió un cigarro habano y claudicó.
—De acuerdo. Que haga lo que le dé la gana. Pero, para la boda, no contéis conmigo —y don Rosendo se fue a Portugal.
Todo ello había afectado lo indecible a Ana María, pese a que, de hecho, era un gran triunfo. Ya no tendrían que verse a escondidas, ya no tendría que inventar excusas y ya podría explicar a su madre por qué guardaba todos aquellos terrones de azúcar del frontón Chiqui.
Ignacio, al enterarse de todo esto, pegó un brinco de satisfacción.
—¡Pero… Ana María! ¿Te das cuenta de lo que esto significa? Vamos a quemar las etapas. Yo estoy ya situado, si te conformas con vivir sin demasiado boato. Podríamos casarnos en verano. Por ejemplo, el doce de agosto, día de tu cumpleaños. ¡Ah, pero antes tienes que recuperar esos kilos que has perdido y aquel brillo de tus ojos! Voy a llamar a Moncho para que te eche un vistazo.
Moncho y Eva, solícitos como siempre, recibieron a la pareja en su domicilio-laboratorio. Moncho, de entrada, y después de una somera exploración, descartó cualquier tipo de gravedad y así lo dijo. Pero harían falta unos análisis. Tal vez faltaran glóbulos rojos o algún tipo de mineral. La estructura de Ana María era fuerte y había sido bien alimentada. En la espera, a vivir confiados.
—Si queréis, aprovechad para ver algún bichito en el microscopio…
Ignacio casi aplaudió.
—¡Hala, sí! ¡Que conviene ver esas cosas!
Ana María negó con la cabeza. Estaba un poco mareada.
—En todo caso, cuando sepamos los resultados de los análisis…
Moncho no supo qué decir. La llegada de Ana María había alterado sus planes. Había proyectado, como siempre, ir con Ignacio a esquiar, estaba vez a La Molina. Ana María no estaba en condiciones ni siquiera de subir a pie las escalinatas de la catedral. ¡Bien! Renunciaría a todo ello y organizarían varias tertulias, en las que Moncho intentaría explicarle a Ana María por qué él amaba tanto los vegetales, la vida inmóvil —aunque también el correr del agua de los arroyos— y todas sus teorías sobre vivir hasta los setenta años y luego morir de repente.
—¿Te acuerdas, Ignacio? La duda permanente es un error. Hay que elegir, y elegir cosas humildes: el trabajo, los amigos, la marca de tabaco… Aunque yo, como es de suponer, no he fumado en mí vida y ahora estoy leyendo a Rousseau.
Ana María quedó encantada con aquella pareja, que juzgó ideal, pues Eva no se quedó atrás y tuvo una brillante intervención en contra de las guerras e incluso en contra de los bichitos visibles al microscopio y que se comían unos a otros.
—Tu caso, Ana María, está clarísimo. No tienes por qué preocuparte. La psique influye mucho y por ese flanco a veces discuto con Moncho, quien acepta la tesis pero en la práctica concede demasiada importancia a las leyes bioquímicas y físicas…